sábado, 25 de agosto de 2012

La Teoría de la Demofagia





- Y dígame Dr., ¿alguna vez ha invitado a un mendigo a comer a su casa?
- [¿¿Cómo??]
- Si, ha entendido la pregunta.
Se reafirma.
- … no sabría decirle Julius…
La verdad es que esta pregunta, así de primeras me descoloca por completo, y al verme indefenso tengo que atacar:
- ¿Qué pasa? ¿Me convierte esto en mala persona?
- ¡Ni mucho menos Dr.! Se apresura a decir. Ninguno lo hemos hecho. ¿Convierte esto a nuestra sociedad en un grupo de malas personas? ¿Somos todos malos? Todo lo contrario. ¿Acaso no somos nosotros las buenas personas? ¿Acaso no están todas las malas personas en la cárcel?
Madre mía… No sabría dibujar la escena. Pero más o menos yo estoy sentado en mi sillón. En mi trono. En mi corte. Y mi vasallo, el que nunca habla, con dos frases me había dejado así: con la boca abierta.
Desarmado y dudando aun si iba a darme el golpe de gracia... o si ya me lo había dado:
- Dígame Eric, ¿puedo llamarle así?
- “Sí, sí… claro”.
Respondo entre balbuceos.
- Al fin y al cabo usted me ha llamado Julius hace un momento. Podemos tutearnos.
Su pose sobre el diván... su mínima mueca de superioridad... En ese instante fui consciente de que había pasado de vasallo a Rey en un segundo.
- No creo que nuestra sociedad esté formada por malas personas, argumento con mi último atisbo de superioridad, sino que…
- Continúe Eric, continúe… Me invita risueño al ver que no sé qué decir.
- Creo que para nosotros…
- ¿No está bien visto ayudar al prójimo? Me interrumpe de nuevo.
Y ya no hablo más. No sé qué responder. No puedo contraatacar. En este instante recuerdo mi instrucción en la academia religiosa. Una gran pancarta ocupaba toda la pared con el slogan: “TODOS SOMOS HERMANOS”.
Joder…
- Dígame Eric, continua sentando en su trono intentado ocultar la victoria. ¿No nos han enseñado desde pequeños a “todos” que por nuestras venas corre la misma sangre?
***
Salvado por la campana. Julius se despidió cortésmente hasta el lunes y yo no pude ni articular más palabra. Estaba pinchado en mi sillón cuando el bueno de Gustav, paranoico como pocos, comenzó a gritar: ¡¡¡Le han matado!!! ¡¡¡Han matado al Dr. Bauss!!! ¡¡¡Ahora vendrán a por mí!!!
Una multitud entra como a cámara lenta en mis antiguos dominios para calmarlo, consiguiendo de paso, hacerme reaccionar:
- ¡¡Tranquilos!! Consigo alzar mi voz por encima de la algarabía. ¡¡Dejadnos solos, por favor!!
Con las prisas, Mary, la enfermera, le había zumbado más Valium de la cuenta a Gustav y en menos de cinco minutos, dormía como un corderito. Esto me permitió tomar el copazo que me devuelve la tranquilidad en mi despacho mientras contemplo por un lado la Gran Ciudad y por el otro, al loco de Sarensson completamente grogui en el diván.
¡¡Joder!! Q bien sientan los primeros tragos de whisky para reactivar todo el alcoholazo al que mi organismo había dado cobijo la noche anterior. Esquivas imágenes atraviesan velozmente mis retinas. Recuerdos tan rápidos como relámpagos, efímeros, atraviesan e iluminan mi mente.
Al principio, son solo flashes de la noche de ayer, pero fueron escarbando y sacaron a relucir recuerdos anteriores. Hasta sacar a flote el galeón hundido de mi vida.
Puedo repasar en imágenes mí largo vagar por este mundo y concluyo que sí, que había hecho muchas cosas: mi infancia, mi adolescencia, la Universidad, los duros comienzos... el ansiado éxito… Muchas cosas. Pero ninguna me había llenado de verdad.
Todo ese esfuerzo, todas esas experiencias… hacia tiempo que no recordaba mi juventud. Que no recordaba esa época en la no tienes nada claro, que tienes todo el camino por delante y que pese a lo imprevisible del sendero, te levantabas todos los días sin dudar que hoy sería una buena jornada de caminata.
Mi vida de ahora, hacía tiempo que era una puta mierda. Pero por lo visto, no me podía quejar. Y si lo hacía, rápidamente me consolaba el hecho de ser un psicólogo de éxito, una eminencia en no sé qué mierda, tenia pasta, mujer, una hija, mi casa en la montaña, otra en la playa, mis buenos coches… ¡¡¡Bah!!! Lo cambiaria todo por sentir un solo segundo mi juventud. Volver...
Pero claro, el wiskazo que me estoy bebiendo no lo tenía a los 25 años. Ni sabia que existía.
Reparo en que es viernes y ya debería dar la hora, pero Gustav cada vez estaba más cómodo, lo que me obliga a enchufarle una mínima dosis de Epinefrina. El pinchazo y el grito de: ¡¡Un mamut!!! Consiguen sacarle de su estado.
- ¿Que ha pasado Dr.? ¡¡Esta usted vivo!!!
- Claro amigo, claro. Intento calmarle al tiempo que tiro de él para que se levante disimulando que no puedo con él. Venga, ahora nos vamos a levantar y a ir cada uno a nuestra casa.
- Pero... ¿y mi sesión? Pregunta desorientado rascándose su rubia cabellera. Circunstancia extraña, ya que Gustav es moreno de pelo.
- Ya la hemos tenido, me excuso con una rapidez que hasta me sorprende a mí mismo. Se ha relajado tanto que ha quedado dormido como un bebé. Venga, ya sabe: tómese las cosas con tranquilidad y…
- Que no piense que todos están contra mí...
Completa la frase sin estar del todo convencido.
***
Del despacho salí medio tajao. Deseé un buen fin de semana a Mary y despedí a Gustav quien tras un par de traspiés, logró dar con su coche.
Con la cosa del wiskazo, el cuerpo me pedía bar, pero no quería hablar con nadie. Y concluí que un sitio donde tengo droga de sobra y nada con quien hablar era mi casa.
Conducir por la ciudad es bastante monótono. Todas las grandes avenidas y el anillo son subterráneos. Solo por las antiguas callejuelas del centro y las afueras, salías a superficie, de manera que solo a pie, en bici o tranvía solar, podías desplazarte a la vez que veías la ciudad.
Todo el subsuelo es una maraña de túneles de autovías, de metro, de tren, de bus urbano… de manera que todos los que vivían dentro de la ciudad cogían el coche o el transporte que fuera bajo tierra y no volvían a ver el cielo hasta que llegaban a su destino. Y eso contando con que estuviera en superficie.
Ya fuera, tras tomar la salida oportuna del túnel, pude dejar atrás los altos rascacielos, lo que me recordó la pregunta de Julius. ¿Toda esa ciudad está llena de malas personas? Me pregunto mientras contemplo su imponente reflejo por el retrovisor. ¿Somos todos malos porque no nos ayudamos los unos a los otros? ¿Acaso los hermanos no deben ayudarse entre ellos?
Recuerdo los exuberantes parques del centro, las soleadas plazas, el casco antiguo… y caigo en la cuenta de que hacía mucho tiempo que no paseaba por la ciudad.
Y aun más que no lo hacía en familia. Intento recordar la última vez que salimos los tres. Aun vivía Chico, nuestro perro. Recuerdo que jugaba con Amy, todavía pequeña, mientras Anne y yo les vigilábamos orgullosos.
Recuerdo que lucía el sol. Que los árboles cantaban como locos y que la primavera nos había regalado con todos sus aromas. Revivir todo esto me entristece mucho. Pues hace realmente años. Mucho tiempo. Y pensé porqué no habíamos vuelto.
Me encuentro ya en casa, lo que me borra la sonrisa de golpe.
- ¡¡Puff!! Esta está en casa…
Sin ganas ninguna de ver a mi mujer, entro en lo que era mi casa. Hago un esfuerzo por intentar dibujar una media sonrisa para preguntarle qué tal le había ido el día, dejarle hablar haciendo como que me interesaba justo el tiempo para coger un poco de hielo y escabullirme en mi despacho.
Nada mas abrir la puerta escucho una granja entera de gallinas riendo nerviosamente sin parar, interrumpiendo este desagradable ruido solo para volver a cacarear como locas. Como si llevasen años sin poder hablar justo hasta hoy.
- ¡Cariño! Grito desde la cocina para no tener que entrar en el salón a saludar. ¡¡Ya estoy en casa!!
- ¿Que temprano no? Amor mío. (¡¡Pero que falsa es!!) ¿No vienes a saludar?
La miríada de miradas radiografiando, escaneando y descuartizando cada milímetro de mi ser corroborando que estoy más feo, gordo y calvo que desde la ultima vez que me vieron, me recuerda que no había tenido un día como para participar en ningún concurso de belleza sorpresa.
- Voy directo a la ducha, me excuso estremecido por un escalofrío. (Mentira. Voy directo al mueble bar. ¿Para algo llevo la cubitera con cuidado de no hacerla sonar debajo del brazo no?)
Fue sentarme por fin en el sillón de mi despacho y concluir que sin duda alguna mi vida era una puta mierda. Disgusto que no me quitaron ni el primero ni el segundo, ni mucho menos el tercer copazo.
Tocan la puerta.
Tiene que ser Anne. Sin duda. Y también tiene que estar bien cocida para querer verme.
- Adelante.
Intento pronunciar sin denotar que estaba pedo.
- ¡Hola! Dice asomando una gran sonrisa por la puerta entre abierta. ¿Estás bien?
- Sí muy bien.
Respondo sorprendido.
- Estaba con unas amigas… hemos tomado unos margaritas… han venido en taxi, de improviso. Dice según se acercaba hacia mí alargando la zancada, muy despacito.
Para mí, era una forma muy sensual de caminar. Para ella, la única de no parecer borracha.
- ¿Sabes que he pensado?
- No, dime... sonríe zalamera a solo dos pasos de mí.
- Que mañana podíamos ir al centro a pasear…
Anne pega un salto atrás haciendo cambiar su rostro por completo, dejando mi frase a medias.
- ¿Al centro? Grita.
- Sí, ¿por qué?
- ¿Quieres volver al centro después de lo que nos pasó la última vez? ¿No te acuerdas del tío ese que nos dio el susto?
- ¿Qué tío? Pregunto absolutamente desorientado por todo. Por la historia que cuenta y por cómo la cuenta.
- El mendigo ese… o lo que fuera ¡¡Qué sé yo!! ¡¡Un tío lleno de mierda que se puso a hablar con Amy y le hizo llorar!! ¿No te acuerdas que después de eso prometimos no volver a la Gran Ciudad? ¡¡Fue por eso que nos mudamos a las afueras!!
Anne agita sus brazos al aire. La bebida exagera sus gestos y expresiones. Lo que no me permite que recuerde nada de eso. No soy capaz de dar con un mínimo recuerdo de todo lo que me cuenta mi mujer.
- ¡¡Llevo años sin pisar la Ciudad!! De parking en parking, sin salir a la superficie sólo para no volver a toparme con ese sinvergüenza o... ¡con cualquier otro de los muchos que hay!
Supongo que enfadada, se fue. Me siento mal, pero en realidad no quería hablar con ella. Mi cabeza no va. No consigo encontrar nada relacionado con ese percance. Lo que sí veo desfilando ante mis ojos es un sin número de recortes de periódicos alertando del creciente número de mendigos y pobres por las calles de la Gran Ciudad.
***
¿Demasiada casualidad no os parece? Que en unas pocas horas hubiese salido el tema de los mendigos o vagabundos. Y en dos sitios completamente distintos. ¿Pero porqué no podía recordar el incidente? ¿Por qué mi mente lo bloquea de esta manera tan fuerte? Debería acordarme.
Si algo tengo claro es que las casualidades no existen. Las cosas pasan por alguna razón. Y si había recordado solo la escena genial del parque tras la conversación con Julius, es porque existía en mi mente el recuerdo latente de aquella tarde de primavera que nos estropearon.
Estoy realmente descolocado. Por lo general, el alcohol eliminaba de mi cabeza todo residuo de la jornada dejándome en un estado de pasotismo providencial y necesario para soportar la vida en mi casa. Aunque en realidad ni era mi casa, ni tampoco le podía llamar a esto vida.
Mi mujer ya no me quiere. Mi hija me odia a muerte. ¿Por qué? Ni puta idea. Pero así es como estaba el panorama. Mi familia me evitaba y yo a ella.
De nuevo un relámpago en mi cabeza.
El miércoles, mientras comíamos en el Restaurante, Toukain recibió una llamada. Era su hija. Lo que precipitó el tema de la conversación posterior. Todos sacaron orgullosos fotos de sus hijos y yo, claro, también. Solo que la foto de Amy era de hace no menos 5 años.
Recordaba cómo decía que me odiaba mientras yo proclamaba al viento mi amor por ella. Tuve que inventarme lo que estudiaba, que sacaba buenas notas, que era la primera de su clase, que quería estudiar psicología, como su padre, que jugaba al tenis y que tocaba no sé qué instrumento.
Lo más curioso de todo era que realmente la quería. La adoraba. Hasta el punto de que su odio me daba absolutamente igual. Hacía mucho que no me dirigía la palabra. Al principio empezó a hablar solo con su madre, para luego dejar de dirigirnos la palabra a los dos. Imposible hablar con ella.
No consigo recordar el momento en que dejó de hablarme. No lo ubico. No sé qué fue lo que motivó esta situación. El porqué, el cómo… no sé. Mi cabeza no vale para nada. Lo que solo me traía problemas. Lo que me obligaba a drogarme más y más, destrozando aun más mi mente.
Este círculo vicioso es en el que estoy inmerso.
- Pero no solo yo... ¡¡todos nosotros!!
Vaya, “todos”. La palabra de Julius. Una extraña sensación se apodera de todo mi cuerpo. Había pensado algo. Había mirado de una forma global. Me había visto a mí haciendo lo mismo que hacen todos. Me vi como otro drogadicto más. Abandonado en los escasos segundos de paz hasta que se pasa el colocón. En espera de recordar porqué habías bebido.
En este momento ansío que llegase el martes y hablar con Julius.
Pero Julius no acude. Después de llevar esperándole todo el sábado, el domingo, el lunes y el martes por la mañana... Julius no se presenta a su cita. La primera vez desde que es mi paciente. Mary le llamó varias veces, pero una amable señorita respondió otras tantas que ese número no pertenecía a ningún abonado a la compañía telefónica. Gracias.
Mi incomprensión torna en cabreo y este, a su vez, en preocupación. ¿Le habría sucedido algo?
Los martes son un día muy malo. Se me juntan hipocondríacos con paranoicos. Inadaptados y acomplejados. Una mierda. Sobre todo porque para esto no hay cura. Solo es dejarles hablar y si se impacientan por no ver los resultados de la terapia, les haces recordar esa bici prometida y que su padre no les compró y ellos solos concluyen que son víctimas de un trauma infantil, te dan las gracias, firman y el cheque y todos contentos. Bendita tele…
- ¡Un momento!
Caigo en la cuenta de que llevaba toda mi carrera atendiendo los mismos casos. Rápido acudo a mis antiguas notas para comparar sesiones con pacientes.
Entre block y block lleno de garabatos… encuentro varios casos separados por un periodo de tiempo aceptable. Siempre igual. Todo se repetía. Prácticamente calcado. Mi asombro es enorme. Personas completamente distintas, eran iguales.
Por no hablar de mi apestosa manera de trabajar. Los apuntes más antiguos están pasados a limpio, ordenados por pacientes, detallando escrupulosamente toda nueva información, señalando causas y efectos tras cada sesión enfocando así la siguiente… pero todo esto había pasado a la historia.
Los apuntes más recientes, son para quemarlos.
De nuevo un ejército de pretextos aplastaba a la indefensa realidad: estaba demasiado ocupado con mi otra faceta, la de investigador. Una carcajada brota de mi alma.
- ¡Ja! ¡Investigador!- dije imprudentemente lanzando miradas furtivas hacia los cuatro rincones de mi consulta.
Ni tan siquiera recuerdo cuando fue la última vez que me puse a escribir. Pues hacia mucho que me dedicaba a grabar cualquier paparrucha en una registradora que Mary pasaba a limpio y luego se encargaba de hacerla llegar a la editorial. A los dos días, abría el correo y entre las muchas felicitaciones de mi editor, aparecía mi cheque.
Llevaba publicando en la revista numero uno de psicología años. Tanto que hacía poco tuve que tirar kilos de ejemplares que me enviaban gratuitamente todos los meses con mis artículos aplaudidos por todo el mundillo.
Me hice un nombre con mis primeros artículos sobre la influencia publicitaria en las personas y sobre cómo la idea o la percepción que tenemos sobre algo, logra olvidar la lógica más simple. Incluso la experiencia. Solía concluir todos mis escritos de con una frase tan rimbombante como hueca.
El caso es que empezaron a tener éxito. Eco que llegó a un editor de publicaciones científicas. Mis textos, pese a carecer de rigor científico alguno, sirvieron para lanzar a la editorial con su nueva línea de consumo en masa. Y a mí, personalmente, para que mi nombre reluciese como el sol.
Durante un tiempo pasé de escritor a consultor científico de la editorial. De manera que todas las historias policíacas, de médicos, de aventuras, pasaban por mis manos para darles el toque “real” que necesitaban.
¡A cuanto asesino en serie he dado una razón para cargarse a tanta gente de la manera más fetichista y estúpida posible y a cuanto escritor de medio pelo he llenado los bolsillos de pasta y el ego de entrevistas en la tele!
Todo esto, me fue apartando de mi consulta. La cual, cada día estaba más atestada de pacientes bien dispuestos a firmar desorbitados cheques a nombre del psicólogo de moda. Y esa era toda la terapia. Porque yo pasaba de una manera bestial del tema. Ya era un simple charlatán. Poco más.
Mis pacientes venían, me contaban lo que querían y yo les decía algo que les animase un poco. Si veía que alguno hablaba mucho del dinero o siempre estaba mirando la hora, solía despacharle a las pocas sesiones.
Otros, más que nada, iban a sus horas semanales de terapia como el que va al gimnasio y luego se harta de comer y beber. Ellos eran así felices y yo también. Pero ya veis lo poco feliz que soy. Todo lo contrario: Me hartaba y desilusionaba mucho más cada día que pasaba de tonta monotonía.
Sentado en mi sillón con la corbata aflojada... vencido, intento sacar una moraleja de toda esta historia tan penosa. Pero no soy capaz. Supuse que así era mi vida. Poco más. ¡Y cómo quejarme! Además, seguro que me quejo y me empiezan a ir mal las cosas. Aunque en realidad, nada podía irme todavía peor.
En ese momento, mi mente se va directa al tema de los mendigos. No solía verles desde hacía mucho, pero supuse que no habrían cambiado mucho. Y me imagino a mí mismo así: sucio y tirado en la calle. Acepto que todos tenemos la misma posibilidad de acabar así. Y que, por contra, también todos tenemos la posibilidad de acabar de esta otra manera: como yo.
Una lectura hipócrita, diría que a fin de cuentas no me diferenciaba tanto de un mendigo: Ambos habíamos tocado fondo. Y, a pesar de llevar más pasta en ropa encima que ya no solo vagabundos, sino cualquier persona corriente, me sirve para quedarme más tranquilo.
Para rematar, me bebo de un trago mi wiskazo de 25 años, tras brindar por todos los alcohólicos del mundo, salgo de mi despacho, bajo hasta el garaje, monto en mi cochazo y salgo quemando rueda en busca de mi pedazo de casa en las afueras. En la mejor zona de todas. Lejos de los pobres.
Lejos de los míos.
Llego a casa y Diana, la sirvienta, había preparado un banquete brutal. Toda la propiedad olía a exquisito asado. Entro en volandas atraído por el rico aroma y veo la mesa ya puesta. Los 3 servicios listos para ser llenados.
- ¿Va a cenar el señor?
Pregunta asustándome, pues estaba justo tras de mí.
- Sí claro. Como no.
Dejo el abrigo y mi portafolios en sus manos y me dirijo derecho a mi sitio. Y sentándome caigo en la cuenta de que lo mismo tendría que cenar bien con Anne, bien con Amy. O con las dos. Las ganas de comer se me habían pasado.
- Puede empezar a comer si quiere, dice amablemente, la Señora y la Señorita no tienen apetito.
- ¿Cómo? ¿No van a cenar? Pregunto extrañado obteniendo una discreta mueca como respuesta.
Me da mucha pena que tanta comida se desperdiciase.
- Si todo está a su gusto, me voy a casa.
- No, no… ¡espere! Digo sin pensar. ¿Ha cenado usted?
- No, aun no. Responde muy sorprendida
- ¿Quiere acompañarme? Digo mientras me levanto y cortésmente le cedo el sitio de mi mujer.
- Muchas gracias Señor pero…
- Insisto.
Tras unos instantes de duda, sus ojos se iluminan.
- Muy bien, en ese caso cenaré con usted.
Y muy inteligentemente, toma otra silla y se sirve un plato culminando todo el protocolo con un:
- Que aproveche el Señor.
La cena transcurrió más distendida al final que al principio. Ambos nos fuimos soltando poco a poco. La verdad es que tan siquiera sabía si se llamaba Diana, o si este era el nombre de nuestra primera criada y yo no podía o quería retener nueva información.
Y a pesar de no tener cara de llamarse Diana, yo la llamaba así y no ponía pega ninguna. Hubiera sido muy violento para ambos, claro.
Habíamos rebañado bien los platos y aprovechando que fui a la nevera a por el postre, busco en los armarios un tupper para que se llevase el resto a su casa. Pero no tenía ni idea de donde estaban.
- Si lo que busca es un tupper, dice desde el salón recogiendo los cubiertos, déjelo ya lo cojo yo…
Nos despedimos en la puerta y de camino a la habitación pienso:
- < ¿Por qué sabia que buscaba un tupper?>
Pero no puedo profundizar en mis pesquisas porque estaba entrando en territorio comanche.
Desde el pasillo no oigo ningún ruido. Tampoco escapaba luz ninguna bajo la puerta. De lo que deduje que Anne estaba ya dormida. Y así es. Tras cambiarme al más puro estilo ninja para no despertarle, me cuelo en la cama cual sibilina serpiente.
Lo había conseguido. No se había despertado. De pronto, toda mi jornada pasa delante de mí. Toda la mañana ansioso por la llegada de Julius. Los minutos previos. Su ausencia. Todo lo que quería contarle y no pude... la posterior asunción por mi parte de mi desdichada vida, la cena con… ¿Diana…?
Si no es por ella, toda esa comida se hubiera desaprovechado. Lo que me lleva a pensar en todas las cosas que también desaprovechábamos en casa: la luz, el agua… Ese gasto mínimo para nosotros, pero que es innecesario. El simple hecho de poder permitírtelo, justifica tal dispendio.
El riego del jardín, el teléfono, la climatización… es más, ni tan siquiera sabía cuánto pagábamos. No controlaba los recibos. No sabía ni donde estaban. Pienso en bajar y buscar alguna factura, pero esto hubiera despertado seguro a mi mujer. Además de que no las encontraría.
Y el hecho de haber cenado tan a gusto hizo que se me olvidase el copazo de dormir, lo que me llevó a pensar que no pegaría ojo en toda la noche. Pero no fue así, dormí como un bebé.
***
A la mañana siguiente busco por todos los cajones de la cocina, por el despacho, en los muebles del recibidor, en el buzón, en la basura… pero no di con ninguna factura. Tampoco disponía de mucho rato en casa, puesto que Anne se levantaría y no quería verla. Resuelvo llamar a Diana a media mañana.
El camino a la consulta va ser más complicado de lo habitual. Uno de los carriles del túnel está cerrado a causa de unos trabajos de mantenimiento. Y el solo disponer de dos de los cuatro carriles ha originado un terrible atasco. Los atascos me cabrean sobremanera. Y no durante un rato, sino por todo el día.
Inmerso en el atasco... buceando bajo tierra... asfixiándome en mi monumental cabreo... Azul ya de ira asesina… reparo en mis vecinos. También están todos que echan chispas. Todos menos una pareja a bordo de una caravana que aparece a mi lado.
Observo cómo los dos van tranquilamente escuchando música, cantando, usando el volante a modo de batería, el salpicadero era un organillo... entre bromas, riendo…
No lo soporto y tengo que explotar:
- ¡Putos domingueros! Rujo con los ojos en blanco. ¡¡Iros a la puta playa!!
Me oyen, claro. Y obtengo respuesta:
- Pues mira sí, dice una chica mientras baja manualmente el cristal de la ventanilla. Es justo a la playa donde vamos. ¿Y tú qué? ¿Disfrutando del día? ¿Pensabas que por llevar ese pedazo de coche no te ibas a comer el atasco? JA, JA, JA...
La madre que me parió... ¿Donde coño tienes la pistola justo cuando la necesitas? Deseo matarles. Acabar con ellos. Con ellos y con los obreros. Acabar con ellos, con los obreros y con todo el mundo.
Por suerte, la circulación fluye. Pasamos las obras. Un puto bache de mierda. Sigo la marcha y llego a la plaza de garaje del edificio donde tengo la consulta. Pero no me bajo. Solo apago el motor. Permanezco unos minutos sentado. Tranquilizándome y pensando fríamente en porqué me había puesto así: Hecho una furia.
Por un instante me veo en el retrovisor. Y raudo aparto la mirada. Avergonzado. No puedo mantener la vista fija en el espejo. Compruebo cómo verme me genera una sensación odiosa por todo el cuerpo. Es como si mi alma se viese reflejada y no le gustase lo que veía. No pudiera contemplarse a sí misma.
Una necesidad imperiosa de llorar me vence. Mis lágrimas callan la voz de la vergüenza y saltan de mis ojos. Ellas tampoco quieren estar conmigo. Me rechazan, al igual que hace todo el mundo. Incluso yo mismo me rechazo en este mismo instante. Ni verme, ni oírme, ni tocarme.
No podía más.
El tiempo que pasó hasta que dejé de llorar no puedo saberlo. Pero no fue un tiempo inútil. Estaba claro que no podía seguir así. Estaba claro que necesitaba algo que me sacase de eso en que había convertido mi vida. Una solución rápida era necesaria. ¿Cual? Ni idea.
***
Tras refrescarme en el servicio del garaje, logro infundirme el valor necesario para afrontar una nueva jornada de trabajo. Es entrar en la consulta y Mary, con un gesto ostensiblemente preocupado, me pregunta si estaba bien.
- Un atasco enorme en el túnel Norte... respondo evasivo sin detener mi marcha hacia mi despacho. No te preocupes.
Aunque en realidad quien se preocupa soy yo, pues Mary siempre me recibe con la mejor de sus sonrisas y el hecho de que hoy no lo hiciera, denota hasta qué punto mi cara lo dice todo.
- ¿Está dentro ya el Señor Land? Pregunto rápido para cambiar de tema.
Mary me responde con un gesto dando a entender que ya había llegado y que estaba cabreado por el retraso. Decidido, abro la puerta.
- Llevo quince minutos esperándole Dr. Un minuto más y no me hubiera encontrado aquí.
Esto me suelta el tío. Todd Land es un tipo muy exigente, muy impulsivo, pero a la vez comedido y educado. Lo que le generaba unas luchas internas que no se las deseo a nadie. Por lo que me tomo este cortés arponazo como si estuviera haciendo progresos en su terapia.
- Yo hubiera hecho lo mismo, respondo con un solo pie dentro del despacho y los brazos abiertos. Pido disculpas por el retraso, pero el tráfico me ha jugado una mala pasada. (Land me observa al detalle con sus pequeños ojos sentado tranquilamente en el diván) Lo que no me excusa, continuo, pues si hubiera salido quince minutos antes, hubiera llegado a mi hora. Como ha hecho usted.
No me reconozco a mí mismo. Esta respuesta no es mía. Las palabras se han ido escapando de mi cerebro y cayendo al vacío apenas moldeadas por mi boca. Lo que me hace temer por un instante que Land olería que me estaba cachondeando de él. Pero no es así:
- Sabia respuesta Dr., concluye girando la cabeza hacia mi escritorio no sin antes dedicar una mirada a Mary. Deje el abrigo y prepárese, yo ya lo estoy. Buenos días.
El bueno de Land es un tipo a simple vista normal. Metro ochenta, corpulento, quizá algo pasado de peso, vestido inmejorablemente y más calvo que una rana.
Un tipo elegante vaya. Trabaja en la Bolsa, donde aprovecha como nadie esta especie de trastorno. Acudió a mí después de protagonizar un lamentable incidente en su propia casa. En una cena con amigos, uno de ellos tuvo el mal tino de hacer un comentario de nada sobre el sistema. Land lo oyó y...
Y… digamos que primero disparó y luego preguntó.
Aconsejado por toda su familia buscó un terapeuta para tratar lo que él llamaba “su doble personalidad”. La alegre profusión en los medios de comunicación de noticias sobre trastornos mentales, enfermedades de origen psicológico y demás majaderías, creaba una especie de clima en que por lo visto estamos todos locos.
Clima tormentoso, que producía pingües beneficios en forma de lluvia que un servidor solo tenía que ir recogiendo. Bendita sociedad loca…
- ¡Un momento!
¡Uy! Creo que esto lo he dicho en alto.
- ¿Sí Dr.?
- ...
- ¿Ha dicho algo? Insiste Land al verme absolutamente pillado.
Quiere una buena respuesta. Su cara me lo dice. Puedo sentir cómo la mía dice todo lo contrario. No sé qué decirle. Estaba inmerso en mis divagaciones sin atender lo que me contaba que no sabía por dónde escapar. Su gesto se crispa aun más.
- No, nada… siga hablando. Me parece muy interesante eso que me estaba contando.
- ¿Cómo que interesante?
Madre mía… por un segundo le veo abalanzándose sobre mí al igual que lo hizo sobre su invitado.
- Solo le estaba contando que el lunes fui a tomarme algo con un cliente importante después del trabajo.
Joder, ¡eso no es nada interesante Eric!
- ¿Donde? Pregunto sin pensar
- No recuerdo el nombre… ¡ah sí! “La Mansarde”. ¿Lo conoce?
- Sí, claro (mentira) un sitio muy bueno.
- Caro.
- Pero merece la pena, concluyo. O eso intento:
- ¿Y qué es eso que le parece tan interesante?
Insiste al tiempo que ensombrece su rostro y el despacho como si alguien corriese las cortinas.
- Muy sencillo Todd: Situación social. [Si le tuteo es solo para tantear el peligro…] Usted cuando más se nota agresivo en es este tipo de situaciones, ¿cierto? Entornos no controlados.
- Exacto.
Reconoce serenando el gesto.
- Cuénteme, inquiero en tono misterioso. ¿De qué hablaron?
- Bueno… los términos exactos…
- Secreto, claro.
- Pero en términos generales hablamos de todo un poco: La economía, que no está muy allá. La tendencia, que no está mejor…
- Distendida pero intensa, ¿me equivoco?
- En absoluto. Eso iba a decirle yo ahora mismo, sonríe agradado mientras cambia ligeramente su postura sobre el diván.
- ¿Y bien?
- Y bien ¿qué?
- ¿Cómo se sintió? Seguro que su cliente se mostró reacio a seguir invirtiendo… es decir malas noticias.
Land no responde. Queda dubitativo. Repasa la conversación.
- ¿Se puso usted nervioso?
- Ni por un segundo Dr.
Dice iluminándosele el rostro.
- Pero tenía motivos…
- Hombre, tampoco era para arrearle un mamporro.
- No violento... Digo agresivo.
- Nada. Fue una charla de lo más interesante.
A estas alturas, tocaba ya concluir el dialogo. Sonrío ostensiblemente y digo:
- Todd, estoy contento con sus progresos. Cada vez me cuenta usted menos arrebatos iracundos.
Land cae en la cuenta de que era cierto. No podía recordar la última vez que perdió los nervios. Me incorporo y me dirijo rápidamente a estrecharle la mano, pero él se me adelanta y me da un abrazo de oso a la vez que repite entre lágrimas:
- Gracias Dr. Muchas gracias.
- Pero, intervengo muy serio cortando su mueca alegre, esto no es más que el principio. Tenemos que eliminar por completo esa furia para que pueda hacer una vida absolutamente normal.
Termina la sesión. Land recoge su abrigo. Me da, ahora sí, la mano y se marcha contentísimo. Yo me desplomo en mi sillón desplazándome con el impulso hasta la ventana. Miro a la Ciudad.
***
Normalmente, a los cinco minutos entraría el siguiente paciente. Pero los miércoles solo tengo visitas de 9 horas hasta 10.30 y luego, desde mediodía hasta 13.30.
Lo que me ha pasado con Land suele pasarme a menudo. Dejo que los pacientes hablen, cuenten, discurran, recuerden… y yo voy apuntando.
O eso debiera. De esos apuntes, luego iría sacando aquellas notas que me pareciesen más relevantes para después, en siguientes sesiones, hacer hincapié sobre esto o aquello. La teoría dice que así el paciente cree que es él mismo quien encuentra ayuda. Que aprenda a hacerlo y no nos necesite.
La práctica demuestra es así es mucho más fácil nuestro trabajo.
No sé cómo pero me había salvado del incidente con Land. Y quien sabe sino del puñetazo. Él pagando a precio de oro la hora y yo haciendo como que atendía. Yo le hubiera arreado al tío que me hiciera eso.
Y como digo, no era la primera vez que pasaba algo y yo estaba en Babia. Y tenía que salvar el tipo. Hasta ahora me había ido bien. Bueno, si exceptuamos a Julius. Él si me hizo polvo. Pero con él era distinto. O eso creí. Vaya, ahora caigo en que lo mismo se fue el viernes cabreado y por eso no ha vuelto.
Me invade la preocupación.
Igual no vuelve. Mary toca la puerta. Va a desayunar, para lo que me pide permiso. Tras rechazar su amable invitación, esperé cinco minutos a que se fuese. Raudo fui a su mesa para buscar la ficha de Julius. Abro el archivador, busco su dossier y allí estaba. En su sitio.
Nombre: A. Julius
- ¿A. Julius? Me pregunto en voz alta.
Ni apellidos... Ni edad... Pero sí dirección: Calle la Berceuse. Teléfono… ¡bah! Seguro que ni existe. ¿Será falso? Busco la calle en el callejero. Pero no viene. Quizá sea muy pequeña. Llamarle es tontería porque el número no existe. Vamos, que no puedo dar con él de ninguna manera.
- ¿Julius dónde estás? Pregunto frustrado desde la ventana de mi despacho a la Gran Ciudad. Si sigues vivo, por favor... ¡¡llama!!
Suena el teléfono.
Obviamente no es él. Sino el ayuntamiento. Una encuesta. Iba a colgar inmediatamente, cuando una idea atraviesa mi cabeza:
- Oiga perdone, interrumpo la matraca del becario, ¿tiene el ayuntamiento algún departamento donde pueda consultar si una calle existe?
- Claro, ahora le paso.
Mis sospechas eran fundadas: Es un becario. Un funcionario me habría dicho bien que no lo sabía, bien que llamase yo al ayuntamiento y preguntase.
- Oficina del registro de la propiedad, ¿dígame?
- Si buenas, ¿me puede decir donde se encuentra la calle de la Berceuse? Pregunto educado.
- ¿Para qué?
- Pues… porque necesito saberlo.
- De acuerdo, responde el funcionario sin ganas ningunas.
Tras unos minutos de espera en la que escucho de fondo el ruido terrible y odioso de máquinas de escribir, un jaleo enorme de papeles, archivadores de hierro que se abren y cierran sin parar... un lapicero que cae derramando todo su contenido permitiéndome seguir con todo detalle el camino que traza un lápiz rodando hasta el auricular del teléfono y... justo antes del impacto...
- ¿Sí?, ¿Sigue usted ahí?
- Sí, claro.
- Siento decirle que esa calle no existe.
- ¿Cómo?
- No existe ninguna calle con ese nombre en toda la ciudad. Buenos días y gracias por llamar al ayuntamiento…
Cuelgo cabreado.
¿Cómo dar con Julius? ¿Cómo encontrar a este tipo? ¿Existía de verdad o era una alucinación de mí trastornada mente? ¿Será eso más bien? ¿Soy yo mismo quien me ataco? Solo yo conozco mis puntos débiles… Solo yo puedo vencerme.
De nuevo suena el teléfono frenando por suerte mi cabeza en seco. Acudo iracundo para decirle al becario un par de cosas cuando una voz…
- ¿Dr.? ¿Dr. Bauss ?... ¿Eric?
- ¿Si…?
Un nudo en la garganta me impide mayores malabares
- Sí… ¿Dr.? Repite. Perdone pero no le oigo bien. Hay mucho ruido. Soy Julius.
- ¿Julius?
Pregunto loco de alegría.
- Exacto. Pido disculpas por no haberme presentado el otro día pero…
El ruido ensordecedor de una multitud vence su voz.
- No se preocupe. Venga mañana a su hora y todo solucionado.
- ¿Podríamos vernos ahora mismo? Quisiera hablar con usted.
Obviamente, solo tengo motivos para quedarme helado. ¿Ahora mismo? ¿Atender a un paciente fuera no solo ya de su horario, sino también de la consulta? ¿Y que será eso tan importante que no puede esperar a mañana?
- ¿Podría ser? – insiste.
- Eh… sí, sí. Pero debo volver al despacho antes de mediodía.
Aviso sin ni saber qué hora es.
- ¡¡Bah!! Para entonces ya habremos terminado. Reúnase conmigo en « Les Rideaux» ¿lo conoce?
- Si lo conozco.
- Y pierda cuidado, a mediodía estará usted en su despacho.
Esta conversación rescatada de un bar en plena ebullición me saca por completo de mis casillas.
***
Dispuesto a salir, automáticamente cojo el abrigo del respaldo de mi sillón y dejo una nota a Mary. Me dirijo hacia el ascensor y en vez de presionar el botón de siempre, (Parking –2) presiono: “Planta Baja”. Muy curioso.
Mucho hacia que no salía a la calle andando. Siempre en coche. Siempre de garaje en garaje, de parking en parking. Sin salir para nada a superficie. De casa a la consulta. De la consulta al Restaurante. De vuelta al despacho. Y de nuevo a casa… De túnel en túnel. Lejos del Sol.
En realidad, el único trayecto que realizaba en superficie era de casa hasta la entrada en el anillo subterráneo. Pero ni me daba el aire, las ventanillas siempre hasta arriba. Ya sabéis: climatización. Todas las vías de comunicación de la Gran Ciudad estaban escondidas bajo tierra.
Desde que se empezó a sumergir toda la red de carreteras y ferrocarriles, una nueva ciudad había florecido.
Al principio empezaron las cadenas de comida rápida a abrir restaurantes en las estaciones de metro. De aquí pasó a quioscos, supermercados… hasta hoy, en que ya solo abren centros comerciales.
Guarderías, Colegios, Institutos, Hospitales, Hoteles… todos los nuevos barrios que se levantaban hacia arriba, también se escarbaban en el subsuelo. Los altos rascacielos del ensanche, tenían un hermano siamés en negativo. En algunos casos, incluso con mas niveles que aquel. Una locura.
El éxito de la ciudad subterránea fue tal que prácticamente no había nada en la superficie. Solo parques, jardines, las grandes avenidas reconvertidas en zonas de paseo… y alguna que otra tienda de abolengo pero que sobrevivían gracias a que se habían franquiciado bajo tierra.
La Ciudad que se ve hoy día, no es más que la punta del iceberg. Todo estaba enterrado.
***
Entretenido con las lucecitas del ascensor a cada nuevo nivel ganado paso el rato que tardo en llegar a mi nuevo destino. Una vez allí, el típico «tin» anuncia la apertura de las puertas. Una luz blanca cegadora me obliga a cerrar los ojos. Pero no es el Sol. Si no el mármol blanco que lo ocupa todo.
El suelo, las paredes… toda la extensión visible... el techo pintando de blanco nuclear a punto de estallar… toda esa claridad consigue cegarme por unos instantes.
Una vez acostumbrado a tal intensidad, puedo comprobar que se había reformado toda la planta baja. Ahora parece más bien la recepción de un hotel.
Un ejército uniformado de llamativo rojo y blanco corretea de acá para allá transportando paquetería, maletas, limpiando o atendiendo una maraña de teléfonos que a pesar de berrear enrabietados no conseguían borrar un ápice la amable sonrisa de los operadores. Un no parar, vaya.
Muy resuelto me dirijo hacia la calle, donde un amable mocetón me abre la puerta y me despide de la mejor manera que nadie lo había hecho hasta este momento.
- Vuelva pronto caballero. Le estaremos esperando…
Acurrucado en esta nube de algodón salgo a la calle sin reparar hasta los tres primeros pasos en lo que estaba haciendo: Caminar por una acera.
Todo está impoluto. Los altos rascacielos relucen reflejando el azul cielo coquetamente pecado de blancas nubes. Una ligera brisa juguetea con mi abrigo entreabierto.
Un paseo enorme, gigantesco, se aleja hacia el horizonte. A mi izquierda una maravillosa arboleda separa la verde avenida interior de la exterior, cuya acera recorro, y me ofrece una interminable hilera de escaparates a mi derecha. Cada diez pasos se abre un misterioso sendero entre los altos pinos descubriendo el paseo interior. Solo es atravesar la desierta calle y podría internarme entre esos viejos sauces o descansar bajo aquellas orgullosas higueras…
Uno de estos verdes pasadizos logra tentarme con un soplo de esa fragancia que todo bosque reserva solo para los niños y echo un vistazo. Pero muy rápido, pues Julius estaría esperándome en “Les Rideaux”.
Cinco minutos tardo en ganar la calle en la que por lo menos hace años se encontraba. Y allí sigue.
Estaba como siempre.
« Les Rideaux» es la típica cafetería en la que puedes almorzar por muy poco ricos platos. Y a esta hora está atestada. Julius me espera en una de las últimas mesas y raudo me dirijo a su encuentro. Pero esto es más fácil de decir que de conseguir. Pues está lleno.
El tener que esquivar este enjambre humano me da un par de segundos para volver a preguntarme qué seria eso tan importante que no podía esperar. Sin haber tirado ningún plato que los veloces camareros pasan de la barra a las mesas y viceversa, me coloco a tan solo dos pasos de la mesa, Julius se levanta como un resorte y muy cortésmente me estrecha la mano y me cede una silla.
- Perdone que le moleste Dr., pero quería verle.
Explica adoptando una pose algo forzada.
- No pasa nada.
Respondo educado mientras tomo asiento sin despojarme del abrigo. El fuerte ruido que lo invade todo en combinación con una atmósfera quizás no tan cargada como me lo parece a mí, me descoloca e instintivamente sigo hablando:
- La verdad es que me tenía preocupado, reconozco con sorpresa por mi parte. Usted no había faltado a ninguna cita hasta el martes. Mary intentó llamarle pero no lo consiguió…
- Ya bueno, eso es una larga historia. Responde quitándole importancia. ¿Ha desayunado?
- No, la verdad es que no suelo tomar nada hasta la hora del almuerzo. ¿Acaso me estaba esperando? Pregunto para suavizar un poco este «No» así de primeras.
- Entonces “¡¡venga!!” “¡¡Vámonos de aquí!!”
De nuevo una sorpresa. Vaya un tipo raro. Pero para raro el camarero que no dejó de mirarme en todo el rato. Incluso sentado de espaldas a la barra notaba su mirada vigilante. Y los rápidos golpes de vista que lanzaba no me permitieron vislumbrar claramente su rostro entre tanto cliente.
- ¿Dónde vamos Julius? Pregunto levantando la voz, puesto que posee una zancada muy poderosa y en menos de dos pasos dobla ya la esquina cuando yo aun no he abandonado del todo el bar. Sabe que no me puedo alejar mucho de la consulta…
Parece que no me ha oído, pues sigue mirando hacia adelante. No puedo seguir su ritmo. Una extraña sensación mezcla de quedarme atrás o llegar tarde me invade cuando de golpe se frena en seco delante de un escaparate. Gira su cuello, clava su mirada en mi y en tono jocoso insinúa que mi estado de forma no es el ideal.
- Mire Dr... ¿le gusta?
Llego a su lado y reparo en la cosa en cuestión: Una bicicleta de paseo con su cesta y todo. “Ciclos Barral”, se llama. El negocio y la bici.
- Es bonita.
- Quizá la compre, pero antes he de ahorrar. Dice mientras se encoge de hombros. ¿Tiene usted bici?
- De carreras.
- ¿Ah sí? Me mira sorprendido. ¿Compite usted?
- No, no. Río escandalosamente. Hace años que no monto.
- Vaya, pues es una pena. Una bici que no anda…
- ¿La quiere? Se la regalo. Sé que usted si la utilizaría bien…
- Gracias pero no. Interrumpe tajante. Yo quiero esa. Es preciosa… y cara.
La verdad es que en comparación con lo que me costó a mí la mía que no uso, cara no es.
- Sigamos, dice reanudando la marcha mientras echa un último vistazo a la que algún día seria su bici. ¡¡Mire allí Dr.!!
- ¿Donde?
- ¡¡Allí!! ¡¡El escaparate de la tienda de miniaturas!!
Julius sale disparado hasta la otra acera valiéndose de lo desierto de una calle en la que únicamente la circulación de personas y ciclistas es posible. Los altos edificios de color gris solo dejan ver una pequeña y rectilínea parcela de cielo algo cubierto ahora. Alcanzamos el escaparate de “Troubleyn Toons”.
- Jejeje, ¡mire Dr.! El mini circo. Jejeje, mire el elefante, la jirafa, los acróbatas, el público, el jefe de pista… es increíble.
- Pues sí, admito.
Aunque en realidad lo que me parecía increíble era ver a un hombre hecho y derecho disfrutando como un crío simplemente viendo algo.
- ¿Ha ido alguna vez al circo Dr.?
- Sí, claro. De pequeño.
- ¿Se acuerda?
- Bueno, no de todo… ha pasado mucho tiempo. Pero si recuerdo que disfruté muchísimo. Digo dejando brotar una sonrisilla en mi rostro.
- ¿Y no ha vuelto?
- No, no he vuelto.
- ¡¡Pues tiene que volver!! Me ordena señalándome con el dedo índice. Sigamos.
- De acuerdo, pero el tiempo corre... Aviso molesto dando cuenta que todavía no sabía para qué me quería.
- ¡¡Pierda cuidado Dr.!! Responde risueño alejándose de nuevo.
No entiendo nada. Primero desaparece. Pensaba que no volvería. Al final es él quien da conmigo. Me hace salir de la consulta por un asunto urgente. Y ahora estamos perdiendo el tiempo paseando por las desiertas calles de una ciudad que nadie pisa si no es por algo fuera de lo normal.
Una nueva parada me sorprende. Otro escaparate llama su atención. Ya me veía comprándole alguna golosina para que se estuviera quieto, como a los niños chicos. Al llegar a su altura reparo en el tipo de tienda que era: una tienda de relojes. «Kalomenska» para más señas. Los hay por miles.
- ¿Ha perdido el reloj y necesita otro? Pregunto con una media sonrisa observando al mismo tiempo la variedad inmensa de relojes que contiene el escaparate.
- ¿Quién yo? ¡Jamás! Responde lanzándome una mirada seria. Yo no utilizo reloj Dr. Nunca lo he usado y nunca lo usaré.
- ¿De verdad?
- “¡¡Jamás Eric!!”
Exclama casi diría ofendido.
- ¿Y cómo sabe qué hora es... o si llega a tiempo o en retraso? Pregunto estúpidamente.
- Eso no me preocupa, dice sin más devolviendo la mirada a la vitrina. Yo tengo el don de la puntualidad. Siempre llego a mi hora.
Esta confesión me deja perplejo y un tanto a medio camino entre creerle o no. Ciertamente en los tiempos que corren no se puede vivir sin reloj. Puedo sentir cómo el tiempo corre. Noto la maquinaria de mi reloj de pulsera en mi muñeca. Iba a sacarlo para anunciar la hora que era cuando:
- Mire los relojes Dr., retoma con una voz profunda. Puede comprarlos todos. Y no solo estos. Todos los relojes que haya en el mundo y ni aun así, tendría tiempo para usted. El tiempo es su carcelero. Hasta mañana a las 16 horas en punto. Adiós.
No respondo. No puedo. Solo observo estupefacto cómo desaparece de mi lado.
No recuerdo nada más. Vuelvo al mundo real cuando la alarma de mi reloj, obediente ella, me recuerda que era mediodía menos cinco y que según quien la activó, es decir, yo mismo, tenía que correr sino quería llegar por segunda vez tarde en una misma mañana.
Es dar un paso y todos los relojes del escaparate tocan feroces, como si de una carcajada psicótica se tratase, la hora en la que tuve que salir corriendo. No hay nadie por la calle. Al pasar delante de ellos, dedico un último vistazo al escaparate de las miniaturas y al de las bicis. Sigo sin entender nada.
Subiendo en el ascensor vuelvo a repasar el paseo. Intento digerir todo aquello. Toda esta mañana desde que me desperté y huí de mi propia casa, el atasco, el cabreo monumental, mi llantina en el coche, la sesión con el bueno de Land y su difícil temperamento, la búsqueda de Julius…
Los hechos estaban claros. Ahora ¿por qué? ¿Por qué me llama? ¿Qué era eso tan importante? ¿Había montado todo esto para demostrarme algo o simplemente todo fue surgiendo? El ascensor sube imparable plantas. Pocos montamos abajo, lo que le permite subir a buen ritmo, sin paradas tontas.
Mary me recibe con cara de sorpresa puesto que no suelo salir de mi consulta casi nunca. Solo para comer o para ir a casa.
- Ha llamado Julius, digo para evitar su pregunta.
- ¿A sí? ¿Está bien?
- Sí, sí, muy bien. Hemos dado un paseo por la ciudad.
- ¿Un paseo? ¿Por la ciudad?
- Ya ves, un tipo raro.
Encogiéndome de hombros me dirijo hacia mi despacho, me despojo de mi abrigo y me siento en mi sillón. Automáticamente miro mi reloj. Cinco para mediodía. Tiempo de sobra para reparar en que tenía otros 3 relojes en la consulta. Por no hablar de los otros 2 que hay en la sala de espera sin olvidar el que siempre lleva Mary y que fue mi regalo por su último cumpleaños.
Mentalmente recorro mi casa y calculo no menos de 5. Y si busco « in situ» seguro que doy con más.
Eso quiere decir que sin contar con el mío de pulsera, esté donde esté, al menos tengo dos relojes en todo momento vigilándome, observándome, juzgando mis movimientos. Si vas con retraso. Si vas en hora. Adelantado…
Es más, te dicen cómo eres. Te dicen si eres un tipo puntual o un tardón. Cuantas veces habremos calificado a alguien, a un amigo, solo basándose en las normas de su juego. Solo porque ellos lo dicen. Cuantas veces habremos reducido a alguien al simple calificativo de puntual o impuntual condicionando además nuestra percepción sobre esta persona.
Mary llama a la puerta.
- El Sr. ... que ha oído en la radio de evitar el Túnel Norte y va a dar un rodeo. Llegará con 15 minutos de retraso.
- Gracias Mary…
Respiro.
***
Al Sr… lo que le pasa es que tiene un stress para matar un hipódromo entero. Es el Director de la Central del Banco de la Ciudad y a pesar de estar forrado, apostaría a que lo daría todo por estar solo un día sin reloj.
Pero claro, ese día pasará. Solo son 24 horas. Un porrón de minutos y de impasibles y cabrones segundos que prefieren ir muriendo poco a poco, lentamente uno a uno, antes que dejarte en paz.
- ¡¡Joder!! ¡¡No hay salida!!
Grito al tiempo que me los imagino cual lemmings saltando desde el acantilado, sonrientes...
Un vendaval entra por la puerta y cae destrozado en mi diván.
- Lo siento Eric, se excusa a duras penas. Pero he escuchado la radio y decían de no…
- Sí, sí. Interrumpo entre risas. El atasco... Esta mañana me lo he comido entero.
- ¿Sí? ¡¡Buff!! Yo no podría meterme en un atasco con la mañana que llevo ni de coña. No respondería de mis actos… confiesa con la mirada perdida en la moqueta.
- Bueno, bueno. Si está usted listo empezamos.
Las sesiones con el Sr… son muy fáciles. Sencillamente usa esta hora de terapia que le paga el banco para relajarse y contarme sus penas.
- El otro día lo dejamos en el incidente con un compañero de trabajo…
- ¿Eso? Eso es prehistoria Dr. Dice olvidándose del asunto. En mi empresa el 99 por ciento de la gente pasa por completo del tema. Y yo no soy así. Y mucha culpa de mi stress la tengo yo mismo. Tendría que aprender a relajarme. Pero no puedo. El trabajo tiene que estar hecho rápido y bien y no eso de dejar para después.
- Bueno, pero con relación a esto no hay nada que hacer ¿verdad?
Pregunto al ver que su mirada se perdía aun más por las paredes de mi consulta.
- Absolutamente nada, suspira derrotado. Las malas costumbres son las únicas que perviven en una empresa o grupo humano, como nos llaman en los videos de formación jeje… grupo humano… ¡¡grupo de vacas!! Eso es lo que somos. Entras en la oficina y solo ves reses rumiando. Cada uno en su sillón, con su buena barriga, la mesa llena de papeles la mayoría pruebas de la primera imprenta… Desde luego porque hablamos de pasta, sino… anda que iban a ir clientes allí. ¡Pero si da asco!
La perorata iba acompañada de toda clase de gestos que demostraban su disgusto, de aspavientos nerviosos que hacía con todo el cuerpo. Se movía más por los impulsos de su discurso que porque demostrase vivacidad. Estaba cansado, derrotado, incluso cabria decir desorientado. Mira su reloj.
- A veces me pregunto: con la de dinero que se gastará el banco en servicios de limpieza, lo limpio que parece todo y en cambio la de mierda que hay allí metida, continua absorto. Yo solo escucho. Entras, preguntas y te dicen: “no sé. Estoy rumiando”... Con estas cosas yo no puedo Eric.
El amigo… es un luchador. Es un tipo muy competitivo y con las cosas muy claras. No hacía falta que lo dijese. Se le veía. Podías sentirlo. Impone. Sin más estudios que unos cursos de contabilidad y gestión de oficina se había abierto camino entre los inútiles « hijos de». Todos con sus buenas carreras, todos con sus buenos coches antes incluso de terminarlas y ninguno capaz de cuadrar una caja.
Tan fulgurante fue su ascenso que en pocos años consiguió que le dieran una oficina. La más perdida del mundo. A doscientos kilómetros de todo rastro de civilización. Y durante tres años la puso entre las cinco más rentables. Tres de las cuales disfrutaban de prácticamente monopolio, por lo que…
Todo esto lo sé porque solo podía mostrar su frustración conmigo. Está realmente jodido por el hecho de ser tan bueno en un trabajo tan de mierda. Y aquí está, con el rostro hundido entre sus manos y sentado en un diván que solo por motivos profesionales, se ve obligado a ocupar.
- ¿Y sabes qué es lo peor Eric? (Él suele tutearme. Yo, no obstante, mantengo el tratamiento a pesar de ser varios años más joven que yo) Que tengo que defenderles. Tengo que dar la cara por ellos a sabiendas de que el problema lo habían causado ellos mismos y peor aún, ellos jamás darían la cara por mí. Tengo que tener contento a todo el mundo. Lamerle el culo a los clientes, a los jefes y encima a mis empleados. Y más me vale ser bueno con ellos porque si no estoy jodido.
Intento decir algo al ver su expresión de derrota, pero no hay quien le pare:
- No puedo ni irme de vacaciones, continúa. La última vez tuve que volver a los 3 días porque a mi sustituto le montaron poco menos que un motín y se fue. Terrible.
Durante unos segundos permanece callado. Mirando el suelo. Yo no quiero decir nada. Se veía que estaba discurriendo, que algo importante estaba madurando en su cerebro.
De sopetón, levanta la cabeza.
- ¿Te importa... si hecho una cabezadita aquí en tu diván Eric? Salta de buenas a primeras sorprendiéndome por completo.
- En absoluto.
- Con permiso, dice con una sonrisa de oreja a oreja mientras se quita los zapatos, la chaqueta, se afloja la corbata y se tumba todo lo largo que es, que es mucho, tanto que le sobresalen los pies. Circunstancia que soluciona adoptando la clásica postura fetal.
- ¿Avísame cuando dé la hora vale?
- ¿Seguro? Bromeo.
- Jeje… si por mí fuera…
Y ya no dijo más. Viendo que la cosa iba de estar tranquilo, yo también me pongo cómodo.
Observo uno de mis relojes y veo que la curiosa sucesión de acontecimientos me regalaba treinta minutos de paz. Estaba en la consulta, descalzo, recostado en mi sillón, en el diván dormido como un niño el Sr… y solo el tic tac de los relojes se dejaban sentir. Imperturbables. Imparables. Impasibles. Mecánicos.
Una extraña idea chisporrotea en mi mente.
De pronto recuerdo lo susceptibles que somos en sueños. Durante el sueño nuestro cerebro se queda como atontado, pero nunca fuera de juego. Desconecta la parte consciente y es cuando el inconsciente aprovecha para armar jaleo. De ahí los sueños. Los sueños son amalgamas de información con las que se divierte nuestro subconsciente.
Bien acelera sucesos, bien los cambia de orden. Confunde caras con voces, personas con situaciones, realidades con deseos… y con todo el contenido de ese cajón de sastre teje historias que escribe en la arena de una playa y borra la marea alta de nuestras obligaciones cotidianas. Forzándoles al más absoluto olvido.
Para muchos autores, el subconsciente es la puerta trasera de acceso al «consciente». Pero esto es psicología experimental. La idea de influir en la conducta durante el sueño se me ocurrió creo por el simple hecho de encontrarnos siempre rodeados de relojes. Me pregunto si ese martilleo constante no influye en nuestra conducta, incluso dormidos.
El tiempo pasa. Tienes solo 8 horas para dormir. ¿Y qué pasa si no las duermes? El reloj no te va a dar tregua, va a sonar a su hora de siempre. El caso de stress del amigo… no se le escaparía a nadie. Pero ¿y si parte de la culpa la tuviese el reloj? En ese caso, como todos estamos obligados a utilizarle, todos tenemos un horario… todos tenemos un « mínimo de stress» y evidentemente, todos estaríamos influidos por este problema.
El síntoma más evidente de stress es la irritabilidad. Una persona tranquila se vuelve irritable. Pero claro, si el individuo es ya de por sí propenso a irritarse, ese « mínimo de stress» podría hacerle subir hasta el siguiente nivel: Agresivo. Incrementando la intensidad de stress, de agresivo podría pasar a violento… ¿seria el stress la causa de la violencia? Y sino la causa, ¿al menos uno de los ingredientes?
¿Será el stress a la violencia lo mismo que la levadura al pan? ¿Explicaría esto mi arrebato iracundo de esta mañana? ¿Qué es lo que me estresa a mí? Está bien claro: mi casa. Odiaba estar en casa. Mi mujer, mi hija… mis enemigas. El dinero y el status era lo único que me mantenía a flote. Pero en realidad estos no son más que simples placebos. ¿Serán las drogas las que permiten mantenerme a flote?
Ellas son las únicas que consiguen paliar mi sufrimiento. El alcohol es lo único que consigue sacarme de la realidad. Solo bebiendo soy mínimamente feliz. Solo el hecho de tener alcohol en casa me permite entrar. Llegar y un chispazo. Gracias a esto podía pasar por alto el ambiente terrible que reinaba en mi casa. Pero claro, así tengo la cabeza. Y quien sabe sino también el cuerpo.
Siempre he creído que al machacarme en el gimnasio me limpiaría sino de todo, al menos de una buena parte de todas esas sustancias nocivas… pero una cosa es pensarlo y otra muy distinta que sea cierto. Quizá estaba hecho polvo por dentro. Quizás tengo el corazón y el hígado hechos una mierda. Los riñones… mierda. ¡Qué sensación más mala! Tan mala que no creo que la quite ningún whisky.
Esta sensación de angustia me recuerda mis palabras de esta mañana en el coche: esto no puede seguir así. Y sin querer me incorporo de un salto. Decidido a hacer algo. Pero ¿el qué? Reparo en el odioso tic tac y sin pensarlo apago uno a uno todos los relojes de mi despacho. Me muevo por la moqueta cual gato por su tejado, para no hacer ruido. Solo dudo al quitarme el de pulsera.
Lo que no quita que interrumpa mínimamente el sueño de…. Balbucea. Dice algo en sueños, nada coherente, cambia lo más que puede su postura y cuando ya creía que abriría los ojos, vuelve a las profundidades. ¿Qué le había hecho reaccionar? ¿Mis movimientos por la consulta? ¿O que haya cesado el martilleo? Ahora experimento una gran sensación de paz. No oigo maquinaria alguna.
Convencido de que él había experimentado el mismo alivio que yo, una sensación que ya había olvidado se adueña de mi: la de escribir. Julius vuelve a mi pensamiento. Ese extraño personaje del que no sabía nada. Solo que me superaba ampliamente. Con él de nada me valía mi chulería o mi arrogancia, las únicas armas que me quedaban después de que los abusos y el paso del tiempo se hubieran desayunado toda mi materia gris.
No sabía ni a que se dedicaba. Si había ido a la Universidad. Si tendría mujer e hijos… nada. A simple vista, a primera impresión, era un tipo de normal para abajo. Incluso mediocre. Pero estaba claro que no lo era. Sino todo lo contrario. Tania ganas de volver a verle y preguntarle. Ser yo quien dirigiese la sesión. Pero no solo eso, también quería mostrarle los relojes apagados y comentarle mi idea del «mínimo de stress».
Nuevas ideas corretean por mi mente.
Una fuerza inusitada se apodera de mi brazo. Necesito escribir. Nervioso busco papel y pluma. ¡Con lo que disfrutaba escribiendo! Recuerdo la facultad. Las reuniones de amigos en las que nos quedábamos incluso noches enteras hablando de todo. Aprendiendo los unos de los otros. Compartíamos pequeñas historias, algunos poemitas, libros los unos con los otros. Todos disfrutábamos del debate y de este gran arte que es la literatura.
Para las 13 horas 30 ya llevaba no menos de diez folios escritos. Creo que solo levanté la cabeza para despertar al dormilón y seguí escribiendo sin parar, pues ya no está. Mary me avisa que sale a comer. Me recuerda que había llamado John. Estaban en el Restaurante esperándome. Un sencillo « hasta la tarde» me sirve para despedirme de ella.
Un pinchazo en el estomago me recuerda que debo comer. Pero solo tengo ganas de escribir. Ya debe de ser tarde y mi siguiente cita debería estar casi al llegar. De un salto salgo de la consulta con la idea de comer y volver cuanto antes para seguir escribiendo. Pero nada de restaurante. El mínimo paseo matutino se me había hecho poco. De manera que decido salir a la calle a pasear. Luego comería.
Recorro el mismo camino de esta mañana y me encuentro de nuevo en la calle.
La gran avenida. Sus árboles. Y sus caminillos que esta vez si me atrevo a investigar para descubrir ese verdadero bosque. Pinos, sauces, olmos, alcornoques, higueras abovedan el camino. Frondosos arbustos encauzan el paseo dando a cada lado continuas escapatorias a verdes plazoletas de fresco césped.
Este caminillo va a desembocar en una gran avenida interior que se extiende cientos de metros a derecha e izquierda y que se encuentra salpicada de cómodos bancos, típicos kioscos, preciosos carruseles y alfombrada de nueces, castañas, ramitas y hojas, imanes terribles para toda clase de ardillitas, conejos y pajaritos que corretean y revolotean por doquier al estar todo desierto.
Hacia la derecha diviso una plazoleta ocupada por una imponente fuente. Extasiado me dirijo hacia la misma cuando un olor arrebata todo dominio sobre mí. Un puesto de hamburguesas secuestra mi voluntad y al ver los precios me pido la hamburguesa más grande con extra de todo. Mi botín bien seguro bajo el brazo. El Sol de mediodía en todo lo alto me señala la fuente y un banco con sombra.
Hamburguesa doble con patatas grandes y mi botellita de agua. ¿Para que explicar más verdad? Y sí, agua. Nada de cerveza. La temperatura subía y una respondona brisilla templa el ambiente. Toda la orquesta que se concentraba alrededor de la fuente no para de tocar su sinfonía y revolotear en torno a mí en todo el rato. Los nutridos árboles airean todos sus secretos a la fauna que les visita sin descanso.
¡¡Qué lujazo!!
Permanecí allí un buen rato tras terminar de devorar la hamburguesa. Simplemente disfrutando del momento. Instintivamente consulto mi reloj y reparo en que en media hora llegaría mi siguiente paciente. Con pena me levanto y me despido de todos los bichitos cantarines y saltarines hasta la próxima vez. Me obligan a prometerles que será pronto.
En este momento, otra de mis adicciones llama a la puerta: la cafeína. Tenía que tomarme un café antes de subir. Al salir a la Avenida exterior me encuentro de bruces con « Les Rideaux», que está prácticamente vacío. Y resuelto me dirijo hacia el bar al que después de mucho tiempo sin acudir... hoy lo iba a visitar no una sino dos veces. Desde la puerta veo al camarero raro. Ya no me acordaba.
Me ve. Ya no puedo darme la vuelta. Con la mirada atenta al bonito juego de colores que hace el gres, disimulando como puedo, me siento en la mesa más alejada de la barra.
El bar esta límpísimo. Solo la algarabía de platos, cubiertos y bandejas que salía de la cocina da muestra de que hacia bien poco que la hora punta había pasado. Para mi fortuna y también claro, para la de los camareros.
Escudriñando cada palmo del restaurante un amable muchacho, libreta en mano, me pregunta que qué quería. Mi simple pedido no merece ni ser apuntado. De dos raudos golpes encuentro el azúcar en mi mesa y la que estaba contigua queda rematada con un perezoso paño que hacia compañía al azucarero en la barra. El chico pasa al interior y me promete volver en cinco segundos.
Quizá no fueron cinco segundos justos, pero al instante ya tenía el café humeante servido delante de mis narices. Quienes me aseguran que sería de esos cafés fuertes y aromáticos que merecen la pena de bien saborear. Lentamente comienzo la ceremonia de romper los dos saquitos de azúcar, tomar la cuchara y empezar a remover. El camarero raro me dice algo. Yo hago como si nada.
- ¡Caballero! Se ve obligado a insistir. ¿No quiere un bombón de chocolate?
Levanto la mirada y le veo ejecutar un ademán con el brazo. Me ha lanzado algo. Pero no acierto a verlo. Un destello en el aire me causa un reflejo involuntario que me permite cazar al vuelo el objeto en cuestión que al tocar su envoltorio identifico con el bombón ofrecido. No entiendo muy bien a cuento de qué tanta atención. Pero desde luego que no disgusta.
- Muchas gracias, digo mirando el brillante envoltorio. Muy amable.
- Tome la mitad ahora y el resto tras el último sorbo.
- Así lo haré.
Respondo tratando de imitar la amplia sonrisa que se dibuja en su desdibujado rostro.
¡Joder que rico! Mientras tomo el café con leche al bombón me dedico a observar al camarero raro realizando sus tareas. Intentaba reconocerle. Porque evidentemente él me conocía. Pero no caigo. Bien porque estaba lejos, bien porque tampoco paraba quieto, no consigo verle bien la cara. No soy capaz de enfocarle. Cosa rarísima pues disfruto de una vista de autentico lince.
Terminado el café tomo la segunda mitad del bombón y con la boca extasiada, me dirijo hacia la barra.
Abonada mi deuda, mi adiós queda enmudecido por la despedida a coro de todo el plantel de camareros de los que disponía el tipo raro, pues está claro que él era el encargado sino el dueño. Todo el camino hasta el despacho, el paseo, el ascensor… lo paso saboreando hasta el último átomo de chocolate que permanecía en mi boca.
- ¡Buenas tardes Dr.! Me saluda Mary mientras abro la puerta de la consulta mostrándome su habitual gran sonrisa. Qué contento le veo.
- ¿Ah sí? Vaya... digo notando como me ruborizo.
- No ha almorzado en el Restaurante ¿verdad? John ha dejado otros tres mensajes más en el contestador a cuál más impaciente.
- No, he comido en la Avenida. Una hamburguesa con patatas.
Respondo sonriendo.
- No me lo creo.
- Pues sí. Y realmente bien en una plazoleta que he encontrado con una fuente, al Sol… luego me he tomado un café con bombón en « Les Rideaux» y aquí estoy. Explico alegremente mi aventurilla por la Gran Ciudad dejando a Mary cada vez mas asombrada. Y aquí estoy. Buenas tardes, que no he dicho nada. ¿Algún mensaje más?
- No, no… ninguno, responde recomponiendo automáticamente su pose.
- En ese caso, puedes dar paso directamente a la Señora Callaghan cuando llegue.
Acto seguido entro en mi despacho. Mientras suelto el abrigo en el respaldo de mi sillón me veo reflejado en una de las vitrinas en las que descansan mis títulos y mis trofeos de tenis, pádel, squash, golf… y veo pasar una sonrisilla fugaz que ilumina por un instante mi noche.
No me lo creía. Salgo corriendo del despacho asustando a Mary. Gano la puerta en dirección a los servicios del final del pasillo.
¡¡Estoy riendo!! ¡¡Estoy feliz!! Puedo mirarme en el espejo. Es más, no puedo apartar la mirada.
- ¿Dr.? ...
Se inquieta Mary desde el pasillo.
- ¿Sí? ¿Mary?
- ¿Está usted bien?
- ¿Sí por qué? Pregunto extrañado. Primero de la pregunta, segundo de que me haya seguido.
- Le ha sentado mal la hamburguesa del parque ¿verdad?
- ¿Cómo?
En este momento caigo en la cuenta. He debido romper a reír ya que puedo saborear mis propias lagrimas. Imagino a Mary confusa al oírme desde fuera. Y ante un nuevo interés por mi estado, salgo al pasillo donde me esperaba con cara de circunstancias. Al verme muerto de risa, ella también comienza a reír. Me acerco hacia ella, rodeo con un brazo sus hombros y le digo:
- No te preocupes querida. Tenía una urgencia, pero era solo de reír no de…
Y los dos empezamos a reír sin parar.
***
Durante toda la tarde estuve conteniendo la carcajada. El bombón se había mezclado con el regusto de la risa formando una pasta indeleble en mi boca.
Una vez finalizada la sesión con la Señora Callaghan, Mary tocó la puerta y al cruzarse nuestras miradas tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no reír mientras me anunciaba la visita del Señor Smith quien se encontraba detrás de ella. Puedo ver su coronilla tras Mary, pues ella es bien alta y él, algo bajito.
Y yo estoy saboreando mi caramelo. Deseando que se terminase el día. Mientras el Sr. Smith se acomoda, Mary me advierte de que había llamado Antonio para ver si iría hoy al gimnasio. Le dije que si volvía a llamar que confirmase, pero no que no le llamase solo para eso, pues él bien seguro que iría.
Tener delante al Sr. Smith me obliga a concentrarme en su caso.
Padece de miedos nocturnos. Un trastorno muy difícil de tratar puesto que por lo general tiene su origen en la más tierna infancia. Estos motivos son como auténticos fantasmas. Entes invisibles escondidos en lo más profundo del laberinto de emociones y recuerdos al que llamamos cerebro. El Sr. Smith es uno de mis veteranos.
Cuando acudió a mí me motivó mucho puesto que ya había tratado con éxito otros dos casos similares. Dichos casos, con el permiso expreso de los pacientes y tras tomar todas las medidas oportunas, fueron publicados en Mind Today, batiendo records de venta. Personalmente, están entre mis mayores logros como psicólogo. Y me valió el aplauso de todos mis colegas de profesión.
Pero el marcador iba empate. Pues otros dos casos no conseguí solucionar. El Sr. Smith era mi bola de partido.
Tras meses de terapia ya le daba por perdido puesto que este hombre le tenía miedo a todo. De complexión débil, (es un auténtico tirillas, vaya) bajito y flacucho. La cabeza muy pequeñita y unas gafas desproporcionadas que se le escurrían constantemente por la nariz y que le han generado el tic de llevarse los dedos índice y corazón hasta las mismas cada casi dos palabras.
Este hombre no solo tenía terrores nocturnos. También diurnos.
Siempre le dejaba hablar. Que me contase. Lo que me costaba horrores porque no le sale la voz del cuerpo. Es un tipo inteligente y capaz. Trabaja en una de las mayores aseguradoras y claro, todo el día con seguros de vida, probabilidades de sufrir un accidente cuando menos te lo esperas, unido a según sus propias palabras « el patán de su superior» que le vapulea y ridiculiza cada vez que puede… pues tiene la autoestima… bueno no creo que le quede nada.
Su jefe es un tipo enorme que le saca dos cabezas, tres cuerpos y no menos de ochenta kilos. De esta mole humana escapa un vozarrón que achantaría a más de un dinosaurio y va dejando siempre un reguero de olor a vinagre podrido que haría retroceder al oso más vikingo que os podáis imaginar.
En resumen, mi paciente estaba bien jodido.
Una vez más, el pobre Sr. Smith, usaba mi consulta para desahogarse. Puesto que aquí si podía hablar. Ni en su casa le toman en serio. Yo no le creía hasta que un día vino su mujer a recogerle. Al ver la familia al completo, a su enorme esposa y sus dos descomunales hijos que habían salido cada cual más a ella… terminé por solidarizarme por completo con el pobre Sr. Smith.
Y ahí está sentado. Rígido. Como si el diván fuese de madera y pinchase. Mirándome con esas enormes gafas que ocultan sus enormes ojeras a la par que el tono caramelo de las lentes y la montura de color negro dan un poco de color a su demacrado rostro en el que se vislumbra una medio sonrisilla nerviosa denotando que espera a que yo le dé permiso para empezar a hablar.
- Buenas tardes Dr.…
- ¿Perdón?
Pregunto porque ni le escucho ni me lo esperaba.
- ¡¡Buenas tardes Dr.!!
- Ah vale. Buenas tardes, respondo bajando el tono para que Smith no siguiera gritando. Tendrá que disculparme pero hoy estoy un poco más sordo que de costumbre.
- Culpa mía Dr., no se preocupe.
Esto ya si me suena más.
- Muy bien caballero, cuénteme que tal está durmiendo.
- Pues muy mal Dr.… apenas pego ojo.
Esta respuesta me entristece mucho. Ya no solo del lado profesional porque no hacemos progresos, sino también del lado humano. Pobre hombre. Cada vez lo veo más pequeñito, como si se redujese a sí mismo. Él más pequeñito y las gafas más grandes. Además se había nublado algo reduciendo también la luminosidad de la pieza lo que me hace pensar que de seguir así va a desaparecer.
- Además en el trabajo ha llegado la época del pago de la prima... de las ofertas, las promociones, de los clientes que amenazan con cambiarse, los que regatean… En fin, un montón de papeleo, clientes cabreados y jefes nerviosos.
Por un segundo intento imaginarme a su jefe nervioso. Si en estado normal ya es repulsivo…
- ¿Y en relación con su superior directo?
Pregunto y no obtengo respuesta. Solo se limita a mirarme tras sus enormes gafas. Abre los brazos derrotado. Resopla y niega con la cabeza. Intenta argumentar. Pero las palabras no es su dominio. Este tipo es un ratón de biblioteca. Un oficinista. Le ves y dices: ¡bah! Este tío trabaja con papeles seguro. Su impotencia deba clara muestra de que lejos de haber solucionado algo, la cosa no tenía solución.
- ¿Sigue como siempre?
Insisto.
- Todavía peor Dr., confiesa sin saber ya que postura tomar dentro de su rigidez. Se ríe de mí. Ridiculiza todo lo que hago. Me hace reproches delante de todo el mundo. Ayer mismamente me preguntó si sabia donde se archivan los peritajes de los accidentes de tráfico... Y con un dossier en la mano me enseñó donde era y cómo se colocaba. “¡Delante de todos!”
Se había exaltado un poco y ante esta nueva faceta suya, opto por quedarme expectante disimulando mi cara de asombro.
- Dr.… hace 15 años que yo, continua señalándose a sí mismo, ¡yo! Reorganicé todo el sistema de archivo de la oficina. Y este sistema ha pasado a ser el oficial de toda la compañía. ¡5OOO empleados en 1OOO sucursales archivan según mi método! Hasta la competencia lo ha copiado. ¡Es más! Yo mismo se lo enseñé hace 5 años cuando le trasladaron a mi oficina frenando en seco todas mis expectativas de ascenso… Smith cada vez se exalta más. Pero poco le dura. Tan rápido como se hincha, se deshincha su ego: Soy su recadero. Cada vez que necesita algo, me llama a mí, que sé donde esta todo para que se lo lleve. Y según lo dejo en su mesa, además de preguntar si estoy seguro de que
es eso me suelta a voces la tontería de turno. Luego ni lo mira. Puedo entrar a la semana y allí seguirá el dossier. Justo donde yo lo dejé. Me hace entrar solo para que respire bien el humo de su puro.
¡¡Joder que asco!! Encima fuma puros.
- ¿Y no puede hacer nada? Pregunto con el alma encogida.
- Nada. Mi familia no quiere moverse.
- ¡Aquí en la ciudad hay más oficinas! Exclamo enfadado.
- Si, pero mi categoría sólo existe aquí y en otras dos ciudades más, explica con un hilo de voz. Cambiarme de oficina supondría descender de rango y por supuesto el salario. Y andamos muy justos Dr.…
Pobre hombre... de verdad.
- ¡¡Ay!! ¡Cómo echo de menos a mi anterior jefa!
Grita sorprendiéndome por completo. Su cuerpo toma vida.
- Ella si me valoraba, ¿sabe Dr.? Yo no soy un genio, pero sí creo que soy un buen trabajador. Un buen activo para mi compañía. ¡Merezco un mínimo de respeto!
- ¡Por supuesto! Grito yo también conmovido.
- No como mi jefe. Que es simplemente eso: un jefe. Ordena y dispone. Pero nada de lo que hace sirve realmente para nada. Todos sabemos hacer nuestro trabajo. Es a lo que estamos acostumbrados. No es más que simple rutina. Todo está en su sitio y a su hora porque es nuestro día a día. Nada más. Son papeles. Unos corren prisa, la mayoría no. No hace falta un supervisor.
De pronto una chispa salta en mi cabeza:
- Ha hecho referencia hace un momento a su antigua jefa.
- Sí.
Responde denotando un profundo cariño.
- ¿Cuánto hace que no es su jefa?
- 7 años. Responde sin dudar. Luego vino otro supervisor y a los dos años…
- ¿Y por aquel entonces padecía de sus terrores nocturnos? Pregunto rápido para que la imagen de su jefe no le desconcentre.
- Sí claro, desde siempre.
- ¿Pero de una manera tan acusada?
Insisto molesto por haber obtenido la respuesta que no deseaba. Smith queda pensativo. Yo seguía dando mentalmente pasos. ¿Terrores por stress? ¿Stress por relaciones jerárquicas? Figura autoritaria... ¿hombre o mujer? ¿Madre o padre?...
- No tanto, responde dándome una alegría enorme.
- Dígame, y perdone que sea tan directo, ¿en su casa tampoco es el jefe?
- ¿Perdón? Pregunta poniéndose de nuevo rígido.
En guardia por la pregunta inoportuna.
- ¿Quién lleva la voz cantante? ¿Usted o su mujer?
- Bueno… (duda) Los dos por igual.
Blanco y en botella ¿verdad?
- Perdóneme de nuevo pero ese no es el tono de alguien seguro de su respuesta.
Me he pasado. Lo reconozco. Pero no puedo oler mi presa y quedarme tranquilamente tumbado a la bartola esperando a que se meta sola en mi boca.
- Está bien. La verdad es que es mi mujer quien manda.
- No se preocupe, digo conciliador arrancándole una tímida sonrisilla. No es usted el único…
Yo ya lo tenía claro, pero quería que él lo asumiera, que realmente se mostrase a si mismo su realidad. Smith cavila. Y este nuevo silencio me permite seguir mi pista. En los dos focos de stress tenemos a un hombre y a una mujer. Esto no esclarece mucho. Tengo que quitar a uno del medio.
- Hábleme de su infancia, digo sin pensar
Dado lo inesperado de mi pregunta, el señor Smith pega un respingo. Al ver que queda un poco desorientado me excuso alegando que me gustaría completar mis notas. Me pregunta que qué quiero que le diga. Este no es un buen comienzo. De manera que tengo que tomar las riendas del asunto. Empiezo por preguntarle por sus padres. Sus nombres de pila. Si su relación con ellos era buena. De momento, por más que respondía, no encontraba nada de dónde tirar.
- Cierre los ojos, le pido.
Obediente él, veo como sus dos gigantescos párpados, aumentados por esas enormes gafas, caen como dos telones de fondo. Antes de empezar creo que ya ha caído en un profundo sueño, de manera que comienzo rápido para que no se quede completamente dormido. Le pido que imagine que tiene cinco años y que está en su casa. Su padre le dice que ya es hora de acostarse.
Claro está que sale disparado para su cuarto para ponerse el pijama. Como si realmente hubiese vuelto a la infancia, grita que ya lo tiene puesto. Y que una vez ya en la cama, como era costumbre, espera a que su madre venga a arroparle bien a los cinco minutos. Emocionado cuenta cómo oye a su madre llegar por el pasillo, entra en la habitación y, sentada en el borde de la cama, de todo corazón le desea felices sueños.
- Y… ¿hasta mañana? Pregunto para aproximarle al momento clave.
Me sorprende que instantáneamente responda que dormía de un tirón. Por un segundo calibro preguntar si tenía miedo a algo en concreto al apagar su madre la luz pero le pregunto sobre sí su madre siempre hacia lo mismo. Él se ratifica. Era casi un ritual.
Yo me devano los sesos hasta que de golpe se contradice. Quedo helado. Él queda pensativo. Su pose pétrea y la oscuridad, que ya reina en la consulta, me dejan callado.
Yo espero. No le quiero molestar. Como en trance continúa: No siempre ocurrió así. Durante una época su madre no le arropaba por las noches. De nuevo se detiene. Yo estoy que me subo por las paredes. No sé si va a terminar por arrancar o solo va a despistarme más. Su abuela se puso mala y por las noches su madre la cuidaba en el Hospital. Durante la convalecencia, su abuelo vivió con ellos.
Él pasaba el día con ella en el Hospital y por las noches, era su madre quien la velaba. Su padre no podía dedicarse al cuidado de su madre pues era el único que trabajaba y debía descansar. Yo estoy algo perdido. No sé cómo enfocar el problema. Y le tengo en el momento justo. Como hipnotizado. A mi completa voluntad. Quizá fuera este el momento cuando empezó su problema. O no.
- Entonces... ¿por las noches?
Smith sacude la cabeza, por un segundo creo que se va a despertar. Gesticula. Pero vuelve a relajarse.
Por las noches su padre le decía que se acostase, pero no suplía la ausencia de su cariñosa madre. No acudía al rato a arroparle. En vez de eso, le oía discutir con su abuelo en el salón. No recordaba sobre qué, pero sí que duraban mucho. Él caía dormido sin que hubiesen cesado las voces. El cambio era drástico: acostumbrado a irse a acostar y recibir un beso de su madre a esto. Yo estoy bien perdido.
Ante mi pregunta sobre si su abuelo era mandón él me responde que sí. Y que su padre también, pero que no tanto. Sobre todo recuerda que mientras discutían él sentía miedo. Ahora cae en que quizás hablasen de la enfermedad de su abuela, quien murió al poco causa de ella. Entre los nuevos recuerdos que han salido a flote ofrece el dato de que solía llorar hasta quedar dormido.
Pero que no despertaba hasta por la mañana.
Suena la hora. El Señor Smith sigue en trance. Y yo cansado. Suavemente le devuelvo al mundo real. Sonríe. Me pregunta si hemos avanzado algo. Yo le digo que sí, que todo lo que me ha contado me servirá para dar con la causa de su trastorno. Nos despedimos hasta el viernes. El se levanta. Cortésmente, imito su gesto. Yo también había terminado por hoy. Un día largo que por fin termina.
Al salir del despacho, el Señor Smith, se encuentra con Mary de sopetón. Avergonzando e intimidado por ella agacha su cabecita y se despide de manera ininteligible completamente cortado por la presencia de mi secretaria, quien también alegre por haber terminado la jornada le desea una buena noche y guiñándome un ojo, se despide de mí hasta mañana. Yo voy para el gimnasio.
***
Nada más llegar al parking, veo en el coche de Antonio la nota que me dejaba casi siempre: “Estoy en el pabellón”. De manera que hacia allí me dirijo directamente.
Me lo encuentro ya jugando al basket. Lanza. Falla. Corre para recuperar el balón. Vuelve a lanzar ahora desde la línea de tres. Vuelve a fallar. Estaba completamente solo. Pienso mal meterle, pero en ese momento, como si a pesar de la distancia me hubiese sentido, se da la vuelta y me ve.
Deja el juego y me grita algo que no llego a comprender. El eco producido por el pabellón absolutamente vacío, desmigaja sus palabras, mezcla las silabas hasta dejarlas irreconocibles. Yo
sonrío instintivamente. Además de que hoy estoy bien contento. Avanzando, veo como hace una mueca extraña, deja caer su cabeza hacia un lado y entrecierra los párpados, como ajustando su visión.
De golpe empieza a gritar y a aplaudir. Me deja frío. Ahora si entendía lo que me decía. Lo que no sabía era porqué lo hacía.
Lanza la pelota al aire en un gesto de alegría. Sus gritos retruenan por todo el recinto. Yo no sé qué decirle para que parase y que me explicase. De pie, helado, con el macuto colgado en un hombro y con el brazo libre extendido como preguntando ¿por qué? Me lanza el balón.
Lo atrapo y ya a escasos metros, le pregunto que a cuento de qué vienen esos gritos de loco. Según él me había tirado a Mary. Por fin. Y por eso estaba liando la que estaba liando. Él solito, claro. Esta respuesta todavía me deja más descolocado. Él sigue y sigue. No hace caso de mi expresión de asombro. Por lo visto yo no puedo engañarle. Después de tanto tiempo, por mucho que quiera disimular, a los otros puede, pero no a él. Imposible... Imposible...
- ¿Pero tu estás tonto o qué?
Consigo preguntar ahora que no grita. Solo hace gestos obscenos.
Mi cara de felicidad se lo dice todo. Yo ya caigo en la cuenta. En este momento tengo que defenderme de un abrazo que intenta darme to sudao que está. No era capaz de hacerle entrar en razón. Por más que intento decir que no, que no yo me he tirado a nadie, él hace oídos sordos. Al poco, al ver que ya mi rostro refleja el gran cabreo que siento, se frena en seco y me mira extrañado.
Antonio es mi mejor amigo. También el único. Y tiene un serio problema: tiene la boca como un buzón. No sabe estarse callado. Es comercial de una empresa de ferretería y le va bien. Está absolutamente acostumbrado al trabajo. Es un tipo inteligente con una extraña teoría de la vida que dedujo allá por la Universidad y que nunca tiene inconveniente en exponerla allá donde fuese.
Bien en el trabajo, bien en el restaurante, en una plaza con mil desconocidos más… Dicha teoría se puede resumir así: Hombres y mujeres solo nos diferenciamos en una palabra. En una simple preposición: «en» y «con» Para él, los tíos sólo pensamos «con» la polla, mientras que las tías por contra, piensan solo «en» la polla. Todo se resume en esta simpleza. No hay sitio para mayores misterios.
El problema hundía sus raíces en esta «obsesión natural» y solo la hipócrita cultura en la que se nos educa nos dice que eso es una mala hierba. Que la olvidemos o que la cortemos. Pero como todos sabemos, puedes cortar la mala hierba y dejarlo todo bonito, pero es caer cuatro gotas… y de nuevo brota. Y quien sabe si no con más fuerza todavía.
Alguna señorita o señora de postín profundamente ofendida por esta suposición le había cruzado la cara, claro. Él reía y decía: Bueno, a Galileo le condenaron a la hoguera, no me puedo quejar.
Así es él. Y no solo con esto, con todo. Su sinceridad y su absoluta falta de tacto me hacían reír tanto que a veces hasta me faltaba el aire. Aunque hoy soy yo quien sufre sus locuras. Realmente estoy molesto y ya lo ve.
- ¡Yo no soy una patata! Me defiendo de su nuevo ataque al no explicarse de otra manera porque hoy sonreía así. Tampoco una estatua.
Suelto el macuto y todo cabreado lanzo a canasta, encestando desde más de diez metros.
- La segunda del día... observa conteniendo la carcajada.
Le dejo que sigua con lo mismo mientras iba a recoger el balón y yo directo al banquillo para cambiarme y poder empezar a darle una buena paliza. Pues a esto es a lo que solíamos dedicarnos: a zurrarnos bien más que a jugar. Y eso que somos buenos.
Ya con la vestimenta adecuada consigo apartarle del tema de Mary. Le cuento el porqué de mi alegría. “¿Que has comido donde?” Pregunta interrumpiendo el bote. En un parque, respondo. Y luego me he tomado un café con bombón en “Les Rideaux”. “Eso son dobles”.
- ¿Sigue abierto? Pregunta sin hacerme ni caso.
- Pues claro.
- Cada día estas peor, de verdad, dice sacudiendo la cabeza, si es que tol día rodeado de chalaos…
Ahora el que se queda helado soy yo.
Antonio aprovecha para driblarme y encestar cómodamente. Ha sido el escuchar la palabra “chalao”. Ha tenido un efecto extraño en mí. Retumba en mi cabeza. Soy yo quien se refiere normalmente así a mis pacientes. Le busco para recriminarle su actitud. Pero en realidad, la culpa es mía...
Experimento una sensación malísima.
Antonio hace referencia al marcador. Pero no me cuadra. Ríe y dice que con una de tres me gana. ¡¡Eso jamás!! Grito. Le recuerdo que nunca me ha ganado solo para ponerle nervioso.
Es colocarse en posición ofensiva delante de mí y acto seguido, se pone serio y comienza a botar bajo. Agacha su cuerpo, flexiona las rodillas, me mira directamente a los ojos. Relaja su gesto desafiante y suelta:
- Hamburguesa en un parque ¿eh?
- Doble.
- Entonces… dice clavando su mirada en mi, ¿ya no vas a volver a comer al Restaurante de siempre?
Me guiña un ojo, sonríe pícaro, da una zancada atrás, se eleva en el aire y encesta limpiamente desde el mismo sitio donde yo lo había hecho haría veinte minutos.
Mudo. Solo puedo aplaudir. No solo ha metido un triplazo, no solo me ha ganado al basket, sino que me había soltado un hachazo en mi propio campo: la Psicología.
Tras años de comercial, Antonio sabe leer la cara de la gente como libros abiertos. No me queda otra que dejarle que siga pensando lo que quiera. ¡Revancha! Grito. Me vuelve a ganar. Propongo una tercera partida. “Al mejor de cinco”. Ya no sé ni qué hora es. Estamos en la quinta partida. No recuerdo nada de las otras. Solo sé que son los instantes finales.
Superpicados. Después de horas haciéndonos todas las perrerías que queríamos.
¡Mierda! Exclamo furibundo al ver como Antonio celebra la última canasta. A pesar de haber estado más rato discutiendo si era personal o no, acabamos hechos polvo. Me noto pesadísimo y tengo verdaderas dificultades para respirar.
“Bueno, esa copita que tenía que invitar quien perdiese ¿no?” Me dice tras la ducha y ya saliendo de los vestuarios. Es mentira. Le miro de reojo. Sonriente, se ajusta la corbata. Putos comerciales. No puedo negarme. Ríe victorioso.
-“¡Sígueme anda! Que te voy a llevar a un sitio de puta madre que tu no conoces”.
Intrigado, cogemos cada uno nuestro coche. Salimos del garaje. Tomamos el Túnel Sur. A esta hora está ya muy despejado. Al cabo de un rato siguiéndole a través de la oscuridad perpetua del túnel, veo que pone la intermitencia. Esto me hace sonreír. Puesto que vamos a… Donde esta nuestro bar de siempre. Aparcamos uno al lado el otro. “No me dirás que no es un sitio bueno”, dice sonriente mientras sale de su coche.
Ya dentro, nada más sentarnos en nuestro taburete, apoyados en la barra, Juan, el camarero, buen tío, me dice:
- Estás hoy mu contento Eric.
Antonio rompe en carcajadas y para rematar la jugada noto como me sonrojo. Encima veo cómo este cabrón hace gestos de “luego te cuento”. Juan sonríe comedido. No sé por qué pero lo ha entendido todo. La velada trascurre de manera muy agradable. Risas y chistes. Pago mi ronda y me despido. No puedo liarme hoy. Ha sido un día larguísimo y mañana toca Julius.
***
Salgo de casa como siempre: como si acabase de robarla. Monto en el coche y pongo la radio para ver si ya estaba el Túnel Norte despejado. No dicen nada. Tomo el camino de siempre y a los cinco minutos ya he llegado al atasco.
- ¡¡Coño!! Bramo.
En mi intención de no explotar como de costumbre, mi cabeza encuentra una vía de escape: ¡Experimento! Voy a analizarme a mí mismo justo en este foco de stress. Me miro en el retrovisor; Bien. Aguanto mi propia mirada. Empiezo a pensar: Vale, si miro al frente veo el atasco. No debo mirar al frente. Voy a poner música. Busco una cassette. Nada.
No tengo música en el coche. Me cabreo. Me tranquilizo. Haz otra cosa, pienso para mí. Abro la guantera. Una maraña de papelotes salta a mi cara como si llevasen allí dentro siglos sin poder respirar. Los ojeo: Algunos obligatorios. Producto de la pereza los más. La cosa no pinta bien. “Mañana voy a echar un libro al coche”.
Lo que me parece una idea estupenda. Reparo en que en mi maletín guardo todo lo que había escrito sobre el “Mínimo de Stress” el día anterior. Lo busco y le echo un vistazo. Me gusta. Me siento bien. Me noto distinto. Está escrito de una manera distinta. No recordaba leerme así. Es más crudo. Más directo. Pero estoy conforme. Al fin y al cabo, yo he cambiado. Por fuerza, mi estilo también.
Reparo en que ya no hay atasco. Arranco y derecho al despacho. Y de esa mañana solo puedo reseñar que cuando veía a Mary… la miraba con otros ojos.
Llegada la hora de comer dudo: No sé si ir al Restaurante o ir al parque. Se había levantado un feo aire que arrastraba unas nubes muy groseras. Supongo que a causa del mal tiempo decido ir al Restaurante. Pues aquí estoy. Donde me encuentro lo de siempre: La Panda al completo.
Y a la hora siempre.
De primero tomo una buena reprimenda, de segundo sirvo unas disculpas cocinadas con todo el amor el mundo y de postre tomamos una sorpresa. Pero no solo yo. Todos. Pues justo antes de terminar el almuerzo se acerca un caballero muy elegante a saludar a John. Este nada más verle se levanta y da dos pasos en su dirección. James, así se llama este señor, que como aventuré, se disculpa por la interrupción y se presenta cortésmente.
Sin bajar una nota, pide permiso para acompañarnos pues sus colegas tenían prisa pero él podía detenerse un segundo. Más aun cuando el motivo era saludar a un buen amigo y a sus contertulios, claro.
El tal James es periodista. Escribe una columna en el Business Manager. Un periódico totalmente contrario a mi postura en cuanto a todo.
Así que, de entrada, solo por el hecho de hacer alarde de tal condición, me cae gordo.
Habla y habla. No es que haya interrumpido una charla del otro mundo, pero eso no me gusta. Enseguida su cara empieza a parecerme rara. Su boca demasiado grande. Las orejas demasiado pequeñas y su pelo demasiado liso. Yo me mantengo al margen de toda la conversación.
Le miro. Río a la vez que todos. Pero no oigo nada. La panda parece disfrutar del monólogo y lo siguen sin perder detalle. Por lo que decido prestar algo de atención. Sintonizo todos mis sentidos y percibo una molesta matraca: Política.
¡¡Puff!! Decido volver a mi siesta. He comido demasiado. Me noto somnoliento. No quería, pero cada vez el James me parecía más y más raro. Su boca se agranda hasta ocupar todo mi campo visual para encogerse súbitamente. Luego, sus dientes tomaron una naturaleza amorfa, como si fueran flecos. Me recuerdan a las barbas de una ballena. De pronto un chorro de agua sale de su cabeza.
Ahora veo que un comensal sentado justo detrás de él había lanzado su vaso al aire desparramando todo el contenido y haciendo pedazos el continente al chocar contra el suelo. Y esto es lo que me despierta.
¡Puff!! Vale: Política, pienso. Política, Periodista. ¿Periodista de opinión?
De pronto me siento indispuesto. Ansío huir de ese cetáceo. No podía seguir mirándole a la cara. De repente diviso un camarero a lo lejos. Un camarero con algo en la mano y una dirección clara. Es la nuestra. Solo yo le veo. El resto sigue disfrutando del humor inteligente del ya narval, puesto que un gran cuerno ha sustituido a su nariz.
“No voy a pagar”.
Esta es la genial idea que se me ocurre de punto. Para evitar disputas, el acuerdo era el siguiente: cada uno paga lo suyo. Y si el chico tiene que pasar 5 tarjetas por el lector… pues que las pase.
Es depositar el amable muchacho la cuenta prendida en el típico platito y una lluvia de tarjetas de crédito caen justo en él. Todos quedan con el brazo estirado hacia el centro de la mesa. Todos menos James, que observa el cuadro.
Y que no había consumido nada, salvo mi paciencia. Y yo, que con cara de preocupación palpo todos mis bolsillos para al final decir:
- ¡He olvidado la cartera en el coche!
Ahora todos me miran exasperados. El camarero con el platito en la mano, mirándome, disimula que el maître le llama desde la barra y debe acudir. En estas, salta el ahora delfín y dice: “no se preocupe caballero, yo le invito”.
A lo que me niego en rotundo, claro. Se lo agradezco fervientemente pero concluyo que no.
- Insisto.
Y lanza su tarjera con igual o más maestría que los demás. Quienes me miran como diciendo: “Tiene cojones que siempre tengas que ser tú”.
- Muchas gracias James, digo mansamente. Le debo una.
No se preocupe, dice quitándole importancia. “Espero por lo menos haber ganado un lector para mi periódico”. Añade en tono jocoso y levantando las risas de toda la mesa por la graciosa ocurrencia del ya pez volador. ¿Suele leer la prensa? Me pregunta al ver que no respondía.
- ¡No! Yo soy más de radio.
Silencio.
- Pero no se preocupe que ahora mismo compraré un ejemplar del Business para leer con gusto su columna.
Dicho esto cojo y me largo dejando a todos con una media sonrisilla en la boca.
A la entrada del Restaurante están los periódicos y pregunto a los guardarropas si tenían el Business. Me lo dan y hojeo sí venia la columna del tipo este.
Tras contener la arcada producida solo por la sombra del titular, no veo columna alguna de tal manera firmada. Extrañado, doy media vuelta al periódico para no volver ver la portada y es cuando caigo en la cuenta: al despedirme, todos enmudecieron porque tal como leo en la contraportada el alevín solo escribía los domingos. Cosa que seguro apuntó durante la conversación y yo, claro está, me perdí.
***
Salgo corriendo del Restaurante. Tomo el ascensor para subir al garaje y al momento estoy ya en el túnel. Río a carcajadas.
- ¡Toma Business de los cojones!
Ahora caigo en la cuenta de que la próxima vez que me vieran en el Restaurante iban a hacer brochetas con mis pelotas.
Pero yo sigo riendo. Confiaba en que el James este, ante tamaña afrenta, no volviera por allí, ahorrándome por un lado el dinero y lo que es peor: las disculpas. Me tranquilizo al reparar en que jamás le había visto por allí. Lo que me resulta raro.
Estoy tan contento cuando recuerdo que esta tarde venia Julius. Bueno eso si lo hace. Pues lo mismo está viendo escaparates.
Lo de los escaparates es una cosa bastante curiosa. Porque puedes ver, pero no comprar. Ya que la tienda está justo en el garaje del edificio. En el subsuelo. Bajo tierra. En todos ellos podías leer:
- “Todo esto y mucho más en el nivel menos tal del edificio cual.”
Así es la Gran Ciudad. Solo cuando viajabas veías ciudades como las de antes. De cuando en cuando, leías en el periódico que otra ciudad empezaba a esconder calles y avenidas bajo tierra. Asegurando que era el mejor medio y que en pocos años todas las ciudades serian igual. Realmente no sé si será el mejor método. Solo sé que aquí es así.
Refiero a Mary el episodio del Restaurante. Le parece muy curioso y ríe a carcajadas. Lo que no quita que añada con su dulce voz que me anduviese con cuidado, pues no es bueno buscarse enemigos. Menos aun cuando son periodistas. Tiene razón.
A su hora. Puntual. A las 16.00. Aquí está. “Ha apagado los relojes”, dice antes de sentarse.
- Si, respondo sorprendido, pues no pensaba que fuera a darse cuenta tan pronto. Todos menos el de pulsera, continua. Sonríe. De un solo vistazo ha pasado revista a todo el despacho. Me siento estúpido. Le miro sin saber qué decir. Sonríe. Permítame decirle… que le noto “algo cambiado”. ¿Ha hecho alguna otra modificación que no haya remarcado?
Noto cómo niego con la cabeza. Incluso mirarle asombrado. De hecho hasta me da la impresión de que es otra persona con la que hablo. “Noto buenas vibraciones”, dice. Sus palabras están cargadas de afecto. Su pose es la de siempre. Pero mi extraña sensación va en aumento. Algo ha cambiado.
- Vaya, gracias.
Es todo lo que consigo decir. ¿Es que antes eran malas? Me pregunto a mí mismo. Pero prefiero no decirlo. Le dejo que siga escudriñando cada centímetro. Miro uno de los relojes. Uno que está en una estantería al fondo. Reparo en que marca la hora en que lo paré. Y en que esas manillas me delatan: Lo detuve justo unos tres cuartos de hora después de hablar con él en la calle.
Supongo que es justo esto lo que le gusta. Que le haga caso. No sé si esto es bueno o malo. Solo sé que ya habla. Siempre pensé que eso me alegraría...
- ¡¡Vaya!! Grita sacándome de mis cavilaciones. Campeón del torneo de Pádel de la Ciudad… ¡Individual y por parejas! ¡Y el mismo año!
Me sonrojo. Al verle de pié junto a la vitrina reparo en que no es tan alto. Sus piernas no son tan largas como ayer por la mañana…
- Bueno Dr. ... ¿empezamos? Le veo muy contento…
Le comento lo sucedido en el Restaurante. A lo que me responde felicitándome por tan hábil jugada. Por darle en los morros al periodista y al igual que Mary me aconseja no meterme con tan poderoso gremio.
- ¿Ha visto lo que hacen con los políticos de calibre? ¿Cómo los encumbran o derrumban a su antojo?
No respondo. No puedo. “Pues eso pueden hacer con cualquiera Dr.” Concluye.
Mis pelotas suben hasta el techo llevándose de paso mi estúpida sonrisa. “Tu reputación Eric”, Grita mi cabeza. Yo vivo de mi nombre. No creo que vaya a decir nada de mí, pregunto temblando.
- Yo tampoco, responde seguro. Esto me calma. Pero vea que la cosa ahora está tranquila. El nuevo Gobierno goza de sus primeros 100 días de tregua... y hay que seguir vendiendo periódicos.
Tiene razón.
“Piense que quizá no escriba nada, pero que seguro que está bien relacionado, no le quepa duda”. Esto me deja piedra. Julius habla como si lo supiera todo. Quien es el tipo en cuestión… todo. Continua sin parar: supongo que si actuó así es porque escribe en un periódico contrario al que usted lee: el “Citizen”. ¿Cómo se llama el caballero?
- James, respondo pasmado.
- ¿James Nock? Este es el único James que escribe en el Business, apunta. No sé el apellido, digo como puedo pues estoy atónito. ¿Pero cómo puede saberlo? James Nock, “aprendiz de tiburón”, remata.
- ¿Cómo dice?
- Digo que es un aprendiz de tiburón.
- Pero no... tiburón, tiburón. Digo ahogado. Aun no, responde seguro, pero los aprendices son mucho peores. ¿Por? Pregunto acojonado. Julius, sonriente, responde: Pues porque en su afán por aprender y demostrar su falta de sentimientos, “atacan a todo” lo que se mueve. Incluso solo matan, ni tan siquiera comen.
Me siento mareado. Aturdido. Noto una nausea. Tengo que reprimir el eructo que antecede a la arcada. Lo de aprendiz de tiburón ya me da igual. No puedo creer las palabras que salen de la boca de este hombre. ¿Pero cómo puede saber todo eso?
- ¿Lee usted el Business? Pregunto tragando saliva. “Claro. Todos”. ¿Todos? Ya no sé cómo expresar mi sorpresa.
Si, dice, como no tengo reloj, tengo todo el tiempo del mundo. Ya no atiendo. Solo lucho por que mi mandíbula no caiga al suelo. Verá usted, continua adoptando un tono académico y sin mover un dedo. Sentado. Inmóvil. Leer todos los periódicos es poco menos que tomarle el pulso a una sociedad en su sentido más global.
¿Cuantos periódicos hay? Pregunta al viento. Trece… tal vez quince. Da igual. “Leyendo dos, los tienes todos leídos.” Los contrarios, continua arqueando sus cejas, como si estuviese revelando un secreto milenario. El bien y el mal, el día y la noche. Las dos voces... el resto es solo humo. Y con la radio pasa igual. Y antes cuando había televisión igual o peor.
Tengo que cortarle, me digo para mí. El tema del partidismo en los medios está ya más que mascado.
Pues todos sabemos que si lees u oyes un determinado medio, votas al partido correspondiente. Con respecto a la tele… me sorprende bastante que la mencionase. Realmente aun existe, pero no da noticias. Solo programas estúpidos, series de muertos y pelis del año la pera. Pero tiene prohibida la difusión de noticias. Todo esto es el resultado de la Huelga de Periodistas del 15.
No recuerdo cuánto tiempo hace de esto, pero el clima político y por ende el social echaba chispas. Unos medios llamaban a la Huelga General, mientras que los afines al partido del Gobierno tachaban de populistas a los otros. Entre ellos se decían autenticas barbaridades y la noticia pasó a ser ni más ni menos que las acusaciones, ataques y contraataques de ambos bandos. Y en el medio que más se notó fue en la tele. En los informativos se falseaban las noticias apoyándose en las imágenes. Tomaban estas y las cambiaban el orden o solo sacaban las peores cuando hacían referencia al aspirante y al contrario si hablaban del Presidente. A tal grado llegó la manipulación que se inventaban las informaciones. Esto quedó patente cuando la cadena estatal pago a unos jóvenes para que, vistiéndose de la manera adecuada, hicieran el energúmeno destrozándolo todo con la excusa de una manifestación en contra de las reformas propuestas por el Gobierno.
Los susodichos jóvenes no solo cumplieron al dedillo su trabajo, sino que para asegurarse las espaldas grabaron todas las conversaciones en una audiograbadora. Tras ser arrestados por la policía, cosa a la que no opusieron resistencia alguna, hicieron entrega de las cintas. Para rematar la metedura de pata, en las pintadas que hicieron dejaron escrito al revés: pagados por el Gobierno. Se les veía mirando a la cámara. Incluso preguntaban si rompían más. Los de la tele hicieron como que unos reporteros que “cubrían” otro asunto, cazaron los disturbios. Pero fueron ellos los cazados. Pues el noticiario nacional emitió lo que quiso y luego se vieron obligados a emitir íntegramente el material, donde se descubría todo el pastel. El revuelo fue enorme. De todas las cadenas se despidieron periodistas yéndose a la radio o la prensa escrita. La Huelga de Periodistas concluyó cuando consiguieron del Gobierno la prohibición de ilustrar con imágenes las noticias. Como decía pensaba cortarle. Y así lo hago:
- Eso es cierto Julius. El partidismo en los medios está a la orden del día. Pero no creo que solo haya dos como usted dice. Podíamos decir que hay tantos periódicos como partidos políticos. Está bien que dos sean los que más votantes reúnan, pero hay muchas otras ideas.
“Eso es cierto”, responde reconfortándome ampliamente, pero en un sistema que se basa en mayorías ya me contará usted de qué sirven. Pues para que todas las opiniones se vean representadas, argumento yo. Si, responde rápido incorporando un milímetro la espalda sobre el respaldo. Yo hundo la mía en mi sillón. Para eso y para desvirtuar el sistema entero.
Un lastimero “¿cómo?” escapa de mi garganta. ¿Qué ha pasado en el Ayuntamiento? Pregunta sin parar. Que de los cinco partidos, el que más votos ha sacado ahora está en la oposición. Ha perdido, continua. A mí me deja frío. Los otros 4 han unido sus votos y le han quitado la Alcaldía. Esto es cierto. Además de que esos partidos son rivales encarnizados. No sé qué argumentar.
- “Los enemigos ahora son amigos”, dice sonriente. ¿Y qué dijeron los periódicos y la radio? ¿Qué dicen? Pues lo de siempre. Los fieles a los que “han ganado” que es un triunfo de la Democracia y los que “han perdido” claman por unas nuevas Elecciones. Si usted va a una Hemeroteca podrá comprobar cómo cambian los nombres, las caras, los colores, las insignias… pero siempre son los mismos titulares y sabe ¿por qué?
Le miro pasmado, no puedo ni hablar ni moverme ni nada.
Porque las cosas no es que no cambien, es que por definición son inamovibles. “El cambio Dr. está prohibido”.
Yo estaba escuchando palabra por palabra. Incluso hubiera grabado y radiografiado cada movimiento y gesto de su cuerpo si no fuera porque no hizo ninguno. Daba la sensación de estar hablando desde un trono. Desde el más allá. Con qué seguridad pronunciaba tal sarta de tonterías.
- Imagine Eric, sigue hablando, (no hay quien le pare hoy) que es usted un gobernante y que tiene 100 súbditos. Estos trabajan y obtienen una renta. De esta renta usted toma una parte en concepto de impuesto. De este impuesto usted obtiene no solo su renta, también su casa y sus privilegios. Un día le dicen: vale, usted es nuestro señor, pero queremos un sistema justo. 100 contra 1.
Tiene que claudicar. Independientemente del sistema que usted proponga, continua impasible, este tiene que cumplir (eleva dos dedos de su mano) dos requisitos, a saber: que sus súbditos lo entiendan como justo…
- ¿Y el segundo? Interrumpo burlón. ¿No lo sabe? Me pregunta Julius serio. “No”, reconozco tras titubear. “Que asegure su Poder”, responde con un peso impropio de él. Que le afiance y legitime ante todo y todos.
Noto cómo la sonrisa sale de mi cara disparada. Por un segundo siento que podía tener algo de razón. Ahora me sorprende inclinándose, echando el cuerpo hacia adelante. Apoya los codos sobre sus rodillas. Yo retrocedo. Me echo hacia atrás huyendo de él. La luminosidad de la pieza cae por momentos. Su cara se ilumina. Sus ojos son dos faros en un oscuro y perdido túnel.
- Y una vez conseguido esto, prosigue esbozando una sonrisilla de cabron que jamás hubiera esperado ver en él, una vez asegurada su posición al mando... ¿cual debería ser su única preocupación?
- Conservarlo, digo involuntariamente.
- Exacto. Que nada cambie.
***
De pie. Descalzo sobre la moqueta, miro por la ventana de mi despacho. Mi vista se pierde por las calles de la Gran Ciudad. Brilla la luna llena. Solo algunas estrellas se abren paso entre la contaminación lumínica. Estoy derrotado. Cansado. Aturdido. Mi cabeza se ha detenido en seco. No puedo pensar. Solo los ecos de la conversación con Julius resuenan en mi cerebro.
Recuerdo cómo se ha marchado. Cómo me había dejado aquí sin poder responder. Ni tan siquiera recuerdo la sesión posterior. No sé si había hecho algo después... Supongo que he atendido bien a mi paciente y al no sentir ruido al otro lado de la puerta entiendo que Mary ya se ha ido. Incluso habrá entrado a despedirse como hace siempre. Temo no haberle dicho nada. No sé.
No puedo pensar. De nuevo Julius me ha derrotado. Miro a mí alrededor. Es como si no se hubiera ido. Los relojes marcan las 12.45. Los trofeos de pádel. El diván… ahora caigo en la cuenta de que ya no es mi consulta. Es la suya. Es el nuevo propietario. Yo no soy más que un pelele. Incapaz de hablar. Incapaz de llevar la voz cantante. Incluso incapaz de preguntar.
De nuevo se ha marchado sin saber nada de él. Sigo sin saber de él. Toda la información que quería sacarle… Creo que ya sé bastante: Es muy superior a mí. ¿Cómo puede saber todo eso? Siento terror.
Mañana volvería a la misma hora. Ojalá no vuelva, digo en voz alta. No quiero volver a sentirme tan insignificante, tan… inferior. Al menos en mi consulta.
En mis antiguos dominios, nadie hasta la fecha había cuestionado mi autoridad. Pero él es distinto. No se siente abrumado por mis títulos, premios, trofeos… nada. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? A falta de casa, antes tenía mi consulta. Pero ya no. Mi admiración torna en odio hacia él y niego hasta la última de las palabras. Las paredes son testigos y repiten mis negaciones. Me repiten 100 veces que todo era una solemne tontería.
- ¡Mañana recuperaré mis dominios! Prometo a la luna llena.
***
A la mañana siguiente... de nuevo el atasco.
- ¡¡Su puta madre!! Vocifero.
Pero aun más juro contra mí mismo al reparar en que no había cogido libro alguno. ¿O sí? Un libro está sentado a mi lado a modo de copiloto. Lo miro extrañado. Él me devuelve el gesto. ¿Y tu quien eres? le pregunto. No responde. Claro, es un libro. Pero un libro muy raro. No recuerdo ni haberlo cogido ni tan siquiera haberlo comprado o visto en la biblioteca de casa.
Me acerco a él como si fuera un perro con cara de bueno pero que no conoces de nada.
No tiene ni titulo ni nada. Nadie lo firma. No hay nada escrito en las primeras páginas… tampoco en las siguientes. De una rápida hojeada compruebo que está por completo en blanco. Percibo una ligera brisa que me mueve el flequillo y trasporta un suave aroma embriagador.
Tanto me gusta que vuelvo a pasar rápido las hojas.
Esta vez de atrás hacia delante cerrando los ojos para concentrarme aun más en mi nariz. De nuevo ese aroma. Pero aun más intenso. Una nueva hojeada de delante hacia atrás inunda por completo mis fosas nasales. Ya puedo hasta saborearlo. No puedo parar. De nuevo de atrás hacia delante. Olfato, gusto… ¡oído! Ahora el rápido pasar de páginas produce una preciosa melodía.
Esta cambia según el sentido en que las pasase. Mis manos comienzan a calentarse, proporcionandome una increíble sensación de placer.
- ¡No soltaré jamás este libro!
Río, grito y canto con el libro de atrás hacia delante y delante atrás.
Con los ojos cerrados. ¡¡Vuelo!!
Me siento fuera del coche... lejos de la tierra… flotando ingrávido. Deseo mirar. Ver la Tierra desde aquí arriba. ¡Quiero mirar a través de la ventanilla!
- ¡Lo quiero todo!
Exclamo dejándome la garganta.
Abro mis ojos y… no me veo volando. Me veo rodeado de personas que me observan como si nunca hubieran visto a un tipo sentado en su coche.
Supongo que el escándalo que estaba montando venció a la algarabía de motores, claxons, improperios y demás ruidos molestos que componen la banda sonora de todo atasco y bajaron de sus vehículos para ver qué está pasando en medio del túnel.
Avergonzado, hundo mi cabeza entre los hombros cual quelonio y agacho la mirada reparando en que allí seguía el libro. En mi regazo. Entre mis manos ya heladas puesto que toda la sangre se me había ido a la cara. Lo abro con cuidado no fuera que sonase y cuál es mi sorpresa cuando veo que está escrito. De la primera a la última página. Eso sí, en un idioma ininteligible.
Un berrido me sobresalta. Comprendo el motivo y salgo echando chispas hacia el despacho.
Ya estoy en el garaje. Vuelvo a tomar el libro entre mis manos. Qué extraño: ahora pesa mucho más. Pero no ha aumentado de volumen. Al contrario. Es más pequeño. Lo abro y ahí están esas feas letras. No entiendo nada. Solo el hecho dividir los capítulos mediante esqueléticos números romanos me revela otro secreto: está escrito del revés. Empieza por el capitulo XIII y termina por el I.
- ¡Coño que susto!
A mi lado aparece una mano enorme que se agita cual banderola al viento. Expresa un saludo. De la mano dirijo mi vista hacia un brazo fuerte. Este brazo está pegado a un torso de toro coronado por una cabecita que alberga una boca, una nariz y dos ojos. Sin duda, es una persona quien saluda. Es más, es Gustav quien me saluda. Bajo la ventanilla.
- Buenas Gustav…
- Hola Dr.
- ¿Cómo usted por aquí a estas horas? Le pregunto cortés. (Su hora es tras la de Julius)
- Le he visto y le he seguido, me responde sonriente.
- ¿Me ha seguido usted a mí?
Ahora caigo en que quizá no debería haber preguntado esto…
- ¡¡Si, ya ve!! Paradojas del destino, dice soltando una gran carcajada que retumba en las paredes de hormigón y aliviándome de paso al haberse tomado a bien el comentario.
Gustav es un paranoico no solo convencido que todos estamos en su contra. Su dolencia le hace ver persecuciones, conspiraciones… todo. Lleva un periódico doblado bajo el brazo que no acierto a distinguir con claridad. Ha subrayado frases… y realizado apuntes en los márgenes… prefiero no preguntar...
- Solo quería saludarle Dr., continua mirándome con su alegre cara.
- Muy bien, respondo.
La verdad es que me está sentando mal todo esto. Todavía ni me he quitado el cinturón.
- ¿Y ese libro? ¿Me lo deja?
- No, no es nada… es de mi hija. Del cole, farfullo atropelladamente.
Lo guardo apresuradamente en mi portafolios, abro la puerta, me despido hasta la tarde y gano el ascensor a velocidad de vértigo intentado acelerar la zancada al mismo ritmo que mi corazón, pues en todo momento siento que Gustav me sigue. Escuchaba sus pasos. Temía que se escondiese tras el bosque de coches aparcados.
Una vez a salvo en el ascensor recupero el resuello.
***
Mi primer paciente sale por la puerta y busco el libro en mi maletín. Pero no lo encuentro. Vuelvo a buscar y nada. No está. Lo he perdido. Bajo la tapa y aparece. Estaba encima de la mesa. Lo había sacado nada más entrar hacia ya hora y media, pero se me había olvidado por completo y a la vista de todo el mundo.
Intento asirlo pero no puedo: Está pegado al escritorio. De manera que me limito a levantar la tapa.
Cosa que si consigo hacer. El hecho de no entender nada, unido a lo difícil de la postura, me hace desistir y lo cierro. Durante la segunda sesión, al no poder moverlo, me limité a esconderlo bajo unos dossiers antiguos. A la hora de comer intento cogerlo de nuevo. Cosa que consigo.
Lo guardo en mi maletín y me dirijo rápido hacia el parquecillo. Hiciese bueno o no. Pues no puedo volver al Restaurante.
Al menos durante una buena temporada. Repito mis pasos del miércoles, lo que me conduce al mismo sitio, claro. Una vez devorada la hamburguesa doble con queso y patatas grandes con mayonesa, me dispongo a darle un buen vistazo a este extraño libro. Pero por lo visto aun guardaba otro truco bajo la manga: no puedo abrirlo.
Pero yo no quiero leerlo… quiero olerlo, saborearlo, escucharle, tocarle. Que me hiciera sentir como esta mañana.
***
Aquí está: Julius. Ha llegado antes que yo. Esperándome dentro de mi despacho. Cosa que me molesta mucho pues quería esconder mi libro para que no lo viese.
- Buenas tardes Dr.
- Hola Julius. ¿Cómo está usted? Pregunto mientras dejo suavemente el maletín sobre el escritorio y suelto el abrigo en el respaldo del sillón.
- Bastante bien. Gracias.
Responde forzando una medio sonrisilla. Ahora caigo en que con la cosa del libro no había podido preparar la conquista de mis dominios.
“Siéntese”, le digo, pues se encuentra de pie, contemplando la otra vitrina: la de los títulos. Lentamente se encamina hacía el diván.
- Dígame Dr. ¿Preparado para el domingo? je, je...
- ¿Cómo?
Pregunto mirándole extrañado.
- La columna del Business…, me recuerda mientras toma asiento.
Joder se me había olvidado por completo.
- Ah bueno, sí. Compraré el Business qué le vamos a hacer... aunque me escueza. Tengo interés por saber sobre qué trata.
Mientras digo todo esto, me siento raro. Siento una necesidad imperiosa de hablar. Quería dejar de tartamudear monosílabos... Quiero imponerme.
- ¡¡Bah!! Seguro que se le ha olvidado, dice mientras toma su pose habitual. Eso o... quizás sus jefes le han dicho que escriba sobre cualquier otra cosa. Al fin y al cabo, no es el día de pensar precisamente el domingo ¿verdad?
- Ni mucho menos, respondo risueño.
De repente:
- El domingo es para descansar, para estar tranquilo... con la familia… ¿tiene usted esposa Julius?
Pregunto a lo loco.
- ¿Esposa? Se sorprende. No, no tengo.
- ¿Hijos?
- Tampoco.
No se mueve. No reacciona. ¡Yo hiervo!
- Hermanos, primos, sobrinos… ¡algo!
- No Dr., responde impertérrito. Estoy solo. Tanto su respuesta, como su manera de hablar, me dejan frío. Ni tan siquiera amigos, concluye.
Mi sensación de dominio, de ataque, de llevar la voz cantante no dura ni un segundo. Pronto se hundió en las procelosas aguas de la empatía. Experimento un amargo sentimiento. Miro a este hombre. A esta persona vestida con ropa pasada de moda, pétreo, impasible, reconociendo con toda la tranquilidad del mundo que está solo. Que yo era la única persona con la que hablaba. Y encima quería machacarle. Quería despojarle de su recién ganada corte.
Me pongo en su lugar. Si yo tuviera solo a una persona, no querría que fuera un enemigo. Me siento fatal.
- ¿Le ocurre algo Dr.? Pregunta de golpe.
- ¡No! Digo sobresaltado. Solo que me ha sorprendido su respuesta, reconozco.
- En su día tuve esposa, hijos, hermanos, sobrinos, primos… incluso amigos, continúa clavando su mirada en mí. Pero ya no.
¿Qué pasó? Pregunto extrañado. No lo sé, supongo que cambié, responde sin denotar otro tono que sencillamente el de la verdad. No hay sentimientos en sus palabras. Pero sí sinceridad. Puede que el trabajo fuera lo que lo echó todo a perder. El exceso de trabajo. La competitividad... “ascender en la empresa”. Todo esto te nubla la vista y te impide ver la realidad.
- ¿Y cuál es esa realidad? Pregunto como lo haría un nieto a su abuelo.
Pues que el dinero y el status son una puta mierda, responde esbozando ahora si una amplia sonrisa, si se les compara con las personas. Mucho más si esas personas te aman y aprecian por cómo eres y no por lo que aparentes ser. De la noche a la mañana preferí a las personas que no me querían a las que si lo hacían. No quería ser amado. Quería ser admirado, temido, respetado... envidiado.
- ¿Cómo pude equivocarme de esa manera? No lo sé, continua encogiéndose de hombros, ¿que fue así como sucedió? Puedo dar fe.
Es en este justo momento cuando mi corazón implosiona cual supernova originando un agujero cósmico que rápido se tiñe con el negro de mi mala leche y mis frustraciones haciéndolas desaparecer por completo. No puedo odiar a este hombre. Solo puedo aprender de él. ¿Por qué quería parecer inteligente cuando no lo soy? ¿O propietario de mucho y dueño de nada?¿Por qué no me dedicaba a curar pacientes y punto? ¿Por qué no iba corriendo a casa y pedía perdón a mi mujer y mi hija por todos estos años y volver a ser una familia?
No sé cómo, de verdad, no sé cómo pero logro contener las lágrimas. Contener las ganas de gritar. De cagarme en todo. De romper mi traje, la consulta, quemar mi coche y derribar las paredes del puto edificio a puñetazos si hacía falta.
No sé cómo, pero pude mantener mi cuerpo y mi rostro tan sereno o más que Julius. Ahora mismo somos dos estatuas mirándonos fijamente a los ojos olvidadas en los oscuros pasillos de un museo cerrado por falta de público.
Agacho la mirada por un segundo. Julius aprovecha. Sus ojos se posan directamente en el maletín. Es porque lo he depositado sobre el escritorio con cuidado y nunca lo hago así.
Luego de un solo gesto rastrea cada milímetro de la consulta. Paredes, vitrinas, librería. Termina su recorrido justo en mí. Me sonríe. Una sensación recorre todo mi cuerpo. Siento como todas mis células hablan entre ellas. Desde los dedos de los pies hasta mi cerebro corretea un rumor. Ya puedo oírles cuchichear nítidamente. Estas dicen: Julius te conoce como si te hubiera parido.
No te pregunta por tu familia porque lo sabe. Ni fotos en el despacho, ni respuestas… sabe que ya no escribes. Sabe que ya no eres nada. Que al igual que él lo has perdido todo o, por lo menos, lo único que importa de verdad: el cariño de otras personas. Intento sacudirme esa voz. Pero no puedo. Intento preguntar. Pero no sé qué. Intento mucho pero solo consigo mirarle. Sonríe.
- Pero no se preocupe Dr., ya estoy curado de todo eso.
- ¿Curado de qué?
No sé. No entiendo…
- De mi adicción.
Responde aumentando su sonrisa.
- No le entiendo Julius…
- Digo... que ya estoy curado de mi adicción, repite despacito para que pudiera seguirle.
- ¿Adicción a qué? ¿Al trabajo?
Estoy lentísimo. Torpe. Él me responde sin variar el tono. Con la misma cadencia. Muy despacito. Susurrando casi:
- De mi adicción a la peor droga de todas, Eric: Mi adicción al dinero.
Todo se ilumina de golpe para al segundo apagarse y sumirme en la oscuridad más absoluta. Se me han fundido los plomos, vaya.
Paso de entenderlo a no entenderlo. De creerlo a no creerlo. Lucho contra mí mismo. No podía creerle. Pues si lo hacía… si le creía… yo sería un adicto. Y esa adicción, como cualquier otra, es lo que me había costado mi familia… ¡mi vida!
¡No podía creerle! … Si lo hacía… ¡habría encomendado mi vida a una droga!
No lo hago. Pero me veo levantándome y yéndome hacia él como una fiera y…
- ¡¡No te creo!! Grito. ¡¡No creo nada de lo que dices!! Le grito en la cara. ¿Pero tu quien coño eres? ¿De donde coño vienes? ¿Te pones a hablar de buenas a primeras y es para darme lecciones? ¿Tu? ¿A mí? Estoy por completo fuera de mí. ¡Hecho un loco! ¡¡Pero mírate!! Prosigo mientras noto como me arden las sienes. ¡¡Eres un puto fracasado!! ¿No tienes un pavo y crees que puedes venir aquí a fanfarronear de que sin pasta se vive mejor? ¡¡Estúpido!!
- ¿Podría vivir sin dinero... Dr.? Me pregunta sin inmutarse. A pesar de estar gritándole nariz con nariz, ni ha pestañeado. Necesita el dinero para vivir… para mantener su ritmo de vida… ¿Puede un adicto vivir sin su droga? ¿Podría vivir sin dinero, Dr.? ¿Dejarlo?
Mis rodillas deciden no sostener mi cuerpo por más tiempo.
Caigo al suelo. Intento apoyarme en algo para levantarme rápidamente pero mi brazo no encuentra donde hacerlo por más que lo lanzo en todas direcciones. Mi cuerpo y mi cabeza ya no van de la mano. Uno dice que es verdad. La otra intenta razonar una buena respuesta. Cosa que no consigue. No hay respuesta. ¿Acaso no está ya claro? ¿Acaso mi humillación no le daba toda la razón a este hombre? ¿Acaso mi cuerpo no deja bien claro que sin dinero... no es nada?
- ¡¡No le creo Julius!! Rujo como un león desde mi sillón, lamentando no poder levantarme de verdad.
- ¿Quiere una prueba? Me reta risueño.
No la quería. Pero aun así la obtengo:
Cierre los ojos, me dice, e imagínese con 60 años... y sin dinero. Un relámpago me cae encima fulminándome por completo. Mi cuerpo se convulsiona. Se contrae y se estira. Tengo estertores. Tengo… tengo síndrome de abstinencia.
Julius, como si nada hubiera pasado, como si se disculpase por haberse confundido con otra persona, dibuja una sonrisa, se despide cortésmente y se dirige hacia la puerta. En este momento…
- Julius perdone.
- ¿Sí?
Dice sin girarse.
- ¿Qué pensaría si encontrase un libro que empieza por el ultimo capitulo?
No sé por qué pregunto esto. Quizás no quería que quedase así la cosa.
- Pues… duda unos segundos. Pensaría que una vez más un libro se ha cargado una historia. Responde rodeando lo justo su cabeza hacia mí para poder comprobar con el rabillo del ojo la cara que pongo mientras esboza una sonrisa de satisfacción. Y se va.
***
No entiendo su última respuesta. Pero como no entendía nada, lo incluyo en el cúmulo de tonterías. Decido firmemente no volver a creer nada. Haría igual que con los otros pacientes: me dedicaría a dejarle hablar y a garabatear. Realmente me molestaba mucho que un tipo como él viniera y me dijera que era un adicto. ¡Un yonkie! En mi consulta. Le doy por loco. Al fin y al cabo no es nada extraño escuchar de vez en cuando alguna que otra locura en la consulta de un Psicólogo…
***
Gustav. No da un paso dentro de la consulta y fija el punto de mira en mi maletín. Y no lo aparta en toda la hora y media. Ni yo de él, claro No me fiaba. Pero tampoco quería ser grosero ni parecer molesto por este hecho. Eso hubiera desencadenado una tempestad en su tormentosa cabeza que le llevaría a pensar que en ese libro había escrito algo sobre él y que yo le estaba pasando información al enemigo o algo así.
Le despacho como buenamente puedo. Mary se va y yo quedo aquí de nuevo solo. Mirando la Gran Ciudad. Es tarde. La luna está ya en menguante. Qué raro…
Una voz de mujer interrumpe mis pensamientos. La escucho. A lo lejos. Como si estuviera en el pasillo. Me parece la voz de Anne. Pero es imposible. Intento olvidarlo todo. Pero no puedo. Mi cabeza saca a relucir de todo.
Manuales de Psicología de la Facultad. Adicciones. Síntomas. Tratamientos… Todo desfila ante mis ojos como si lo estuviese leyendo. Me veo en mi piso, en mi cuarto. Estudiando. Estoy en clase. Rodeado de mis compañeros y amigos. El profesor explica y tras escuchar largo rato concluye:
“- De tal modo, pueden ustedes comprobar que una persona u organismo es adicto a cualquier sustancia o agente si el individuo experimenta cambios de humor primero, irritabilidad, angustia, ansiedad para luego pasar a sentir realmente dolores en su cuerpo ante la ausencia de dicha sustancia.
“Uno no sabe si es adicto a cualquier cosa, continua haciendo retumbar su voz por las paredes del aula, hasta que no se ve privado de dicho agente. ¿Cuantos de ustedes toman café nada más bajar de la cama?” Pregunta levantando al mismo tiempo su mano. Hamid, Kevin y yo nos miramos sonrientes.
Muchas manos le alzan. Yo levanto la mía. “¿Y cuantos de ustedes no han podido tomarlo hoy, ya sea por no haber tenido tiempo o como es mi caso, por haber olvidado comprarlo? “
La mayoría baja su brazo, un puñado de manos en la grada permanecen en alto. “¿Están ustedes como siempre? Insiste. Yo desde luego no”. Y comienza a describir todos los síntomas motivados por la falta de cafeína en su organismo.
***
Voy súper tranquilo en el coche camino de casa. Demasiado tranquilo. El libro. Julius. Mary…
Me asusto. Anne me espera en el porche. Extrañado salgo corriendo. Nos encontramos a medio camino sobre el caminillo de tierra. Me dice que nos han robado en la casa de la montaña.
- ¿Cómo? Pregunto escandalizado.
Ella se reafirma. Intento pensar que todo es una broma. Pero veo que no. “Ayer por la noche”, me informa angustiada.
Esta mañana habían llamado los vecinos para dar la noticia. La puerta estaba abierta. Estallo de ira. Según la Policía, los ladrones habían entrado por una ventana del primer piso. Me tranquilizo al recordar la póliza de seguro.
- ¿Que han dicho qué?
Los ladrones no han forzado nada, me dice mi mujer. La ventana estaba mal cerrada, o eso es lo que dice la Policía. No van a cubrir nada. Siento nauseas y ganas de cargarme a alguien. No se han llevado mucho. El vecino no ha visto mucho destrozo y ha cerrado con su copia de la llave.
Han entrado solo a por la moto de nieve. Estoy más que seguro.
***
Hace un día maravilloso. Voy en el coche por la carretera. La inmensidad de los espacios abiertos hace daño a mi cerebro acostumbrado a vivir bajo tierra. Reconozco que es la misma autopista que cogemos siempre para ir a la montaña. Al girar el cuello compruebo que mi mujer viene conmigo. Las enormes gafas de sol le permiten hacer como que duerme. La cosa se estropea. Aun peor: Vamos a la casa de la montaña recién robada.
- ¡¡Mecagüen!! Vocifero.
Anne no mueve un músculo. Solo han robado cosas. No me preocupa. Lo que me cabrea es que toquen mis cosas. Es solo dinero.
Nada mas aparcar los vecinos salen en tropel a recibirnos. Todos muestran muecas de desagrado por los hechos. Se persona también la Policía. Reconozco un par de caras pero me choca encontrarlos allí. Pero más me extraña que esté todo nevado...
Mi mujer atiende a todos los curiosos que van en aumento como si fuese una especie de anfitriona de una fiesta en la que todo me sabe a vinagre.
Un tipo con la cara chupada y vestido como el trabajador de una funeraria se dirige hacia mí. Verle con su uniforme negro carbón caminando a grandes zancadas sobre la blanca nieve, me descompone el cuerpo tal y como lo haría una jodida aparición. Es el perito de la aseguradora.
No obstante el informe policial, me dice este hombre poniéndome los pelos de punta, el procedimiento es hacer inventario de los bienes. Chirriándome los dientes comienzo a responder sus preguntas. De punto recuerdo que guardo todos los tickets de compra en el primer cajón de la cómoda del dormitorio.
Manía que tengo de siempre.
Llegados al cuarto, abro el cajón y solo encuentro papelitos en blanco.
- ¡¡Pero bueno!! Grito pasmado, ¿Pero es que los hacen con tinta invisible?
El perito cierra de un golpe la carpeta y me comunica que todo seguirá el procedimiento habitual. En diez días nos darán una respuesta.
Completamente asqueado, mando a todos a tomar por culo, monto en el coche, arranco y de vuelta a la Gran Ciudad.
¡¡A la mierda el find!!
***
Mi mujer ya se ha levantado. Estoy solo en la cama. Me quedo un ratito más. Qué bien se está en la camita. Recién despierto. Estos tres o cuatro segundos de tontera son crema. Pero al quinto segundo tu mente saca a relucir todo. Todos los recuerdos salen a flote. Y no de cualquier manera, no. Los problemas primero. Julius. El Business. El robo...
- ¡¡Mierda!! Grito cerrando los ojos y dándome media vuelta en la cama. ¡No pienso levantarme en todo el día!
Salgo de la ducha, abro la puerta del baño y me encuentro el Business. El titular en los morros. A los dos segundos dicho papelote desaparece y aparece la cara de preocupación de Antonio. Cabizbajo. Niega con la cabeza. Yo estoy recién duchado. En bolas y tiritando.
- Eric, dice mirándome fijamente a los ojos, eres un puto desastre macho.
¿Qué pasa? ¿Qué pone? Pregunto atropelladamente. ¿Qué ha escrito ese hijo de puta? Intento quitarle el periódico pero solo puedo utilizar una mano. Con la otra sujeto la toalla.
- Anda, vístete y baja a la cocina.
¡¡Qué vestirme!! Me pongo el albornoz y bajo derrapando por las escaleras y el salón con los pies mojados de toda el agua que aun chorreo. Llego antes que él.
- ¡¡Dámelo!!
Ni Anne ni Diana entienden nada. Agarro el periódico, le doy la vuelta con los ojos cerrados para no ver el titular y allí está: el aprendiz de tiburón. Sonriendo. Enseñando toda la cubertería de afilados cuchillos. Amenazándome. Hijo de perra, pienso para mí. Comienzo a leer.
- “Los peces corren, las liebres vuelan”, releo en voz alta el titular. Todos nos encogemos de hombros. Ya estoy bien cabreado. Distingo a Antonio, quien solo hace un gesto como diciendo: sigue leyendo. Toma una tostada del plato y comienza a untar mantequilla.
Y eso hago. Lo leo. Pero no veo nada. Mi nombre no aparece por ningún lado. ¿Qué te parece? Pregunta Antonio con la boca llena de tostada. No sé, no pone nada de mí, respondo algo extrañado.
Antonio se me queda mirando con ese gesto de cuando un ruido te hace daño en los oídos.
No entiendo nada. Entonces... ¿por qué me traes este puto papelajo de mierda y con esa cara de hecho polvo? Le pregunto desconcertado. “No he podido dormir en toda la noche”. Se limita a decir. Estaba muy preocupado por ti amigo.
Dicho esto, toma otro par de tostadas y pide un poco más de café. Es mentira. Había estado toda la noche de juerga. ¿Pero cómo sabe lo de la columna? Tienes que saber Eric, amigo, que todo el mundo está que trina contigo.
- Pero ¿por qué? ¿Por lo del otro día con el James este? Pregunto ya mosca tirando el periódico al cubo de la basura (Fallo) ¡Que le den por culo a él y a todos los pijos del puto Restaurante!
Los tres. Diana, Anne y Antonio se quedan de piedra. Cada uno adopta una mueca más de sorpresa al verme hecho una furia. ¿Y qué pasó el otro día en el Restaurante? Pregunta Antonio con una medio sonrisilla.
- Ah, ¿pero no lo sabes? Respondo completamente desconcertado.
- No.
¿Entonces por qué me traes el Business a mi casa un domingo por la mañana? Grito exasperado.
“Solo por joder la marrana” Sonríe y esconde la cara de pillo tras el tazón de café pegando un sonoro sorbo. Menudo cabrón. De manera que tengo que contar otra vez la peripecia del jueves. Todos ríen. Sobre todo Antonio que no se cree que le haya salido tan bien la tocada de pelotas. Me felicita por tamaña jugada y me recuerda que no me meta con los periodistas.
- Está bien... no lo volveré a hacer.
***
Antonio me propone ir al Club. Cosa que tomo de muy buena gana. Vamos en su coche. Me cuenta no sé qué. Caigo en que estoy jodido. Conduciendo él no podría volver a casa cuando yo quisiera. Confío en que esté cansado de anoche. Comienza a contar con todo lujo de detalles sus correrías nocturnas. Pero yo solo hago como que atiendo.
Eso sí, el resto de miembros del Club siguen toda su charla al milímetro. Siempre a voces, claro está.
- La vida son cuatro días, dice siempre a grito pelao en medio del salón. ¡¡Hay que cogerla de la pechera y darle pal pelo!! ¡Y luego que sea alcalde el que quiera!
***
El lunes por la mañana parece que me hayan pegao una paliza. Estoy hecho polvo. Salir corriendo de casa me agota tanto que aprovecho el atasco para pegar una frugal cabezada de la que despierto mucho
mejor. Mejor aquí que en el despacho, pienso para mí. Mary me cuenta su fin de semana. Pero yo no entiendo o no escucho, no sé. Estoy hecho polvo.
La hora de comer llega. Dudo. Estoy cansado para ir al parque. Restaurante es conducir… y por no hablar de la charlita. “Les Rideaux” tiene que ser un jaleo de gente… Y me duele la cabeza. Al final he decidido bajar al Restaurante del Edificio. No es nada del otro mundo. Por lo que está muy tranquilo.
Máximo unas cuatro o cinco mesas estarán ocupadas. Todo muy limpio. Las paredes blancas en conjunto con los manteles y una luz viva, dan la sensación de que le sol entra por los ventanales de este nivel menos 5 del edificio.
Espero la comida. Realmente me siento tranquilo aquí. Me imagino “Les Rideaux”. Lleno hasta la bandera de obreros y demás individuos ruidosos atraídos por la buena cocina y los bajos precios.
Este no es caro. Tampoco barato. Reparo en que los otros comensales disfrutan de una alegre y educada charla. De sus palabras deduzco que se dedican a la economía unos, a las finanzas otros.
En pleno bistec de primero, una de las conversaciones sube de tono. Tanto que todos nos quedamos pendientes del caballero que vocifera. Dicho señor pierde por completo las composturas y estalla soltando una serie de improperios a cuál más grosero.
Es tal el escándalo que el maître se acerca a la mesa para pedirle por favor que se moderase.
Este no solo recibe un feo gesto con la mano del tipo que está por completo fuera de sí sino que también incluye en su retahíla de improperios ya tanto al Restaurante, al resto de comensales e incluso a la madre del maître. Su cuenta es inmediatamente presentada y es invitado a salir del salón lo antes posible.
Nada más desaparecer por la puerta, uno de sus antiguos contertulios se levanta y pide que le perdonemos por esta escena por completo fuera de lugar. Todo vuelve a la calma. Pero toda esta sucesión de acontecimientos me perturba. “En todos lados cuecen habas”, suena en mi cabeza.
De vuelta a “Les Rideaux”. Está tranquilo. Todos hablan a la vez. La algarabía reina sin oposición. Pero nadie pierde los papeles.
- Prejuicio.
Esta palabra aparece delante de mí. Brilla. No sé por qué. “Les Rideaux” lleno de nuevo. Veo una maraña de comensales vociferando. Riendo a carcajadas. Llamando a los camareros a voces, estos corretean de acá para allá para no dejar ninguna mesa desatendida… una hecatombe, vaya. Pero no hay perfectos caballeros que luego resultan ser patanes.
¿Pero por qué no iban a ser unos perfectos caballeros quienes llenan en estos momentos “Les Rideaux”? ¿Solo por cómo van vestidos? ¿Solo porque no se dedican a cosas importantes?
Pero ¿no es importante la fontanería? ¿No es importante la electricidad? ¿La carpintería? Yo no sé nada de albañilería. Jamás se me ocurriría vivir en una casa construida por mí mismo.
Suponer. Dar por hecho que una persona es de una determinada manera solo por su apariencia.
Me intereso por la procedencia de este fenómeno. No sabría decir ni donde estoy. Incluso parece que he cambiado de sitio. Pues no sigo comiendo. ¿Por qué todos tenemos este fallo? “Todos”. La palabra de Julius. Él tiene que saber algo de todo esto. Estoy seguro. Todos...
¿Y si me estudiase a mí mismo? Esta idea me reconforta mucho. No sé por qué pero experimento una agradable sensación. Creo firmemente que estoy lleno de prejuicios. Sin tener prueba alguna. Como si lo supiera. Lo doy por hecho. Y me agrada. Me propongo escudriñar. Me propongo dar con ellos. Preguntarles. Quiero saber dónde están y qué son. Yo no funciono bien…
***
En el atasco caigo en la cuenta de que una de las razones por las que no creo a Julius es por su aspecto. Parece un pobre. ¿Cómo un tipo así puede ser tan superior a mí? ¿Cómo va a tener razón alguien así? Me siento fatal por todo esto. Me miro en el espejo de los servicios del garaje. Lo encuentro algo cambiado. Pero no reparo en ello. Allí estoy yo. Un poco antes del trabajo.
Yo, delante del espejo. Impecable. Traje a medida. Corte de pelo perfecto. Afeitado. Mi maletín de cuero negro a juego con los zapatos... ¿Cómo un tipo así iba a tener algún fallo? Pues lo tengo. Y muchos. Ropa, coche, periódico, donde comes y donde no. Suficiente para juzgar a los demás. Para conocerlos sin necesidad de mediar palabra. Todos funcionamos así.
Con Julius delante intento presentarle mis más sinceras disculpas por haberle juzgado como lo llevo haciendo desde el primer día que entró por la puerta. También, y esto no sé por qué, comentarle mi intención de estudiar mis prejuicios. Tengo necesidad de hablar. Pero no me da tiempo. Comienza haciendo referencia a la columna. A mí ya se me había olvidado por completo.
- Si, la leí.
Los dos coincidimos en que era una chorrada. La columna “no vale un duro”. Julius ríe satisfecho. Como si fuera por haber acertado en su predicción. ¿Chiquillos? Pregunto. Se ha referido a James así. Y no entiendo.
- Nada... nada...
Responde evasivo, como si se le hubiera escapado.
¿Le conoce personalmente? “No”, dice seguro. “Personalmente, no”.
- ¿Le ha dicho que no escribiese sobre mí?
No obtengo respuesta. Me siento raro.
- ¿Pero cómo alguien como yo va a tener autoridad sobre un periodista de renombre?
Me doy por respondido con esta pregunta. Pero caigo en que no, su exagerada sonrisa me dice que oculta algo. ¿Ha echado mano de un prejuicio?
- ¿Y por qué no Julius? Ataco. ¿Por qué no puedo yo pensar que usted dirige el Business?
Su cara cambia por completo. No su pose: sentado como si lo hiciese sobre una silla de palo a punto de romperse. Me veo victorioso. Recompone su sonrisa de siempre. Me mira imperturbable. Pero su
expresión ha variado. Me mira como siempre pero noto una pincelada distinta en el brillo de sus ojos. Mi cara debe ser un espectáculo. ¡Por fin le pongo en jaque! Ha utilizado un prejuicio para despistarme.
Ríe. Bromea adoptando la voz y los gestos del Director del Business. Se mueve. Poco, pero lo hace. Esto es bueno. “No hijo, no” dice relajándose ya. ¡Pero lo ha sido! Exclamo para no dejarlo correr. Lo has sido. Llegaste a lo más alto de tu empresa y a causa de esto lo perdiste todo.
No me reconozco. Bueno sí. Estoy igual que cuando veo una posible vía de investigación sobre la dolencia de un paciente. Sensación que hace mucho que no experimentaba. No puedo parar. Mis palabras salen disparadas. Julius me mira extrañado pero no deja de sonreír.
- Eso hubiera sido una bonita historia Dr. ... dice dulcemente. Pero no es así.
No le creo; haga lo que quiera. ¿Entonces a qué se dedica? Pregunto iracundo. “No lo puedo decir”. Ahora Julius borra la sonrisa por un segundo para recomponerla al instante y dejarla tal y como estaba. Me quedo de piedra. No sé qué decir. Me ha dejado frío. ¿No puede decirlo? ¿Y por qué no puede decirlo?
- Porque no, se limita a responder.
¿Y esto ahora? Pienso para mí. ¿Un nuevo truco? Es lo único que escucho en claro del barullo de ideas que se mezclan en mi cabeza.
- No me dedico a nada Dr., asevera tranquilamente.
Como usted quiera, digo como pasando del tema. Pero sepa que ahora creo que se dedica a algo mucho más importante que ha dirigir un periódico con millones de lectores. Julius solo sonríe. Calma tensa. ¿Acaso cree usted que solo por no tener el aspecto de alguien importante va a despistarme, caballero? No dice nada. Usted puede vestirse como le plazca. Eso no va a cambiar nada. (Sonríe extrañamente) Puede decir lo que quiera. Es más me da igual. Dedíquese a lo que quiera. Es solo curiosidad. “Esto no es la Oficina de Impuestos”.
Julius espera si tengo algo más que decir. Está bien Dr., comienza tras hacer una pequeña pausa. Noto como la sangre me arde por las venas. Me dedico a algo mucho más importante. “Pero no puedo decirlo”. Yo hubiera querido preguntar de nuevo a qué. Pero no me da tiempo. Se cruza de brazos, sonríe satisfecho.
De nuevo solo en el despacho. No recuerdo nada más. Estoy contentísimo. Victorioso. Repaso la conversación. Fue olvidar el prejuicio y dar en la diana. Vencer el prejuicio. Olvidar lo que vemos. El prejuicio “es nuestro raciocinio”. Intento saber porqué he pensado esto o... de donde ha salido.
***
Tengo al Señor Smith sentado delante de mí con los ojos cerrados. Sus párpados son exageradamente enormes tras esas gigantescas gafas. Habla de sus cumpleaños. De su casa. De su infancia. Sus amigos… Me siento derrotado. Intento escuchar pero nada. Buena gana.
***
Un eco en mi cabeza. Es raro. No sé por qué. No entiendo nada. “¿De donde vienen los prejuicios?” Soy yo quien lo piensa, pero es otra voz quien lo dice. Salgo de la consulta por simple inercia. Es el camino al gimnasio. Llego. Compruebo si Antonio ha llegado.
Un ruido seco que se extiende por todo el parking subterráneo me saca un poco de la tontera. Busco con la mirada, pero la tenue luz de las lámparas de emergencia no es suficiente a esta profundidad. No quiero moverme. No he reconocido el ruido.
Un objeto puntiagudo aparece sobre el techo de un coche apuntando al techo. Ya lo reconozco: es un paraguas. A su lado una señorita. Siento curiosidad y me acerco despacito. Al otro lado del paraguas aparece Antonio. Se lleva las manos a la cabeza.
- ¡¡Sinvergüenza!! Grita la chica dando media vuelta.
Se va haciendo resonar sus tacones visiblemente enfadada.
Pregunto a Antonio qué ha pasado. Pero es tontería. Su cara de pillo me lo dice todo.
- ¡Estúpida cultura! Explica el percance en dos palabras mientras se rasca la cabeza.
- ¡¡Cultura!! Grito.
Es como si hubiese sonado el despertador. Recupero el sentido del espacio y el tiempo. Estoy aquí: Nivel – 7 del garaje del gimnasio. Antonio me mira raro.
- Gracias tío, le digo. ¡Gracias a tus teorías locas!
***
Los prejuicios proceden de nuestra cultura. Me siento abrumado. ¡Hay tantas culturas! Somos tantas personas…
Amy es pequeña. Sentado en una silla, le leo un cuento para dormirse. Qué raro... Un momento. Claro. De pequeños. ¡Aprendemos la cultura de pequeños!
- ¡Sus libros!
Sus libros de cuentos. Digo en voz alta en mi despacho. ¡Tengo que leerlos! Yo también los leí de pequeño. Los mismos además. Me invade el desanimo. Son tantos… miles de historias. Millones de personajes...
***
En medio del atasco. Es jueves. Mi cabeza echa humo. Los prejuicios. Pero no sé por dónde hincarle el diente. A mí alrededor lo de siempre en el túnel: Miles de pilotitos rojos. Cientos de conductores gesticulando, pitando, insultando. Siempre igual. Distintas personas, distintos vehículos, muchos colorines mortecinos... pero siempre el mismo comportamiento.
Esto ya lo he pensado antes. Lo he comprobado en mis notas. Personas en apariencia muy distintas, comparten problemas. No seremos tan distintos unos de otros. Ante misma prueba, mismo comportamiento. Distintas clases sociales incluso. Es algo que no tiene nada que ver. ¿Seremos todos en el fondo iguales?
En la misma cultura nos hemos educado. Es más, incluso puedo decir que mañana pasará lo mismo. O incluso en otro atasco distinto en cualquier punto de la ciudad estará pasando lo mismo. Incluso en épocas distintas. ¿Prever el comportamiento humano? Pero esto es imposible. Se me está yendo la cabeza, de verdad.
Pero ¿de qué sirve enfadarse en mitad de un atasco? De nada. ¿Por qué seguimos haciéndolo? Es repetir una conducta que no lleva a nada. Por más que vociferes, no se va a disolver. Si pensáramos esto podríamos cambiar. “El cambio está prohibido”. Las palabras de Julius en mi cabeza. ¿Para qué preocuparme de la Política si todo a va seguir siendo igual?
Siempre han mandado los mismos y siempre hemos obedecido nosotros. El Poder. Me da en la nariz que él tiene la culpa. Él es el responsable de la imposibilidad del cambio. El Poder no quiere que nada cambie. Él ya ostenta la posición de mando. Es el “cómo” lo consigue lo que comienza a preocuparme en este mismo instante.
***
- Necesito tu ayuda Julius, le digo nada más verle entrar por la puerta a su hora.
Él responde impasible mientras se coloca en el diván. Dudo unos instantes. Observo sus rápidos movimientos. Quiero explicarme bien. Le expongo mi intención de desarrollar una Teoría. Se muestra interesado. Esto me incita a seguir mi explicación.
- ¿Sobre los prejuicios? Me pregunta interrumpiéndome. Creo que incluso antes de decir sobre lo que trata. Extrañado, intento preguntar. “Sepa que no tiene nada que hacer”, continua. “Me parece muy interesante”. Mi exposición por los suelos. Me invita a que la continúe. Hace como si nada.
Confieso que estoy atascado. Mucha información a consultar. De nuevo me interrumpe. Haciendo referencia a que no entiende cómo puede ayudarme. Actúa, estoy seguro. Tampoco sabría decir cómo podría hacerlo. Creo que es el único que puede, le confieso. Dicho esto me siento aliviado. Julius sonríe satisfecho. Experimento una agradable sensación. Estoy a gusto. Feliz.
Los dos nos sonreímos durante unos instantes. Le pregunto sobre por qué el cambio está prohibido.
- ¡¡Vaya!! Pensaba que no me había tomado en serio Dr.
Antes de decidir si tomarlo en serio o no, continuo cortés, quisiera que se explicase. Hace gestos. Se siente halagado. “No soy científico, dice, tampoco claro está, mis teorías”. Usted, continua mirando directamente mi titulo de Doctorado, tiene más tablas a la hora de vislumbrar problemas, proponer hipótesis, recoger información, contrastar aquellas, cribarlas y elevarlas al grado de Teoría.
- Quisiera ayudarle, continua cambiando para mi sorpresa su pose sobre el diván, pero creo que en vez de responder, lo que haré será poner más interrogantes de por medio.
No sé cómo responder. Creo que miente. Siento que no quiere ayudarme.
- Explíquese, insisto.
Julius sonríe. “Usted es ya el Gobernante de 100 súbditos que han legitimado y aceptado tanto su condición como la suya. Explíqueme usted por qué el cambio está prohibido”. Para conservar el Poder,
digo rápido. Se sacude las manos. Da por concluida su exposición. “Mi Teoría acaba aquí”. Es bien sencilla. Y sonríe de nuevo.
Todo esto me toca bastante los cojones. Quiero respuestas y no soporto estos numeritos. Le noto molesto a pesar de la sonrisa. ¿Le molesta tener que argumentar sus teorías? Me cierra el paso. Y yo quiero respuestas. Empiezo a hablar de los prejuicios. Proceden de la cultura. Se nos enseñan de pequeños. Dar algo por sentado. Sin pensarlo. Sin cuestionarlo. Los cimientos sobre los que construiremos nuestra vida. Nuestros padres nos los enseñan.
- ¿Y eso es malo?
Me deja sin respuesta.
No sé qué decir…
¿Su padre es Psicólogo Dr.? No, respondo rápido. ¿Médico, Economista, Ingeniero? No… “nada de eso”. Es fontanero, digo. ¿Y su madre? Insiste elevando su tono. Cosa que no me gusta. Mi madre es modista. ¿Estudiaron en la Universidad? No, ¿cierto? ¿Se han mostrado alguna vez orgullosos de usted?
- Siempre.
Mi sensación no es buena. Por segundos peor.
- Y usted Dr. ... continúa sin tregua, ¿se ha mostrado alguna vez orgulloso de ellos?
***
Frío. Mucho frío. El sol ya se ha ido y solo ha dejado tinieblas en el despacho.
- No entiendo nada, digo contrariado.
Julius suelta un pequeño bufido. Es muy fácil: “usted quiere descubrir el origen de los prejuicios ¿no? Pero ¿de qué prejuicios? ¿Los de los demás o los suyos propios?” A pesar de haberme propuesto a mí mismo como objeto de estudio, esto me hiere profundamente. “Baje de su nube Dr. Una vez aquí podremos comenzar a hablar en serio”.
Se enfrenta a un enemigo totalmente invencible, dice recordándome una pregunta que antes quise hacer. Están tan firmemente arraigados en nuestro cerebro que nadie puede arrancarlos. ¿Quiere formular una Teoría? De acuerdo, cuente conmigo. Pero ¿cuál es el objetivo? ¿Qué quiere hacer con ella? ¿Firmarla? ¿Que se oiga su nombre? Muy bien. Tendrá su Teoría que no valdrá para nada.
- Contra los prejuicios no hay medicina ni remedio, continua. Su tono y su pose contrastan. O no, porque en realidad es una auténtica piedra.
- No le creo, niego con la cabeza.
- ¿Quiere fírmala?
- Como todo lo que escribo.
- ¿Quiere la gloria? ¿La fama mundial acaso?
- Que se reconozca mi trabajo, solo eso.
- Un trabajo que no servirá de nada, asevera rotundo.
- Estoy convencido de que servirá para algo.
“Convénzame Dr., para lo que quiero que sepa que contará con toda mi ayuda”.
Esto no lo entiendo. Menos aun cuando se levanta de sopetón y viene hacia mí para estrecharme la mano. Convénzame Dr., repite mientras agarra fuerte mi mano. Me fijo en su cara. Nunca la había tenido tan cerca. Es rara. Me recuerda a varias personas a la vez. Convénzame.
- Eso espero, digo.
Suena la hora. Se despide con una pregunta muy extraña. “¿Qué simboliza para usted un apretón de manos?” Solo de nuevo en el despacho. Sus palabras resuenan en mi cabeza. No entiendo nada. No estoy para acertijos. Ya tengo bastante con dar con el camino a seguir. Ese camino que no me llevará a ninguna parte.
- Contra los prejuicios no hay cura, digo en voz alta.
¿Tendrá razón? Da igual, ya le había dicho que le convencería. Para lo que contaría con toda su ayuda. Tipo raro el Julius este.
Convencer a mi contrincante mientras es mi aliado.
***
Viernes por la mañana. Atasco. Va a llegar Julius y no voy a tener nada nuevo que consultarle. La realidad es esta: no había avanzado nada. Lo único que va en aumento es mi dolor de cabeza. Vueltas y vueltas. Solo veo el atasco. Mi predicción se cumple. Es igual que el de ayer.
Muchos colores, otras marcas, distintas caras... mismos cabreos.
A lo lejos en el túnel, un obrero tras una barrera con luces intermitentes, blande una señal en su mano. Instrumento con el cual va dando paso a los coches o deteniéndoles simplemente girándola.
Una vez pasadas las obras, un semáforo que está verde se pone en rojo. Todos nos paramos.
Proseguimos la marcha una vez abierto. Llego al parking. Una barrera flanquea el acceso. Paso mi identificación por el lector de tarjetas cuya pantalla muestra una fea mano deteniéndome.
Ahora aparece una cara sonriente que me da no solo paso sino los buenos días.
Ya a pie me dirijo hacia el ascensor. Una señal intermitente de color rojo fuerte en el panel que muestra las plantas grita que está fuera de servicio. Cada tres parpadeos, aparece otra cara sonriente pidiendo disculpas para al momento volver a aparecer la primera señal.
Recorro todo el garaje para tomar el otro ascensor. Llego a la consulta. Mary esta al teléfono, me guiña un ojo al no poder hablar y me dedica la mejor de sus sonrisas. Entro en el despacho. Deposito el maletín sobre mi escritorio, la chaqueta en el respaldo del sillón, me siento tranquilamente.
¿Qué veo a mí alrededor?
Pues la consulta de un Psicólogo. Mis títulos enmarcados. Mis diplomas. Los Premios de la Asociación de Psicología, el diván… Cualquiera que entrase aquí sabría del primer vistazo donde se
encuentra. No hace falta el cartel de la puerta. “Eric Bauss. Dr. en Psicología”. Esta foto sirve. Esta imagen vale más que mil palabras. No hacía falta…
- Decir nada más, me interrumpo a mí mismo. ¡No hace falta decir nada más!
¡Claro! Lo había tenido delante de las narices todo este tiempo. La señal del obrero, el semáforo, los luminosos del garaje… “¡Los símbolos!” Grito loco de alegría.
- ¡Los símbolos Eric!
Da igual el idioma. Son comunes a todas las culturas. Propios de los humanos independientemente donde nazcan o se eduquen.
Y no se discuten. Lo aprendes y lo cumples. El lenguaje de los símbolos. Rápido y efectivo. Sin palabras. Directos a la mente. Escucho la última frase de Julius: ¿Qué simboliza para usted un apretón de manos?
- ¡El muy cabrón!
***
Recibo a Julius con una gran sonrisa. Al verme, también sonríe pícaro. “Cuénteme Dr., veo que ha progresado”, dice mientras toma asiento. Suelta una carcajada cuando le recuerdo su frase. Los dos bromeamos. Me dice que no es más que la ayuda que me prometió.
“¡Pues claro que si amigo!” Respondo satisfecho y le cuento cómo me había dado cuenta. Reconoce que sí, que son los símbolos y le agrada que lo hubiera hecho tan rápido. Comienza a hablarme de la importancia del lenguaje de los símbolos en nuestra mente. “Lenguaje universal y común”
Común a todos los humanos. ¿Qué son los sueños Dr.? Me recuerda risueño. A veces los árboles no dejan ver el bosque, me excuso. Los dos reímos. “¿Y bien?” Pregunta deseoso de saber más. Ahí me pilla. No sé por dónde salir. Yo consideraba que había dado un gran paso, pero está claro que no es suficiente. ¿Por donde piensa empezar? Insiste.
- La cultura la aprendemos de pequeños, digo. Los cuentos infantiles.
Julius resopla. Yo también. Es un trabajo arduo, me hace ver. Hay miles de cuentos. Miles de historias. Millones de personajes. Noto la presión del desafío. No quiero hablar más del tema. Con lo contento que estaba con mi descubrimiento, ahora, al verme sepultado por todo este curro…
- ¡Julius! Exclamo de golpe al surgir una idea en mi cabeza. ¿Cómo haces para leer quince periódicos al día?
- Muy fácil. No lo hago.
Y sonríe.
Pero tú me dijiste… “Exacto”, se reafirma ¿Era mentira? Niega con la cabeza. “En absoluto”, dice. No entiendo nada. Recuerdo que solo lee dos y que con eso le bastaba. Quizá yo pudiera hacer lo mismo. Quizá yo podría eliminar todos esos cuentos y resumirlos en solo dos.
- ¿Y por qué no solo uno? Pregunta dejándome frío, pues de mi boca no ha salido ni una palabra.
¿Solo uno? ¡Claro! Al fin y al cabo... ¿Qué son los cuentos? ¿No son historias? ¿No empiezan y terminan todos los cuentos infantiles igual?
- ¡¡Joder!! Es verdad, grito al caer en la cuenta.
Se presentan los personajes, se relacionan entre ellos y termina bien. Y no solo eso. Los buenos siempre ganan y los malos siempre pierden. “¿Qué aspecto tienen los buenos y cual los malos?” Observa misterioso Julius al que le ha cambiado algo la cara. No se mueve.
No me lo puedo creer, Julius. Dicho esto me levanto del sillón y comienzo a dar vueltas por la consulta. Como queriendo imprimir en mi mente el reflejo de mis pies y hacerle así avanzar. Julius no dice nada. Simplemente me mira. Sigue mi estúpido caminar y sonríe.
- No lo entiendo…
- ¿Qué no entiende Dr.?
- Bueno, si lo entiendo…
De nuevo el silencio solo roto por mis errantes pasos sobre la moqueta. Intento relacionar tantas cosas a la vez para dar con una solución común… pero mi cabeza no puede.
“¿De qué tiene miedo Dr.?” No es miedo, es preocupación. Respondo. “Entonces, ¿qué le preocupa?” Pregunta de nuevo. No respondo. Tampoco insiste. Me deja pensar libremente hasta que acaba la sesión.
Se despide y tras saludar a Mary, esta entra en el despacho y me comunica que Gustav no vendría hoy. Está enfermo. Siendo así, le dije que podía irse ya. Para lo que no tuve que insistirle.
- Anda vete y disfruta del fin de semana.
Estoy solo en el despacho. Inmiscuido totalmente en mis pensamientos. Julius tiene razón. El descubrimiento me preocupa. Incluso me da miedo. “El prejuicio es un fallo”. Es algo malo. Algo a curar. Pero yo mismo había comprado y leído esos cuentos a mi hija. Yo le había contaminado.
Príncipes altos, guapos y fuertes que salvan princesas delicadas y bellas bien de salvajes, bien de magos malvados que viven en oscuros y lúgubres castillos tan lejos que ni el verde de la hierba les alcanza. El azul del mar, de los ríos, del cielo cuando hace bueno contra el rojo del fuego y el negro de la tormenta. El bueno vence al malo y fin. Incluso el malo debe morir. ¿Morir? ¿Acaso no está mal matar? ¿Qué aprenden los niños con esto? ¿Qué se nos enseñó de pequeños? ¿Que está mal matar... salvo excepciones? ¿Que si es el malo quien muere, no es tan reprobable tal hecho? Me siento mal. Intento dejar de pensar. Pero no puedo. Deseo no haber pensado nunca en el tema de los prejuicios. Pero si antes con Julius mi cabeza se frenó en seco, ahora es un potro desbocado.
“Son solo historias”. “Ganan siempre los buenos”. Buenos y malos. Los buenos nosotros, claro está. ¿Y los malos? Los enemigos. La guerra. No se lucha contra el amigo, sino contra el enemigo. ¿Y cómo se le derrota? Matándole. Igual que el apuesto príncipe en nombre de algo bello. De algo indefenso. Luchar en nombre de la Paz. Una locura...
Me doy por vencido. Deseo irme a casa. ¿Qué es la guerra? ¿No es un pretexto para justificar la muerte de cientos o miles de personas?
Diana me dice que pasaré solo todo el fin de semana. Se lo doy libre. Estoy loco de contento. ¡Mi casa para mí durante dos días enteros!
***
¡¡Qué lujo!! Desenchufo los teléfonos, bajo todas las persianas… me hago un bunker vaya. Durante dos días mi casa seria mía. Voy al cuarto de mi hija para ver los libros y los cuentos, pero ha puesto una cerradura en la puerta.
- “¡Vaya con la niña!”
De todas formas ya sabía lo que me iba a encontrar.
Ceno opíparamente un asado de ternera brutal convenientemente regado por una botella de buen vino tinto. Lo que me obliga a hacer la digestión en la cama. Toda la cama para mí... Duermo genial.
El sábado no sabía qué hora era cuando desperté. Con todas las persianas hasta abajo no entraba ni una gota de luz. Permanezco largo rato en la cama. Hasta que me entraron ganas de mear.
Me pego una buena ducha y bajo a desayunar tropezando con el despertador que había tirado escaleras abajo ayer noche.
Todo está en calma. Demasiado. A eso de mediodía ya estoy de dar vueltas por casa hasta los mismos huevos. Me entra hambre. Y solo por hacer algo, como adecuadamente. La idea de tener que estar toda la tarde aquí metido me desespera. ¿Qué hago? ¿Salgo? ¿No salgo?
- ¡La bici!
Abro las ventanas de la cocina. ¡Hace un día buenísimo!
Salgo corriendo a por la bici al garaje. Está intacta. Y en el mismo sitio donde la dejé hace ya no sé ni cuánto tiempo. Bajo la calle hasta la parada del Circular. Está algo lejos, ¡pero voy en bici! Tomo el bus y al momento nos metemos en el Túnel Norte. Todas las paradas posteriores son subterráneas. Yo no voy a ninguna en concreto.
Un resplandor inunda la galería. “Promenade” se anuncia en un cartelito luminoso del bus.
Subimos a superficie. No sé dónde estamos, la verdad. Me apeo. Agacho la cabeza para colocar el pie en el pedal y al primer impulso siento el aire en mi cara. Levanto la mirada y veo un inmenso parque. Una inmensa explanada rodeada de árboles gigantescos. En su interior, una plazoleta circular alberga una fuente que lanza chorros de agua al cielo.
Aprovecho el primer impulso. La bici rueda sola. Es una sensación increíble. Placentera. Avanzar sin esfuerzo. En equilibrio sobre solo dos ruedas finísimas a través de un paseo limitado por largas hileras de tulipanes marcando así las distintas direcciones que podías tomar. A lo lejos un carrusel esparce a los cuatro vientos una divertida armonía y justo al lado, se encuentran varios ponies para dar un paseo.
Kioscos de comida, de golosinas donde puedes comprar comida para los patitos y demás fauna acuática que va de una charca a otra donde las ranas armasen menos escándalo. Y yo que quería estarme metido en casa todo el fin de semana... Una pareja joven oye mi comentario y sonríen. Ella lleva un precioso perrito de una correa mientras él vigila a su hijo que monta en una pequeña bici.
Y aquí estoy yo. Con mi bici de carreras. Dispuesto a verlo todo mientras disfruto del paseo.
Está todo perfectamente acondicionado. Carriles bici, fuentes, servicios públicos… Voy disfrutando de mi paseo en bici cuando un extraño ruido llama mi atención. No le hago mucho caso. Sigo adelante. De nuevo el ruido pero ahora más fuerte. Proviene de un caminillo que nace a mi derecha y se introduce por la espesa arboleda.
Curioso, me interno en él.
El ruido cada vez es más nítido. Es como un chasquido. Corto, seco, rítmico y precioso. Me detengo un segundo para escuchar mejor. Miro hacia las altas copas de los árboles y allí esta: Un quetzal. El ave que gasto la paleta del mejor de los artistas, tocada para rematar con una larga cola que de grande, cae al alzar su vuelo. Pero hay muchos más. De rama en rama.
Es increíble. Pero es verme uno de ellos y desaparecer entre las espesuras. Intento seguirles. Debo ir tirando de la bici. Lo que impide mi propósito. Me salgo del parque sin querer y voy a dar a una gigantesca Avenida.
Iba a darme la vuelta cuando un escaparate llama mi atención. Está atestado de muchos colorines y cositas doradas que se mueven. Estas, al ser heridas por el sol, centellean para volver a apagarse muertas de la vergüenza.
Es un escaparate de accesorios náuticos. Brújulas, barómetros, reproducciones de barcos, maquetas, ropa marinera… “Esto y mucho más en el nivel – 2 del Edificio” “Sumérjase y descubra nuestros tesoros”. Jeje, anda que al que se le haya ocurrido semejante chorrada bien a gusto se habrá quedao. Una fría racha de viento me hace reparar en el azul cielo que rápido pasaba a gris. Vuelvo a casa.
Cansado y con mucha hambre. En la cama reparo en la pedazo de tarde que había pasado y en que no pensé en ningún momento en el tema en cuestión. ¿Y qué hago mañana? ¡Qué más da! Si sale bueno lo mismo voy al parque otra vez o puede que vaya a otro.
***
El domingo vuelve a salir el Sol y yo con mi bici. Pero estoy cansado de ayer. No quiero ir muy lejos. Decido dar una vuelta por la urbanización. Al rato la he recorrido de cabo a rabo. Pero aun me quedan fuerzas y toda la mañana por delante. Continúo mi paseo hasta el anillo. Reparo en las vallas publicitarias.
Ante mis ojos, 4 calzadas con 6 carriles por cada dirección se extienden durante unos tres kilómetros de izquierda a derecha justo de una entrada a otra del Túnel, desde donde nacen hasta donde se pierden de nuevo en las profundidades. Al fondo, el horizonte se oculta tras los altos rascacielos de la Gran Ciudad.
En estos escasos tres kilómetros de anillo se alzan varias decenas de vallas publicitarias, muchas de las cuales están siendo renovadas por dos chavales que entre risas y chistes realizan su trabajo.
Los productos o servicios ofertados poco importan. Lo que me llama poderosamente la atención son las imágenes utilizadas.
Una inmobiliaria vende apartamentos en una playa por donde plácidamente pasea una familia. El padre, la madre, los 3 críos, la abuela… hasta el perro sonríe. Incluso más que sus compañeros de paseo. “Te lo mereces”.
Otra, anuncia un producto adelgazante con unas hierbas de no sé dónde que por lo visto en 3 días te quita 10 kilos. Para ilustrarlo un cuerpo de mujer. Bueno, medio cuerpo puesto que no se ve ni la cabeza ni de rodillas para abajo. La foto muestra la silueta que se conseguiría con las pastillas estas. Claro que la modelo seguro que no tiene ni 18 años. Se ve claramente que es una adolescente.
Nadie de 50 años puede recuperar su cuerpo de los 18 solo por tomar esas pastillas. Contando claro está, con que en su día lo hubiese tenido. ¿Cómo se consiente esto? ¿Cómo se nos puede engañar así? Y peor aún, ¿cómo nos dejamos engañar? El anuncio de al lado es de un gimnasio y un mocetón muestra su abultado torso. ¿Debía ser yo también así? Pero desde luego que no lo consigo.
Estas imágenes quedan grabadas en mi cabeza y de camino a casa las escruto hasta el más mínimo detalle.
El padre es el más alto. A su lado la madre con el bebé en brazos. Delante, corriendo por la arena, los críos. Llenos de vida. Algo más retrasada la abuela, quien a pesar de no poder seguir la marcha, sonríe satisfecha por la familia “tan de foto” que ha conseguido.
- Y el perro seguro que ayuda a los niños con los deberes, no te jode.
Mis pensamientos me hacen reír. Pero claro, esto mismo había hecho yo. Yo también había comprado una casa en la playa y había dado muchos paseos por ella junto a mi mujer, mi hija, Chico y mis padres… Guardo muy gratos recuerdos de aquellas vacaciones. Lo daría todo por volver a dar solo uno de aquellos paseos. Volver a ese instante. ¿Seremos todos productos de la publicidad?
Pero más que de la publicidad, de toda la simbología de la que “se vale”. Recuerdo la pregunta de Julius: “¿Acaso eso es malo?” Quizá comprase la casa en la playa tras ver un cartel similar. Sino el mismo. O en una peli, no sé. El caso es que recuerdo con tanto cariño esa arena blandita, la brisa del mar, los barquitos… Bien visto nuestra mente es una caja llena de imágenes.
Unas nos agradan. Otras nos repugnan. Símbolos que según se asocien a algo bueno o malo, dirigen nuestra conducta por un camino u otro. Cuando recorres en coche esos tres kilómetros no te da tiempo a leer o estudiar el anuncio. Es solo una décima de segundo. Y en tan poco tiempo solo importa la imagen que queda grabada en tu mente. “El impacto”. Asociada a algo bueno, crea un deseo.
Pero claro, en publicidad, a la hora de vender, todo se va a asociar con “algo bueno”. Pasas con el coche y ¿qué ves? Que si la casa en la playa, que si la tía o el tío bueno… que si el nuevo deportivo… y si lo puedes conseguir muy bien. Pero ¿y sino? Ese deseo despertado se convierte en frustración. Y esto sí es malo. Durante todo el día le doy vueltas. Mañana hablaría en el gimnasio con Antonio.
Si le preguntas a un publicista, te dirá que quien decide es el empresario. Pregunta a este y te dirá que ofrece solo lo que el cliente compra. Y el cliente te dirá que él compra lo que le ofrecen. Todo esto lo sé por el sin vergüenza de Antonio. Al fin y al cabo, después de los kilos y kilos de gilipolleces que suelta por la boca, algo de provecho se te queda.
Tras la jornada del lunes, nos encontramos en el gimnasio. Le veo en la cinta corriendo como un gamo. Sudandito. Apenas puede hablar. Le insinuó un basket y él me responde que mejor una sauna.
- Tengo que sudar el find tío, dice tras beberse de un trago medio litro de bebida isotónica.
Ya en la sauna, antes de que empezase a contarme sus correrías de fin de semana, saco el tema:
- Oye, ¿tú estudiaste cosas de comportamiento del consumidor (Antonio me fulmina con la mirada) y de publicidad en la Universidad verdad?
- ¿La Universidad? Pregunta relajando el gesto. “¿Pero tú te acuerdas de lo que comiste ayer?”
- ¡Venga ya! Dime; Sí, claro. Se rinde… Cuéntame; ¿El qué?; ¿De qué iba la cosa? ¿Estás de coña? Pregunta escandalizado, ¿pero cómo quieres que me acuerde de eso? “Además eso era solo teoría, la práctica es muy distinta”.
- ¿Cómo?
Pregunto sorprendido
- ¿Acaso crees que yo pongo en práctica la teoría cuando hablo con mis clientes? “¡Así me habría ido no te jode!”
Yo no entiendo nada. Para mí la teoría es utilísima y se lo hago ver. ¿Sabes qué es un cliente? Pregunta de golpe con su cara de cabrón, “un cliente es el peor bicho que existe. Si le demuestras que no tiene razón, se cabrea. Y si se la das como a los tontos, ¡todavía peor!”
Yo río. “Venga ya Antonio, estas de coña” Antonio no responde. Me mira como diciendo: si yo te contase… ¿Pero algo de la teoría si valdrá no? Me emperro solo para que no comenzase a hablar sin sentido. Al final me reconoce que sí. “Pero para nada en concreto”.
Me explica las piedras angulares de la economía como ciencia: La disyuntiva entre escasez y necesidad. Los recursos son escasos y de esa característica surge su precio en el mercado. A más de un recurso, menor precio y viceversa.
Yo atiendo como un pelota en primera fila. Lo veo claro.
- “Pero eso es una solemne chorrada”, remata.
- ¿Por? Pregunto sobresaltado.
- “Pues porque yo puedo decir que el recurso, producto o servicio que vendo es escaso y así poner un precio alto. Los monopolios y oligopolios. Controlan la oferta y por ende, la demanda. Toda la Ciencia Económica se funda en axiomas que muy rara vez se cumplen. Por ejemplo, los mercados transparentes. La información debe fluir de oferta a demanda sin censuras. Esto en la vida real es una autentica gilipollez”.
Antonio se envalentona un poco. Resopla aburrido, como máximo esfuerzo físico se encoge de hombros a la vez que parpadea y sigue:
- Si yo le digo a mi cliente que 1000 tornillos me cuestan a mí 1 y se lo vendo por 10… me dirá: ¡coño! Véndemelos por 5 y ganamos los dos.
Tiene razón.
- Otra historia son los consumidores, retoma para mi sorpresa el discurso. Aquí la disyuntiva está entre necesidad y deseo. Comer y vestirse son necesidades. Pero claro, hay muchos productos y muchas marcas de ropa. ¿Es necesario gastarse lo que te has gastado tú en el traje que has llevado hoy? ¿No podrías pasar con otro que costase la mitad?
- Sí.
- Pero puedes argumentar que para ti, eso es una necesidad.
- Cierto.
- “Pues así pasa con todo” dice adoptando la mueca que siempre pone cuando dice esta frase. El tema es convertir los deseos en necesidades. Puesto que estas son limitadas mientras que los otros son…
- Infinitos, respondo seguro. Me invade la angustia.
Me da la sensación de que esto ya lo habíamos hablado antes. Creo que Antonio después de esto ya tiene la prueba que necesitaba para tratarme como a un tonto que hay que repetírselo todo doscientas veces.
Intento preguntar algo inteligente.
- ¿Quieres decir que los empresarios, mediante la publicidad, convierten los deseos en necesidades?
- Pues claro, dice. Siento alivio. Ataco:
- ¡Pero eso no está bien! Exclamo indignado.
- ¿Ah no? Pregunta mirándome de reojo.
- ¡Pues claro que no!
He debido envalentonarme yo también, ya no siento mi espalda sobre el respaldo de madera.
Antonio niega con la cabeza y esboza una media sonrisilla. Lo que hace siempre para anunciar el golpe definitivo:
- Acaso te vendría a ti mal que todo el mundo viese como una necesidad tener un terapeuta igual que se tiene un dentista, un mecánico, un frutero… Y me sonríe. Tiene razón. ¿Sabes cuál es la clave del sistema de libre mercado? Pregunta. “Ni idea”, respondo encogiéndome. Pues que haya mercado. Que se compre y se venda. Que el dinero fluya, dice ilustrando su discurso con el consabido gesto monetario. Si solo se vendieran patatas, tomates y harapos ¿crees que tu y yo estaríamos ahora dónde estamos? Y no solo nosotros, “todos” Estaríamos agachados plantando y recogiendo tomates y patatas.
- ¿“Y eso es malo?”
- ¡Qué va a ser malo! Pero ¿quien construiría tu cochazo? Y en el caso de que alguien lo hiciese… ¿cómo le pagarías, con patatas? Antonio sonríe superior. Además, ¿qué tiene de malo que te metan por los ojos hacer un crucero por no sé dónde? ¡Hazlo coño! Estás dando trabajo a mucha gente.
- ¿Pero y si no tengo el dinero para hacerlo? Pregunto sonriente, como hace él, sabedor de que mi pregunta es interesante.
- ¡Coño! ¡¡Ahorra!!
- Y me tengo que quitar de otras cosas, me cierro en banda.
Siento fuerza. Creo que hoy le puedo vencer. Pero Antonio es duro en el cuerpo a cuerpo.
- Nueva parada: Coste de Oportunidad. Y además, ¿a cuento de qué viene esto?
- ¿El qué?
- Este repentino interés por la Economía, los clientes y demás mierdas. Estoy de clientes hasta los mismos huevos. No quiero hablar más de eso. Los gestos de Antonio se recrudecen.
- Perdona hombre, digo sumiso, solo quería aprender.
- No pasa nada, dice retomando su sonrisa de siempre. ¿Algo más?
- Sí, mucho más.
- ¡Joder!
Se lamenta mirando al techo de la sauna.
- Háblame de la publicidad. Del Marketing.
- Bueno, dice algo resignado (aunque en realidad está disfrutando) Lo primero que debes saber es que “publicidad y Marketing no son lo mismo”.
- ¿Ah no?
- No. La Publicidad es “una herramienta” del Marketing. Nada más.
- No lo entiendo.
Y me lo explica dándome a conocer las otras herramientas: Relaciones Publicas, la Promoción de ventas…
- “Cada empresa utiliza la que más le convenga en función de su mercado. Por ejemplo mi empresa no hace ningún tipo de publicidad. Lo que no quita que no haga Marketing. Jornadas de puertas abiertas, presentaciones de las novedades de no sé qué ostias…”
- Publicidad y Marketing son distintos, resumo, háblame de la Publicidad.
- Es un mensaje que la empresa lanza al mercado, define Antonio.
Exacto, el mismo que no se acuerda de lo que comió ayer.
- Y solo dice las ventajas, nunca los inconvenientes ¿no?
Pregunto creyendo que la partida es mía.
- ¡Pero tío! ¿Nunca has hecho un curriculum?
De nuevo tiene razón y de nuevo me siento imbécil al ver su expresión de incomprensión ante toda mi humilde persona.
- “¿Se puede saber qué mosca te ha picado hoy? ¿Tienes algo en contra de los empresarios o qué? Pues que sepas que hacen una labor fundamental: dan trabajo.”
- Joder, solo quiero aprender algo de economía.
- Eso está bien, a fin de cuentas todos deberíamos saber mucho de Economía. ¿Sabes que con la Economía pasa algo que no pasa con las otras Ciencias?
Mi cara expresa la pregunta: ¿El qué?
- “Que todo el mundo opina sin tener ni puta idea. Solo repiten lo que publican los periódicos o la prensa en general. Y estos... solo publican lo que les interesa”.
Dicho esto Antonio sonríe, se encoge de hombros pasando del tema y hace subir la temperatura tanto que me desmayo.
Se deshace el vapor y despierto en mi consulta. Puedo sentir aun la humedad y los ecos de la conversación con Antonio que juraría, sigue sentado a mi lado. Llaman a la puerta. No tengo tiempo para explicarme lo sucedido. ¡Julius!
Buenas Dr., dice entrando por la puerta. ¿Le pasa algo? Le veo aturdido… (Intento balbucear algo tranquilizador) Eso es de pensar tanto, resuelve. Tómese un par de días de descanso o “se volverá loco”. Acompaña su consejo de un gracioso guiño. Cosa que jamás imaginé que pudiera hacer.
La verdad es que no me vendría nada mal. Pero no puedo dejar de pensar en los prejuicios. Yo soy así, cuando se me mete algo en la cabeza… “¿Ah sí?” “¿Quiere dejar de pensar en ello? Pregunta con un extraño acento. No está de más esa observación. Se ha metido usted en un buen fregado…”
- Ya, ya lo sé, digo pasando por alto la extraña sensación que me ha dejado este último comentario.
- ¿Cómo va lo de los símbolos?
- Bueno… hay muchos…
Claro, dice tranquilo, hay miles. Pero a usted solo le interesan dos. ¿Cómo? Pregunto sorprendido. “Si, solo dos”, se afirma. El Bien contra el Mal. Los buenos contra los malos. Intervengo: bueno eso está bien para los cuentos infantiles pero… Ah, ¿solo en los cuentos de los niños? Ahora es él el sorprendido.
El Bien contra el Mal es la piedra angular de toda sociedad. No solo para los críos, también para usted y para mí. Ya se lo dije el otro día, continua, los contrarios. Esto vale para todo. ¿Por ejemplo en política? Pregunto. ¿Por qué no? Responde pasota dándome la sensación de que no quiere hablar de eso. Cada segundo de su vida es una lucha entre lo que está bien y lo que está mal.
- Ser “bueno” o “malo”, concluye.
- Pero es la cultura quien dice, quien me dice, lo que está bien y mal, apunto.
Lo normal y lo raro, sigue Julius al que parece que hoy le han dado cuerda y de nuevo más pendiente de soltar un discurso que de responder preguntas. ¿Ve? Los extremos. ¿Hay algo más sencillo? Niego
con la cabeza. Considero que eso es mucho reducir la cuestión. Como quiera, dice. Puede estarse toda la vida investigando. Al final de todo, va a llegar a esta conclusión.
El Bien contra el Mal. ¿Y ahora?
Bueno, averigüe qué tienen en común los buenos con los buenos y los malos con los malos. Esto me descoloca un poco. Los buenos estarán de acuerdo entre ellos al igual que los malos en su casa, digo un poco al tun tun. Los buenos se amarán, retoma seguro, y odiarán a los malos. Y viceversa.
“Amores y odios”
De punto recuerdo lo que pensé el domingo. Lo de las asociaciones de imágenes con ideas agradables o desagradables y en función de esto, adoptar un comportamiento u otro. ¿Qué tienen que saber los buenos sobre los malos? Pregunta Julius a la vez que dibuja una sonrisilla en su rostro.
Cosas malas, respondo sin necesidad de pensar. Y los buenos sobre ellos mismos cosas buenas. Un camino enorme se abre en mi cabeza. Todo se acelera. Todo se asocia. Todo se ilumina.
- ¿Leerá usted mañana el Business Dr.? Pregunta de golpe.
- Ni mañana ni nunca, respondo automáticamente. Sin pensar.
- ¿Por? ¿Acaso sabe que no le va a gustar? ¿Acaso alguna vez lo ha leído? Quizá tengan razón. Le voy a decir porqué no lo lee: no lo lee por simple prejuicio. Lo ve como algo malo. Como el enemigo.
- Reconozco que es verdad.
El frío en el despacho se dispara. No hay movimientos. Nada. Solo palabras pesadas.
-¿Y eso de qué le saca? Continua con el mismo tono. Cualquier otro saborearía su victoria. ¿Acaso no es mejor disponer de tantas opiniones como sea posible sobre el mismo hecho? ¿Acaso no era usted quien cantaba alabanzas por el sistema multipartidista? Evidentemente, Julius me deja sin palabras. Pero no me siento derrotado. Estoy tranquilo.
Leyendo solo un periódico poco va usted a aprender, sentencia. ¿Qué simboliza el Citizen para usted? ¿Acaso la razón absoluta? No, digo seguro. Claro que no, continúa para mi sorpresa. Simboliza la pertenencia a un grupo. ¿Alguno de sus amigos lee el Business?
Ninguno, pero no todos leen el Citizen. Me defiendo. Un “¡¡Ya!!” Brota de su alma. “Pero parecidos”, continua sin mover un músculo. Debo reconocer de nuevo que tiene razón. “¡¡Todos contra el Business!!”, grita a modo de consigna. ¡Contra el enemigo!. Vaya, visto así…
- Visto así se pueden comprender muchas cosas Dr.
No se preocupe, los que leen el Business, piensan igual.
***
Al día siguiente, a la hora de comer, decido volver al Restaurante. Quería pedir disculpas a todos y esperaba encontrar a James Nock e invitarle. Mi comportamiento del otro día me avergüenza. Llegado a mi sitio, encuentro lo de siempre más una cosa nueva: Una hucha de cartón en el centro de la mesa.
- ¿Y eso? Pregunto.
- Una hucha, responden a coro.
- Ya, pero ¿para qué? ¿Para las propinas? Insisto algo molesto.
Frank se ofrece a explicar el por qué. Está “prohibido” hablar de política en el Restaurante me cuenta al oído. ¿Cómo que prohibido? Inquiero alzando creo que demasiado la voz. Como si nada, Frank comienza a relatarme los hechos que motivaron la adopción de dicha medida.
- ¿Una pelea? Pregunto escandalizado. ¿Cinco camareros para separarles?
Todos me obligan a bajar el tono. Noto miradas inquisitivas a mí alrededor. Alguien anda al acecho. Quizá el terrible maître que controla sus dominios. No me lo creo, resuelvo susurrando. Todos asienten con la cabeza y adoptan una mueca de disgusto y desagrado por lo lamentable de la escena que presenciaron.
- ¿Y quienes eran? Pregunto mirando para todos lados en busca de los gallos de pelea, quizá con la esperanza de ver no sé… un ojo morado, un brazo roto… No les busques dice Rui comedido, a los dos les han denegado la entrada. Han sido expulsados como miembros.
De nuevo la mesa al completo asiente.
¿Y la hucha? Pregunto simplemente con la mirada. “Hay una en cada mesa”, continua Frank hablando ya en tono normal, lo que me sorprende. Cada vez que un comensal hable algo de política, sus colegas están obligados a recordarle que eche un billete a la misma para que no vuelva a suceder.
Explicado esto Eric, interviene Hans, te ruego que no preguntes más. Un camarero ha cazado la conversación y si viene, tendremos que pedirte que pagues la multa. Entendido, digo, pero ardo en deseos de saber porqué salieron a palos. El tema de la conversación anterior a mi llegada vuelve.
En medio del almuerzo que como de costumbre, trascurre de modo placentero, inquiero a John sobre James. Lo que provoca varios carraspeos y que a más de uno se le resistiese el bocado. Me gustaría invitarle personalmente y no dejar el recado en la caja. Me excuso por lo del otro día de corazón.
John me tranquiliza. Me dice que James no había vuelto por aquí. Que en realidad era la primera vez que le veía aquí. “Una casualidad”. Vaya, respondo desolado. (Pero mejor, eso que me ahorraba) Hubiera sido una buena incorporación al grupo. Todos y yo el primero, nos sorprendemos por este comentario.
La panda me mira extrañada en busca de una buena argumentación.
- Claro, continuo seguro, para tener todas las opiniones a mano.
La mesa ríe y me dedican un gesto de “vaya, un comentario muy sabio”. De todas formas Eric, interviene Rui señalando el centro de la mesa disimuladamente con el tenedor…
***
De noche. Solo en mi despacho. Intento reorganizar toda la nueva información obtenida: la conversación con Antonio y Julius. Este de nuevo me había dado una buena paliza. Pero me estaba ayudando a identificar mis prejuicios. Lo que está bien. Respecto a Antonio… bueno.
“Los buenos contra los malos” El Bien contra el Mal. Esto es lo que resuena sin parar en mi cabeza y por todos lados. ¿Realmente puede reducirse a esto la explicación de la conducta humana? El amor y el odio son dos sentimientos muy fuertes. Sino los más. Por amor haríamos lo que fuera.
Y por odio… también. Me imagino la pelea del Restaurante. ¿Tanto se odiarían los contrincantes como para olvidar donde estaban y liarse a mamporros? “¡¡5 camareros!!” Tuvo que liarse una bien gorda. ¿Y solo por política? Me parece excesivo. Los individuos predispuestos a la disputa, pueden pelear hasta por la más mísera moneda. Pero estos son casos extremos.
Yo, por ejemplo, aunque odiase con toda mi alma el Business y todo lo que representa, nunca me liaría a puños con nadie para defender lo que creo. Ahora caigo en que nunca me había puesto en dicha tesitura. Siempre con amigos. Con gente afín. Nunca se me había presentado una situación así.
- ¡¡James Nock!! Grito. ¡¡Es la primera vez que me pasa!!
Me hundo en mi sillón al ver claramente que no soy el tipo de persona que creo.
Pero no lo entiendo. Yo soy un tipo educado. Siempre había pensado que ante un contrincante podría argumentar, razonar, explicar mi postura. Ahora que aquel la entendiese o compartiese era otro cantar. Pero por lo menos hubiéramos hecho honor al don que nos diferencia como especie: el don de la palabra.
Los hechos, por el contrario, dicen algo muy distinto. Lo primero que sentí con respecto a James fue desprecio. Siempre con los míos. Siempre con los buenos y solo porque nosotros nos llamamos así. Siempre a salvo. Siempre a salvo nunca sabrás cómo realmente eres. Cómo realmente eres...
***
Al día siguiente, a la hora de comer, voy directo a “Les Rideaux”. Bueno, no directo, doy una pequeña vuelta a la manzana. A mi manzana. Que no conozco ni por asomo. También así hacia tiempo para no llegar en plena hecatombe, supongo que ese fue mi razonamiento.
Camino descuidadamente por la acera. La Avenida entera para mí. Mirando escaparates. Observando los árboles, los pajaritos que pían… Cuando uno de estos me llama poderosamente la atención. Pudiera tener unos 5 metros de ancho y 2 de alto. La vitrina está compuesta de dos estanterías colocadas una frente a la otra de manera oblicua ocupando todo el escaparate.
4 estantes cada una. Unos cubiertos de una tela verde y los otros de azul. Dichos estantes están atestados de figuritas, imanes, pins, banderitas, parches, ceniceros… dispuestos en cascada. La estantería verde corresponde al Pato y la azul, a la Gallinita.
Todos conocemos ambas leyendas.
Esa gallinita que armándose de valentía atacó al gigante que se divertía entrando en el corral solo para perseguirlas hasta el día, en que harta de la situación, al ver venir al gigante no huyó, si no que quedó quieta en medio del patio esperándole. Este, al ver que todas corrían menos nuestra heroína, a grandes zancadas, haciendo temblar todo a cada paso, fue directo a por ella.
Y la gallinita sin oponer resistencia alguna, se deja coger.
Todo el corral era un griterío insoportable, de todos lados cientos de gallinas correteaban, aleteaban, gritaban exigiendo al gigante que la dejase en paz.
Pero el desalmado monstruo, con su enorme y sucia manaza, la agarra del pescuezo y la eleva en los aires. La valiente gallina, que en todo momento no había realizado ni un solo movimiento manteniendo siempre su mirada fija en el monstruo, de pronto, al verse ya a la altura de sus ojos, sale de su sopor y suelta un terrible picotazo directo a la cara. El gigante logra esquivar el golpe, recibiendo el picotazo en una ceja.
Instintivamente abre su enorme manaza, cayendo nuestra valiente gallinita al vacío. Nada más tocar el suelo, sale corriendo en busca de escondite, satisfecha por su acción y dejando al estúpido gigante sangrando profusamente y emitiendo unos terribles alaridos de dolor.
El corral, que había enmudecido por completo, de repente fue un jolgorio viendo cómo el malvado a duras penas marchaba para no volver a molestar a las gallinas nunca jamás.
Y cada vez que se mirase en el espejo, vería la marca dejada en su ceja izquierda por la valiente gallina. De manera que la gallina es el símbolo de la valentía y en infinidad de lugares aparece. De hecho, la bandera de la ciudad es un pollito sobre un fondo azul. Un hijo de la valiente gallinita.
Por el contrario, la leyenda cuenta que había una vez un viejo hombre-orquesta que vivía en un carcomido furgón. De dicho furgón solo quedaba el cascarón. Todos los componentes interiores habían sido vendidos por simple necesidad. Solo el colchón y el volante sobrevivían. El volante por poco tiempo más.
Una mañana el viejo despierta y cuál fue su sorpresa cuando ve un pequeño patito de pie encima de él. El viejo le pregunta qué hacia ahí arriba. Por respuesta obtiene: ¿no debería ser yo quien preguntase qué hace usted hay debajo? “Anda vete, dice el viejo resignado, no tengo nada para darte de comer”.
“Yo no como”, Responde el pato.
El pobre viejo se levantó a duras penas, se colocó todos los instrumentos y se dispuso a comenzar su jornada de trabajo. Y el patito que le sigue. Llegados al centro del pueblo, comienza el espectáculo. Pero nadie echaba ni una mísera moneda. Tras horas sin resultado, el pato ya no aguanta más.
De un salto se sube al bombo que transportaba el viejo en el vientre y le dice: “Yo sé cómo ayudarte. Si me haces caso, te haré rico”.
El viejo, desesperado, le escucha atentamente. El pato le enseña varias melodías y graciosos bailes que resultan muy del agrado de los transeúntes. Al poco, el agujereado sombrero estaba lleno rebosar.
Al igual que los ojos del viejo, pero estos de lágrimas.
“Solo una condición, apunta el pato, solo puedes quedarte con el 10 por ciento. El resto deberás compartirlo con los pobres”. Y así sucedió.
El pato y el viejo siempre estuvieron juntos. Con el dinero compraron una nueva furgoneta con la que iban de pueblo en pueblo alegrando a la gente. Construyeron comedores y hospicios para los necesitados. La sabiduría del patito sirvió para escribir libros y libros que regalaban a todos aquellos interesados. Cuando volvían a ese pueblo, la gente agradecía lo valioso de las enseñanzas que contenían dichos manuscritos.
El patito es el símbolo de los empresarios y del país. Se le representa con larga barba y un sombrero destrozado sobre fondo verde. El sobrero del viejo. Yo claro, no puedo ni verle. Es pura hipocresía. Si los empresarios repartiesen de verdad sólo ese 10 por ciento…
Pero lo que más me llama la atención del escaparate es que es la misma empresa quien fabrica las figuritas. Independientemente del símbolo. “Por encima del símbolo” Esto me parece muy interesante. Llego a “Les Rideaux” con la canción aprendida. Ya no hay mucho jaleo.
El grueso del grupo ya había almorzado y partido. Nada más entrar, el camarero raro me sonríe y con un simple ademán manda a uno de los chicos para que despejase la última mesa, justo donde comí el primer día. Al segundo estoy sentado con el menú en mi mano. Está todo muy tranquilo. Me gusta.
La persiana esta bajada a medias, hecho que me agrada puesto que de alguna forma me aparta del resto de un salón salpicado de varios clientes donde el sol desparrama generosamente todos sus rayos. Tras dejar al chico que terminase de recoger, le dije lo que quería.
Espero la comida. Aquí, atrás del todo, medio en penumbras. Resuena el nombre de la empresa en mi cabeza. Tengo mucha curiosidad. Quiero saber cosas sobre ella. Pienso recurrir una vez más a Antonio. No sé, siempre que sale a relucir algo de empresas o economía me acuerdo de él.
Quizá la conociese. Por otra parte, el hecho de que los mismos fabricasen y vendiesen productos tan claramente contrarios me pareció al principio extraño y raro. Pero después lo veo claro, simplísimo: “es vender, nada más”. El empresario ofrece el producto que sabe va a vender. Poco más.
Luego cada cliente compraría la gallina o el pato. El empresario sería del pato o de la gallina, pero lo que está claro es que no iba a renunciar al dinero “del contrario”. ¿Qué más da verdad? Hay que ser prácticos. Superar el símbolo y el prejuicio que te genera. Y no solo el de no comprar, también el contrario.
- Prejuicio no siempre significa “malo”, digo en voz alta quizá sin tener que hacerlo.
“Rechazo u odio” También existe el “prejuicio positivo.” Yo mismo hubiera comprado de muy buena gana una gallinita y ponerla en mi despacho. Es más, si superas el símbolo, la imagen… la sensación que te genera...
Ese amor o ese odio si lo superas... ¡al final de cuentas no son más que un jodío pato y una gallina!
Ese empresario solo vende figuritas de patos y gallinas, nada más. No había ninguna lucha titánica en ese escaparate. Pero “sí en nuestra cabeza”. Somos nosotros mismos quienes activamos nuestros amores y odios.
Al igual que te paras en un semáforo en rojo sin rechistar, explotas si ves al pato de los cojones o te invade una sensación agradable al reparar en la gallinita.
¡Necesito respuestas! Decido llamar a la empresa en cuanto llegase al despacho.
***
Y así hago. Un amable muchacho me da las buenas tardes.
En este momento me quedo en blanco.
No sé qué decir. Salgo por peteneras. Le digo que si me puede pasar con el responsable de producción. Un silencio al otro lado del auricular me da todo a entender: Me va a colgar.
-Sí, espere un segundo… esto me tranquiliza algo. El segundo pasa a ser un minuto. Mary llega y me mira raro. Estoy utilizando un teléfono. El suyo en concreto. Le guiño un ojo para apaciguar su ira. Al final el chico se excusa. Me dice que en estos momentos es imposible. “Está reunido”
¿Quiere que le mande un catalogo de todos los productos a su domicilio? Me pregunta haciéndome ver estrellitas. Sin pensarlo doy la dirección de la consulta y le agradezco su ayuda. Solucionado, me dirijo hacia mi despacho sin saber muy bien como había tirado la cosa para adelante, la verdad.
Qué interesante, pienso para mí, un catálogo con todos los productos…
***
Ya no sé ni en el día en el que vivo. Estoy hablando en la consulta con Mary por la mañana cuando llega el chico de la mensajería. Es justo ahora cuando descubro que es jueves. Firmo sin mirar en todos los apartados destinados a tal cosa en ese pequeño trozo de papel y rápido me escondo en mi despacho con el paquete a buen recaudo.
Con la respiración contenida, abro el envoltorio de cartón. Lo saco y empiezo a hojearlo ávidamente.
Cuál es mi sorpresa al ver que se trata de una empresa multinacional que sirve productos a más de veinte países. Y con detalle, toda la gama. Me quedo de piedra. Al igual que aquí vende patos y gallinas en otros países vende burros, cigüeñas, elefantes o leones.
Por cada país, sus contrarios.
Claro que para mí no significan nada. Pero en esos países despertarían los mismos sentimientos de amor y odio que aquí el pato o la gallina. La empresa encontraría partidarios y detractores de esos productos. Los vendería y poco más. Mi descubrimiento me maravilla. “¡Es tan fácil y a la vez tan difícil de ver!”
Dan igual. ¡Los símbolos dan igual! Buenos y malos. Amigos y enemigos. ¡Julius tiene razón!
¿Cómo puede ser que un pato, un burro o un león te alegren o cabreen? Y además representados de la manera adecuada, puesto que si algo me hace reír como un imbécil, además de Antonio, es el caminar de un pato. Avanzando torpemente moviendo el culete de un lado al otro (cuak, cuak, cuak) jejeje. Pero claro, le pones el verde, la barba y el sombreo reventado y te provoca nauseas.
- ¡Mierda! Exclamo hecho una furia al verlo todo clarito y delante de mis ojos.
Acto seguido me levanto como un loco directo hacia el diván y le arreo tal patada que por poco no me rompo el pie.
Invadido por el dolor. Saltando a la pata coja. Temiendo haberme destrozado el pie, pierdo el equilibrio y caigo de bruces en la moqueta. Solo un lastimero aullido se ahoga en mi garganta. Me duele todo. Curiosamente, me deja de doler la cabeza.
Requiero ayuda urgente. Pero en vez de pedirla, rompo a reír. Una risa nerviosa que no puedo contener. Mi cabeza retoma su régimen normal de revoluciones y concluye así:
- “ESTIMULO-RESPUESTA. CONDICIONAMIENTO CLASICO”.
Estimulo-respuesta. Fin de la historia.
***
Cuando nuestro cerebro recibe un estimulo a través de los cinco sentidos, rápidamente comienza a gestionar esa información. El mecanismo usado son los procesos cognitivos. El raciocinio, vaya. Tras evaluar la situación ofrece una respuesta. Que no tiene porqué ser siempre la misma. Este proceso puede llevar su tiempo.
Pero en el caso de los prejuicios este paso es absolutamente obviado.
Se recibe el estimulo y se ofrece una respuesta. Pato = odio. Gallina igual a amor. Y esta respuesta es siempre la misma. Los patos me hacen gracia. Incluso tendría uno en casa. Cosa que jamás haría con una gallina. Aunque si compraría cualquier abalorio con la pose precisa.
- Estimulo-Respuesta. Condicionamiento Clásico. “Adiestramiento”.
Esta sucesión de razonamientos me alegran y cabrean al mismo tiempo.
¿Realmente somos adiestrados? Eric... ¿estás seguro de lo que acabas de pensar? Y de ser así… ¿para qué se nos adiestra? Pues para lo mismo que haces con un perro. Un perro te da la patita porque sabe que si lo hace recibirá la golosina. Y no se caga en casa por miedo a la zurra. “Castigo-recompensa”. El perro es bueno o malo. Pero no para él. Es para el dueño. Es el dueño quien dice: es muy bueno.
Si ofreces el comportamiento adecuado, recibes la recompensa. Y al contrario. El comportamiento inadecuado se castiga. Condicionamiento clásico. Asociación de ideas a estímulos.
***
Se me pasa un poco el dolor del pie. Reparo en mi reloj: las 15:45. ¿Ya? ¿Pero cuanto tiempo llevo aquí tirado? ¿Y mis pacientes? No entiendo nada. Tok, tok. La puerta suena. La voz de Mary se hace oír. Le digo que pase. Entra y duda. No se explica que haya vuelto tan pronto del almuerzo. Disimulo la cojera. Me siento rápido en mi sillón. Me pregunta si no he salido a comer. Le digo que por supuesto que sí.
- No te preocupes. Le despido con una gran sonrisa.
Escondo el catálogo en el primer cajón del escritorio. Julius estaría al llegar y no quería que lo viera. Decido no decirle nada de lo que había pensado. De entrada, porque ni siquiera estoy seguro. Pienso intentar hacerle llegar a estas mismas conclusiones. Ardo en deseos de hablar, pero estimo oportuno no hacerlo. Me haría el tonto. Como con lo de su profesión. ¿A qué se dedicaría?
Enredado en mi propia tela, veo como Julius entra por la puerta, da las buenas tardes y toma asiento en el diván. Nos saludamos correctamente. Yo dudo. No sé de qué hablar. Él espera. Me pregunta qué tal. Yo le digo que bien. ¿Y usted? También bien. ¡Madre mía qué diálogo de besugos! ¿Cómo va la investigación? Se interesa. Me hago el loco. Le digo que no había avanzado mucho. Me sorprende.
- ¿Está el diván movido o soy yo?
- ¿Perdón?
Acto seguido se levanta, lo mueve sin hacer ruido alguno y lo deja en su sitio. Después de la patada yo lo había vuelto a colocar en su sitio, pero parece que él ha notado los dos escasos milímetros de diferencia. “Ahora si”, dice recuperando su plaza. No sé, digo como obligado a decir algo, como nunca
me siento ahí… Julius acepta de buen grado este comentario tan inoportuno. Menos mal. Siento vergüenza y alivio.
Venga Dr. dígame lo que ha averiguado, suelta de sopetón cogiéndome desprevenido, no vamos a estar todo el rato hablando de tonterías. Ya tengo que dar mi brazo a torcer. Comienzo a contarle el episodio del escaparate y hago hincapié en el hecho curioso de que sea la misma empresa quien ofrece los dos productos distintos. Productos rivales.
“Me encanta la fábula del pato”, dice de improviso y extasiado. Esto me jode. Primero por la interrupción y segundo porque el pato, me jode. Intento mantener mi semblante tranquilo. ¿A usted no? Pregunta con toda la mala leche del mundo. Observa en silencio mis escasos movimientos. Los inapreciables tics producto de la ebullición de la sangre bajo mi rostro. Intento retomar mi argumentación:
“¿Usted es mas de la gallina cierto?” Sí. Respondo conteniendo mi emoción. Realmente siento ese coraje en mi pecho. Muchas veces me veía a mí mismo encarando las dificultades sin miedo, por grandes que fuesen, sintiéndome seguro de mi certero picotazo. Desde pequeño, el símbolo de la gallina y su leyenda, me había inspirado en todo lo que había hecho. Retomo a duras penas la historia.
Tranquilo Eric, escucho en mi cabeza. Recuerda lo que hace la empresa. Mira por encima de los símbolos. Date cuenta como él ya lo tiene superado y te ha tendido la trampa. Y has caído como el bobo que eres. Pero también me interesa tirarle de la lengua. No revelar del todo esta nueva actitud. La claridad en el despacho aumenta. Lo achaco a la desaparición de las escasas nubes que poblaban el cielo.
- ¿Y qué es tan curioso? Pregunta burlón.
- Pues que a pesar de ser símbolos contrarios, es la misma empresa quien los fabrica.
¿Ah sí? Se sorprende. (Quizá algo exagerado) ¿Qué raro no? Continua sin escuchar mi “Sí” afirmativo. Parecería más normal que empresas rivales, o por lo menos distintas, fabricasen unos y otros ¿verdad?
- Eso mismo pensé yo.
Julius queda pensativo unos segundos. Esto me sorprende sobremanera. Borra media sonrisa y empieza a cavilar. Yo espero impaciente. No quiero decir nada. Ni respiro. Casi sin querer, le había puesto en el punto justo. ¿Sacaría la misma conclusión que yo?
- Podía haber optado por utilizar dos marcas distintas, observa.
Me limito a responder con una sencilla mueca de afirmación como si eso ya lo hubiese pensado yo. Por lo visto también entiende de estrategias empresariales. El lento discurrir de sus pesquisas además de demostrar que sabe más que yo de gestión empresarial, empieza a tocarme los cojones. Iba a romper el silencio con un: “y qué piensa usted de todo esto” cuando…
- Bueno, ¿y qué cree usted Eric?
¡¡Mierda!! Me pilló.
- Pues que el dinero es el dinero y que a la empresa le da igual hacer figuritas de patos, gallinas, cangrejos o monos si con ello consigue que le compres. Julius sonríe.
Parecía que había resuelto el enigma.
- Y con respecto a los símbolos… (no, no había resuelto el enigma) Pues que también dan igual, tiro mis cartas derrotado. Da igual un pato que un loro. Solo importan lo que significan. Buenos y malos. Amores y odios. Los contrarios.
La sonrisa de Julius se dispara. Yo me deshincho como un globo. Pero no le doy la razón. Al final se la doy. En este momento un impulso me obliga a preguntarle a qué se dedicaba y por qué sabía todas estas cosas. Pero no lo hago. Ahora caigo en que es mejor así. Si lo hago, Julius se cerraría en banda y no sacaría nada en claro.
Bueno Julius, y ahora ¿hacia donde debería dirigir mis pasos? Pregunto. Al segundo me arrepiento de haberla formulado. Primero porque le doy directamente el mando. Segundo porque yo solo me coloco a sus órdenes. Pero la investigación es mía. Una voz en mi cabeza dice: “no, no… déjale que suelte prenda” Rápido obtengo respuesta. Insinúa que debería centrarme en el comportamiento que desencadenan.
Pero esto no me cuadra.
Eso ya lo sabemos, le hago ver. “Amores y Odios”. Los símbolos no significan nada, continúo, Julius queda callado, lo único que hacen es generarnos una sensación de placer o repulsa que condiciona nuestra conducta. Julius retoma su pose pensativa. Yo me siento increíble. Una rápida idea crece en mi cabeza en este corto espacio de tiempo: ¿“de donde proceden” estos símbolos?
Menos mal que Julius está cabizbajo y no ha visto la cara que he puesto. Me callo. Disimulo. Le dejo pensar. Sabemos que existen, sabemos que nos condicionan y sabemos el comportamiento que generan. “Nos falta la primera parte de la historia”. Los símbolos no crecen solos en el bosque. “Se crean”. Los creamos. Nosotros. Una nueva pregunta brota en este terreno fértil: ¿Por qué los creamos?
Todo esto me da tiempo a pensar. Ya no puedo disimular mi expresión de asombro. Julius repara en ella. Intento ocultar mi alegría. Pero no puedo. Dudo un segundo. Quiero hacer la pregunta pero no sé cómo. De nuevo unas nubes caprichosas se colocan entre el cielo y la tierra. Me siento raro. Como si comenzase a tener frío de pronto. Quisiera saber de dónde proceden los símbolos, dejo caer.
Pues de la cultura supongo, responde Julius con desdén. Es cierto, apunto solo para dejarle la puerta abierta. Le invito a entrar con todos los medios a mi alcance excepto las palabras. Ahora mi sensación cambia. Quiero tirarle de la lengua, puesto que está claro que “sabe cosas”. Pero por otra parte también me gustaría descubrirlo por mí mismo. “Yo también puedo hacerlo”. Lo tengo claro.
Julius continúa. Y lo hace por el lado del comportamiento que generan. Pero yo no quiero ir por ahí. Sino del otro lado. Ahora el ¿Por qué? Cambia en “¿Para qué?” ¿Para qué se crean los símbolos? Mi expresión cambia. No puedo evitarlo. Frunzo el ceño. Afilo mi rostro. Como si calculase una distancia. Como si midiese a cuanto está mi presa encaramado en mi rama. Tranquilo. Es una cuenta fácil.
Bueno, continúa al fin. (Yo ya le veo en mis garras) Identifique los símbolos, el sentimiento que generan y el comportamiento que desencadenan.
- ¿Pero cómo? Salto en mi sillón escandalizado. ¿Todos?
Todos no... responde rápido. Pero sí los más importantes. Julius hace un gesto raro. No me gusta nada. Estoy seguro de que este no es el camino adecuado. El contrario es el que hay que seguir. El suyo es
solo sepultarme bajo toneladas de trabajo. Igual que algo me dice que “sabe cosas”, ahora esa misma voz me dice que ya no quiere ayudarme. Solo necesito escuchar una vez su eco para confírmalo.
Julius sigue hablando. Propone diversas vías de investigación. Su nerviosismo aumenta. Mueve brazos, tronco y hasta las piernas. No es normal. No fija su mirada en mí. Ni tan siquiera lo intenta. Yo no atiendo. Estoy absolutamente convencido de que ese no es el camino. Ya solo debo hacerme caso a mí mismo. Averiguar el paso anterior. El comienzo de la historia. Esa “construcción del símbolo”.
Quiero saber cómo se construyen. Por qué se construyen y más que nada, para qué. Este “para qué” Julius lo sabe, me dice de nuevo la vocecilla en mi cabeza. Continuo escudriñando su monólogo. Pero evito los sonidos. Solo atiendo a sus gestos y movimientos involuntarios. Rico lenguaje de la verdad. Ya no me va a ayudar más, escucho de nuevo. Me propone dar solo “vueltas y vueltas”. Para no avanzar.
Ya se han ido todos. Es de noche en mi consulta. Miro por la ventana. Me entretengo con las luces de la Gran Ciudad. Los altos edificios de oficinas parecen haber dejado esas luces encendidas por capricho, solo para construir figurillas con las ventanas sobre sus fachadas. Otros edificios parecen más bien enormes velas ya consumidas después de una dura jornada laboral.
Abajo los gigantescos bloques de apartamentos se apagan poco a poco. Como por fases. No sé qué hora es. Deduzco por el repentino apagar de luces que ya es hora de dormir. Estoy bien. Satisfecho.
***
Cojo el coche con la respiración entrecortada. Lo achaco a haber salido a la carrera de casa. Atasco. Creo que no he dormido bien. Me fijo en mis vecinos. Son distintos cada día, o eso creo. Pero de lo que estoy seguro es que mañana también compartiremos este agradable rato. De un golpe de vista los veo de arriba abajo. Como si estuviesen de pié frente a mí. Reparo en todo a la vez.
El coche, la marca, el color, la ropa, el corte de pelo, barba, perilla o nada, los distintos adornos ya sea dentro como fuera del vehículo… todo. De un golpe. Es curioso. Pero así, consigo obtener más información de ellos que si les preguntase directamente.
Una sensación mala empieza a invadirme. Me ahoga. Noto una serie de escalofríos. Lo achaco a la oscuridad del túnel. Ahora recuerdo la sesión con Julius. No me gusta.
- ¡¡Mierda!! Exclamo en voz alta. ¡No, no y no Eric! Olvídate de la apariencia. “Esto no es así”. Cierro mis ojos y aprieto mandíbulas y puños de rabia. Estoy siguiendo el camino de Julius a pesar de no querer. Estoy volviendo atrás. Sigo viendo solo símbolos. Hay que mirar por encima de ellos. Me cabreo sobremanera conmigo mismo. Al volver a abrir los ojos. Ya no hay atasco. Continuo la marcha.
En la consulta Mary. Está rara. Me saluda como siempre. Con su gran sonrisa. Pero noto una pincelada distinta de color en el perfecto lienzo que es su cara. Le pasa algo. Prefiero no preguntar. Temo meter la pata. Llega la hora del almuerzo tras haber atendido a mis pacientes y haber escrutado en sus rostros hasta el más mínimo gesto. Hasta la más imperceptible mueca. Casi podía terminar sus frases.
Vuelvo a la consulta. Desde el pasillo escucho a Mary hablando por el teléfono. Algo bueno le cuentan puesto que estalla de alegría. Entro mientras agradece a su interlocutor tanto la llamada como la buena
noticia. Por lo visto su gata salió anoche a dar su paseo nocturno habitual pero esta mañana no había vuelto. Esto era lo que le preocupaba a primera hora. Ya que se temía lo peor. “Es muy buena, dice. Y preciosa”
- ¿Cómo se llama? le pregunto yo. Zarpa me responde con su sonrisa elevada al máximo.
“Zarpa”, pienso para mí mientras entro en mi despacho, tiene que ser un bicho…
Van a dar las 16.00 y otro bicho va a entrar por la puerta: Julius. Ya me tenía que dejar de tonterías y hablar claramente. Le contaría todo lo del adiestramiento y lo del estimulo-respuesta. El Condicionamiento Clásico, vaya. A mí lo que me interesa es saber “por qué” se nos adiestra y sobre todo “para qué”. Recuerdo el episodio de esta mañana en mi coche. Y me cabreo. Aquí está ya.
Había vuelto al prejuicio. A la casilla de salida. Y todo por su culpa. Está claro: no debo seguir haciéndole caso. Es entrar por la puerta, saludar, sentarse en su sitio, sonreír y de golpe, dejar de hacerlo. ¿Y por qué le cambia la cara? Muy fácil. Porque para entonces ya había sacado el catalogo del cajón y le mostraba la portada. Y esa cara es la que tuve que poner yo cuando Antonio me hizo lo mismo con el Business.
¿De donde ha sacado eso? Pregunta con un hilo de voz. He llamado a la empresa y me lo han mandado. Respondo burlón. Su cara se descompone en una serie ilimitada de gestos imperceptibles para el ojo humano. Pero no para el mío. La veo como si pudiera tocarla con la mano. No sabría decir ni si es la suya. Nunca la había tenido tan de cerca y ni tan dispuesta delante de mí para su estudio. De todos lados salta un tic. Todo mínimo pliegue de piel ondea cual mar agitado. Sus ojos se hacen cada vez más pequeños. Como si huyesen en busca de un escondite en el lejano horizonte. Es mío.
Sus cejas saltan de acá para allá. Sus pestañas son dos banderas luchando contra el mástil que las aprisiona para abandonarse a los vientos. Ahora sus ojos vuelven encendidos como dos faros al fondo de un negro túnel… Hace fuerza con la mandíbula. Sus manos reflejan nítidamente un nerviosismo pocas otras veces vivido. No sabe qué hacer con ellas. Está incomodo en su trono. Ya no es una roca. Ahora soy yo esa roca.
- ¡Cómo que se lo han mandado!
- Si, respondo como si no fuera conmigo. Esta misma mañana.
“No puede ser”, dice resignado. Pues ¿qué tiene de malo? Pregunto como si no lo supiera. Hojeo el catalogo de delante hacia atrás. Jugueteo con él como un niño con juguete nuevo. Saboreando el momento. ¿Quién ha sido? Pregunta derrotado. Yo le quito importancia. Insiste en saber cómo lo he conseguido. Me invento sobre la marcha una historieta. Le digo que me hice pasar por un emprendedor que pensaba abrir una tienda de recuerdos y deseaba información sobre productos y precios.
Enfadado hace un gesto como de levantarse para quitármelo. Pero se echa atrás. Sabe que es tontería. Sabe que lo le visto entero y que lo he comprendido todo. “Ya sabe lo que he descubierto”. ¿Esto quería que hiciese Julius? Ataco. Siento la necesidad de hacerlo. Ayer ya me quedé con ganas pero hoy no. Estoy cabreado. ¿Que me dedicase a catalogar dibujos y simbolitos?
- ¿Sabe que he pensado regalar un pato a mi hija? Me encantan los patos. ¿A ti también no es cierto? Rompo en risas.
- Son graciosos, responde molesto.
Comprende que con esta actitud lo da todo a entender y rápido intenta recomponer su pose. Todos sus músculos y facciones estaban tornando a su estado de reposo, serenidad y superioridad habitual en él cuando:
- Julius, continuo, lo he estado pensando y creo que el siguiente paso es averiguar el origen de los símbolos.
- ¿El origen? Pregunta dando un pingo sentado en el diván. Pero si eso ya lo sabemos..
La cultura, sí. Interrumpo sin tacto ninguno. Cosa que le molesta sobremanera. ¿Pero por qué lo hace? ¿Por qué crea los símbolos? No sé, responde rápido, imperturbable. “Sigo creyendo que debería indagar sobre las consecuencias y no sobre el origen, caballero”.
- Ya, sigo en mi tono, pero vea que si empiezo a catalogar símbolos me vería inmerso en un trabajo interminable que solo me llevaría a dos sitios: O bien a la casilla de salida. O bien a abandonarlo por imposible.
Su rostro cambia. Le pincha el asiento. Sabe que tengo razón y que no tiene respuesta. ¿Para qué seguir ese camino? Pregunto. Y es que no me queda otra que atacar. ¿Acaso no quiere que siga investigando y prefiere despistarme o perderme por ese laberinto de símbolos, imágenes, estímulos y comportamientos y me pierda? La clave no está en la respuesta que genera, sino en el origen de la información.
- “Quiero saber” cómo se originan los símbolos, cómo se crean y sobre todo: ¿para qué?
Todo cambia.
- ¿Está seguro... Dr.? Pregunta tras una pausa. Me mira fijamente. Sonríe. Pero es mueca de nerviosismo.
- Por supuesto, aprieto los puños.
- Creo que no debería seguir por ahí Dr., me aconseja misteriosamente. Su postura cambia. Se relaja. Puede que dé con cosas malas.
¿Cosas malas? ¿A qué se refiere con esto?
De repente…
- ¿A qué se dedica Julius? Exijo con una vehemencia impropia en mí.
- Ya le dije que a nada.
- ¡¡Quiero saberlo!!
- No lo va a saber, se cierra en banda. Ni ahora ni nunca.
Y sonríe.
- ¿Qué son esas cosas malas? ¿Me está amenazando? Pregunto violentamente. Actitud que no enmascara los temores que empiezo a entrever.
- Ni mucho menos Eric, me tranquiliza suavizando su tono, lo que consigue que yo también lo baje. Solo digo que es mejor que no siga por ahí. Es más, continúa sin pausa, le recomendaría que se olvidase del tema.
¡¡Pero bueno!! Vuelvo a saltar. ¿Que me olvide del tema?
- ¡¡Julius dígame quien es usted!!
Acto seguido se levanta y viene hacia a mí tendiéndome la mano. Yo no muevo ni un músculo. El corazón me late con una fuerza terrible. Sé que si abro la boca… se me escaparía por ella.
Julius se coloca delante de mí. De pie. La mano tendida. Su rostro mezclando desafío con una pizca de dulzura. Quizá conservamos durante diez segundos las miradas fijas. Él sonríe. Yo ardo.
- Usted no va a ningún lado, digo tajante. Siéntese caballero, la sesión aun no ha terminado. Ordeno.
- Dr., dice con la mano tendida a la altura de mis ojos, le recuerdo mi consejo. Siento mucho que las cosas hayan salido así. “Ha llegado lejos”. Escriba un libro. Haga lo que quiera. Pero olvídese de todo esto y retome su vida justo donde la dejó. “Será más feliz así”, concluye encogiéndose de hombros. Yo no digo nada. Mantengo en mi rostro la orden que he dado. No voy a dejar que se vaya así.
- Ahora me marcho, continua al ver que no reacciono a sus palabras, quisiera hacerlo de la manera correcta.
- “La sesión no ha terminado”. Repito sin duda.
- Tengo prisa.
Y recoge su mano introduciéndola en el bolsillo del pantalón. Acto seguido me sonríe amigablemente y comienza su marcha hacia la puerta que alcanza en dos pasos.
- Usted me dijo que me ayudaría, le recuerdo desafiante. Nos dimos la mano.
Al oír esto su cabeza cae entre los hombros desapareciendo por completo.
- Es cierto Dr., responde con pesar. Es la primera vez que falto a mi palabra. Pero el motivo está más que justificado.
Ya iba a echar mano del picaporte cuando pregunto:
- Julius, ¿sabe lo que simboliza un perro dando obediente la patita?
Queda petrificado. Yo exploto de alegría. Tengo razón. Lo siento claramente. Al momento retoma su gesto y abre la puerta. Al fondo aparece la cara de Mary que, sorprendida por la escena, consulta su reloj de pulsera.
- Voy a mencionar su nombre en la investigación, le reto justo cuando ponía un pié fuera del despacho.
Se gira sonriente y para mi sorpresa dice:
- Yo no tengo nombre, Dr.
Cerrando rápidamente, dejándome aquí solo y desapareciendo para siempre.
Da igual, pienso para mí. Ya no le necesito.
***
Desde luego que no es el final que hubiese deseado o imaginado. Pero así ha sucedido. Todo está en silencio. Yo sigo sentado en mi sillón. Con la misma postura. El catalogo enrollado entre mis manos. No he movido ni medio músculo desde que Julius se levantó. Todavía le veo ahí sentado. Tenía muchas cosas que explicarme. Pero estaba claro que aunque siguiera aquí, no lo iba a hacer.
No estoy ni contento ni triste. Pero si satisfecho. Tengo claro cuál es mi próximo paso: averiguar el origen y la finalidad de los símbolos. Tengo que dar con la clave de ese efecto que causan en nuestra conducta. Con la clave de su existencia. A partir de ahora YO dirijo mi estudio. Hipótesis. Ponerlas a prueba. Cribar. Y con las buenas, articular mi Teoría. Al fin y al cabo, soy Dr. en Psicología.
***
Vuelvo a “Promenade” con mi bici. Sentado en un banco al solete. Debe ser sábado a mediodía. Estoy en la Avenida principal. Me distraigo con el paso de la gente. Un crío pequeño pasea a un perrino increíble. Es una bolita de pelo blanco. Una ovejina que con dos ojos despampanados mira y remira este sitio tan grande, tan verde y tan lleno de ruidos y fragancias. El perro es un cachorrino que si anda no puede seguir la marcha del niño, por lo que iba dando pequeños saltitos en una carrera absolutamente descompasada. Y a cada dos saltitos, queda fijo con cualquier cosa que hubiese por el suelo.
En este momento, un imponente doverman lo ve y se va directo a por él. El cachorrillo, absorto con el trabajo de una hormiga arrastrando una cáscara de pipa, ni se entera. A menos de dos zancadas del perrito y yo ya temiéndome lo peor, un silbido corta el aire y el doverman, obediente, se frena en seco, da media vuelta y se dirige hacia su amo quien le recibe con una fuerte caricia en el lomo y un buen sitio para tumbarse a la sombra bajo el banco donde, despreocupado, charla con un amigo.
¿Qué hubiera pasado si el perro no estuviese bien adiestrado? Quizá nada. Quizá solo olería al perrillo e intentaría jugar con él. ¿Diferencia entre adiestrado y no adiestrado? Si no lo estuviese no podría andar por ahí suelto, claro. Es un perro. Y estos van por completo a su bola. Entre ellos y ellos tienen su lenguaje y se entienden, cosa que para nosotros es muy difícil de comprender.
Pero claro, estando entre personas, entre sus amos, estos les tienen que enseñar nuestro lenguaje y nuestros símbolos. Los perros no se saludan dándose la pata. Somos nosotros quienes se lo enseñamos. Para ellos no significa nada. Solo que si lo hacen, se llevan el premio. Esto es lo que aprenden. Seguro que el doverman sabe dar la patita y sentarse y tol rollo. Pero solo por el premio.
¿Y si escucha el silbido y no se da la vuelta? ¡¡La cadena!! Ahora la veo relucir al sol colgada del respaldo del banco. El dueño lo habría atado. Otras veces no lo habría hecho y habría sido atado. Amaestrarle es hacerle al dueño. “Al maestro”. “A la persona”. Poco más. Ahora me fijo en él. Está realmente metido en su conversación. No repara para nada en su perrazo. Quien por el contrario, repara en todo.
Le tiene perfectamente controlado. Un silbido y punto. ¿Qué dominio verdad? Amaestrar bien a un perro es una tarea ardua. Hay que tener mucha paciencia. Mucha constancia. Cosa que no tuve yo con Chico. Que nos engañaba como quería y hacia lo que le daba la gana. Todo eso, la paciencia, la constancia… el dominio, lo deja claro el dueño con su actitud. El perro esta amaestrado.
El dueño irradia esa seguridad de saber que está dando una gran imagen tanto del chucho como de él mismo.
- Hum… reflejo… mascullo entre dientes.
¿Dónde encontramos también este fenómeno? Pues entre padres e hijos. Un hijo bien educado, que ha conseguido alcanzar un status es el orgullo de sus padres. ¿A cuantos habré atendido porque sus padres eran demasiado estrictos con ellos y al no querer seguir sus pasos les hacían la vida imposible? Demasiados casos. Padres que les dicen a sus hijos que son la vergüenza de la familia.
Y solo por no haber cumplido un “objetivo social”. Por no haber querido ser lo mismo que ellos o querido llevar la vida que pensaban mejor para sus hijos. Esa vergüenza no es sino un reflejo. Con su comportamiento, sus hijos, demuestran que no habían sido buenos padres. Que no habían tenido ni la paciencia ni la constancia requeridas para educarles bien. Y por eso, hoy se avergüenzan. Porque sus hijos no reflejan sus cualidades como padres. Siempre a su entender, claro.
Como el dueño de un perro sin adiestrar que no podría estar tranquilo como lo hace ese tipo con su precioso animal suelto.
Si cambiamos la palabra “adiestramiento” por “educación”, si solo cambiásemos los términos, la cosa podría entenderse mejor y sobre todo, abarcaría mucho más terreno.
Un niño mal educado es un crío respondón. Que no se hace caso de nadie. Un rebelde que está pidiendo a gritos un correctivo. Por el contrario, un niño bueno es aquel que hace todo lo que le dicen sus padres, sus profesores o cualquier superior. ¿A quien se premia y a quien se castiga? O, ¿quien dice que “es bueno?” Pues el padre que al ordenarle, al silbarle, obtiene la respuesta esperada. Bueno y malo. Castigo y recompensa. Los contrarios. Educación.
Condicionamiento clásico. Educación.
Estas palabras se repiten en mi cabeza de una manera extraña. No sé si es algo que acabo de pensar o si ya lo sabía desde hace mucho tiempo. Es como si las leyese o recordase haberlas leído. Un olor lejano…
Los padres enseñamos a nuestros hijos lo que sus abuelos nos enseñaron a nosotros. “¿Y eso es malo?” Vaya, Julius de nuevo. Bueno o malo.
***
En mi despreocupado paseo, oteo un kiosquillo muy gracioso que vende unos helados de mil sabores distintos con una buena pinta todos... que pa qué. Pero no pillo uno directo. Sino que lo prefiero como postre. Si, “helado de postre”. Al momento compro una hamburguesa en un puesto contiguo (pues el color y el tipo son distintos) y me separo un poco de la Avenida para devorarla.
Ya si, toca el helado. No quiero comérmelo aquí. Aunque me lo hubiera metido directamente en la boca. Madre mía… qué pinta. Un pequeño barullo llama ahora mi atención.
Doy media vuelta y diviso tras unos árboles un estanque rodeado de una serie de bancos. Justo en este momento sale el sol, invitándome claramente a internarme e investigarlo. Chocolate con almendras coronado de virutas de chocolate negro. Al contrario de salir despavorida, toda la fauna del estanque acude curiosa a ver quien irrumpe en sus dominios y se sienta sin pedir permiso. De pronto me encuentro rodeado de picos, patas y plumas.
Pero no soy yo quien llama su atención. Es el helado.
Decenas de miradas hacen diana en el cucurucho. Ni que decir tiene que me siento seguro. Creo que no se acercarán más. Pero cada vez hay más y más patos. Yo miro a mí alrededor: estoy por completo rodeado. El helado deja de importarme. La cosa se pone tensa. Una pareja de ancianos entra en el recinto. Y al ver la escena, deciden dar la vuelta. Dejando aquí por completo indefenso.
Yo ya estoy acojonado. El helado empieza a derretirse. Se desliza por mis dedos, embadurnándolos por completo. Siento como empiezan a estar pegajosos. Justo lo que los patos quieren: más dulce.
Uno de ellos da un paso adelante dejando un mínimo hueco en el muro que impide mi huida. Hueco que aprovecha una avanzadilla de patitos que salen en estampida hacia mí. Pero frenan su avance y a modo de peones, se colocan en fila delante de su madre.
Son la primera línea de ataque. A mi izquierda, el pato más raro que había visto en mi vida, empieza a graznar espantosamente. Comportamiento rápidamente imitado por todos y aumentado con un terrible aleteo. Los pequeños intentan graznar y aletear más que ninguno.
Visto el panorama no me queda otra que lanzar el cucurucho lo más lejos posible y confiar en salvar mi vida corriendo como un loco. Por si fuera poco, acompaño mi carrera de una serie de aspavientos y una especie de alarido que inconscientemente emite mi garganta. Lo que me da un aspecto de neurótico que atrae todas las miradas de los transeúntes que en este momento disfrutan del agradable paseo por la avenida central.
Ya a salvo de los putos patos (pero acribillado por miles de miradas) y rojo como un tomate me voy derecho a casa. Voy en el autobús ya. Todavía con el miedo en el cuerpo. La jugada se remata con una de las cosas que más rabia me dan de este mundo: un chiquillo llorando desconsoladamente.
El bebé berrea y berrea.
Es realmente molesto y todos los que vamos en el autobús expresamos nuestro malestar con un semblante serio. De pocos amigos. Yo personalmente estoy como para que me pidan pasta. La madre, la pobre, refleja su angustia e intenta hacerle callar consciente del espectáculo. Pero buena gana. Pasan las paradas. No se bajan. Intento retrotraerme en mis pensamientos. Imposible.
- No sé qué le pasa, de verdad, intenta excusarse la madre agotando el repertorio de mimos y carantoñas. Normalmente no es así, explica a una mujer que iba sentada a su lado y pone cara de circunstancias. “Si es muy bueno”. De verdad que lo siento.
Bueno. Pienso para mí. Claro, todavía es muy pequeño. Aun no ha comenzado su educación. Todos pedimos a gritos, sin hablar, un mínimo de respeto. Pero el crío no es consciente de nada. Es la madre. Sobre ella caen todas las silenciosas acusaciones. No puede hacer nada. Pero es la responsable de hacerle callar. Por ello ha estimado necesario excusarse al no conseguirlo.
“Nacemos asociales”. Es la educación quien nos va puliendo. Limando nuestras asperezas hasta que consigue el resultado: el individuo sociable. “Civilizado”.
Antes de esto somos lo contrario: “Salvajes”.
De manera que la cultura no es algo natural al humano. Esta se aprende. “Se ha de aprender”. Sería algo natural si ya naciéramos con ella “aprendida”. Pero no es así. La cultura es algo extraño a nuestra
naturaleza. Por eso mismo, porque no es innata, podemos aprender el sistema cultural del sitio donde se nos eduque. Así las cosas, los símbolos son aprendidos. No son naturales en nosotros.
El crío aumenta su berreo. Consiguiendo frenar en seco mi cabeza. Lo que me permite reparar en que me he pasado la parada. Debo aguantar otra parada más el espectáculo terrible. Tengo que esperar al bus de vuelta. Que lo mismo me trae de regalo dos críos llorando. Compitiendo claro está por ver quién lo hace más fuerte. No puedo volver en bici porque estamos bajo tierra. Y en el anillo no hay carriles bicis subterráneos.
***
El domingo despierto por la mañana embotado. Intento despejarme con una buena ducha. Pero nada. Estoy hecho polvo. Noto como no puedo mover las piernas. Pesan toneladas. Mis brazos parecen los de un maniquí. Y mi espalda es solo un conjunto de músculos que se dedican a dar una serie de pinchazos de un lado a otro. De abajo arriba hasta los hombros y la nuca.
Resoplo. Y es que las dos opciones no son para menos: quedarme en casa o salir con la bici. Por perrez tengo que elegir la primera. Estoy hecho polvo. Mi cabeza va a mil por hora. Pero es intentar volver al tema de la cultura y el mecanismo chirría. No va fino. Bajo despacito los escalones hasta el salón. Escucho a mi mujer hablando en la cocina con Diana. Resoplo. Suena el timbre. Sorpresa.
Antonio.
- ¿No traerás el Business verdad? Le grito desde la cocina.
No hombre... dice tranquilamente. Vengo a desayunar. Como todos los domingos. Su sonrisa de cabrón es indescriptible. Pero lo sabe hacer. No puedes enfadarte con él. No me saluda y ya está sentado esperando el desayuno. Diana ríe disimuladamente mientras aparta la cafetera del fuego. “Iba a pasarme a comprar algo, continua mientras con una mano se acerca las tostadas, pero estaba todo cerrado”.
Qué cara más dura, pienso para mí. Pero no puedo enfadarme con él. Al fin y al cabo ha roto el silencio en mi casa. Traes buena cara, le digo en tono de broma, ¿hoy si has podido dormir bien? No responde. Solo suelta un pequeño bufido. Tiene la boca llena de tostadas. A dos carrillos. Como si no hubiera comido en semanas. Es tragar y empezar a contar sus batallitas de siempre. Empieza quejándose:
- “¡Menudo marrón tío!”
Entre todas las cosas que cuenta entiendo que le han mandado a visitar a un cliente. Vuelve a prestar más atención a lo que come que a lo que dice. Es un cliente de otra zona. “Mandan al mejor, claro”. Así explica este hecho. Esto si se le entiende bien. Fantasma, le digo. Pasa de mí. Sigue a lo suyo: comer y hablar. Sigue contando de todo y de nada. Anne y Diana ríen.
Pero tranquilo, dice ya si dirigiéndose a mí directamente. Que el miércoles estaré aquí para pegarte la paliza de siempre al básquet. Y completa su comentario lanzando otra tostada de la fuente a su plato. Pero yo no entro al trapo. Miro por la ventana. Reparo en que hace un día estupendo. Recuerdo “Promenade”. Lo que trae directamente el tema de la investigación a mi cabeza.
Entonces, intervengo, ¿vas a coger por costumbre plantarte aquí todos los domingos a fanfarronear y a dejarme sin comida? Diana al oír esto, deja escapar una mueca de sorpresa por el hachazo. Gesto que
borra al momento al escuchar la respuesta de Antonio con la boca llena: ¡Pues claro! “Con este tío no hay quien pueda, de verdad”. Pienso para mí. Me pregunta si me hace el Club hoy. Ni respondo.
***
Vamos en su coche. Reconozco el camino: vamos al Club.
El Club conserva su antiguo emplazamiento en la zona de “Calmette” y solo por el hecho de sobrevivir en la superficie ya le da un tufillo de abolengo milenario cuando quizá lleve funcionando solo cuarenta años. Toda la decoración recuerda ambientes barrocos. El edificio no es sino la antigua estación central de trenes.
El hall de entrada reproduce frescos y murales con escenas “bucólicas” de la Gran Ciudad. Las antiguas avenidas a rebosar de coches... tenderos sonrientes rodeados de grandes sacos despachando legumbres al peso... instantáneas de antiguos parques atestados de gentes con lujosos vestidos de aquella época… Los andenes, ahora son una lujosa cafetería donde se conservan varios vagones que sirven zonas V.I.P.
El suelo es de metacrilato y pueden verse las vías por donde antes corrían los convoys…
Donde antes se levantaban altos bloques de viviendas, ahora hay jardines y cuatro campos de golf. El acceso es subterráneo, claro. Nosotros entramos directos al nivel -2. Un chico muy amable toma el coche y parte a buscar hueco en cualquiera de las ocho plantas del garaje.
Estos niveles rodean el complejo deportivo. En el -3 se encuentras las canchas de tenis, de pádel y squash, en el -4 el pabellón multiusos… y por cada uno su correspondiente gimnasio. Los tres últimos niveles es un hotel que conserva, obviamente, la calidad del emplazamiento. Reservado para socios y amistades.
Pues eso, que una vez dejado el coche nos dirigimos a los ascensores para subir directamente al hall. Las puertas ya casi cerradas y una mano irrumpe en el filo de luz. El ascensor se abre de par en par. Antes de estar completamente abierto, aparece un tipo que yo no puedo ni ver. Siempre hablando de lo que tenía, de donde había estado, de donde iba a ir y lo que estaba pensado comprar.
Antonio tampoco lo puede ni ver (aunque a este no le cae bien nadie) Le echa valor y como siempre interesa llevarse bien con empresarios importantes, rápido se pone el uniforme y le sale el comercial que corre por sus venas. ¡¡Hiroshi Nakata!! ¡Amigo mío! Grita lleno de alegría abriendo los brazos invitándole a entrar. “¡¡Antonio!!” Qué grata sorpresa encontrarte aquí amigo, sonríe este.
- Y nada menos que acompañado del ilustre Dr. Eric Bauss, observa mientras entra en el ascensor.
Acto seguido nos estrecha a ambos las manos. Y digo bien, las manos, pues este hombre tiene la costumbre de dar una mano y con la otra lo que hace es ponerla encima de las dos juntas. Esto obliga instintivamente a imitar dicho gesto. El Sr. Nakata es uno de los industriales más importantes de la Ciudad y por ende del país. Tiene el dinero por castigo. Emprende negocios de todo tipo y triunfa.
Incluso se rumorea que ha comprado una parte del Club. Cosa que yo no creo. Siempre va de un lado para otro como Pedro por su casa y quizá por esto se levantaron las sospechas. Antonio siempre dice que de mayor quiere ser como él. A pesar de que es mucho más joven que nosotros. Y siempre iba así por todos lados. Había recorrido el mundo entero hasta el último rincón.
Cuando se le preguntaba si por negocios o por placer, juguetón respondía: “¿acaso hay mayor placer que hacer negocios?” Los tres entablamos cortés conversación en el ascensor que continua hasta uno de los vagones donde el Sr. Nakata tiene sitio siempre reservado. Siempre habla de lo mismo. Solo le salva del puñetazo que lo hace de una manera muy graciosa y que obviamente, paga él.
- El Nakata me tiene la cabeza como un bombo, pienso para mí aprovechando que ya ha descendido del todo la escalerilla del vagón en dirección al baño.
- Puff ya te digo… responde Antonio sorprendiéndome enormemente, pues solo lo había pensado.
Pero tranquilo porque en menos de media hora nos habremos librado de él, continúa. Así que, ¡venga, pide otra!
- ¿Por qué lo sabes? Pregunto.
Aunque en realidad lo que me preocupa es que hubiese escuchado lo que yo estaba pensando.
Antonio explica sin ganas que llevaba mirando el reloj un rato bueno. “Confía en mí”, dice mirando a todos lados menos a mí. “El mío doble” Remata indicándome con la mirada la posición del camarero más cercano a la vez que realiza aspavientos para hacerse ver a través de las ventanillas.
- Yo estoy por irme ya, opino pasando del tema de pedir.
“Ni de coña, salta este. Hoy me tajo a su salud”. No sé cómo le aguantas, de verdad. Este comentario merece una mirada asesina de Antonio. Me siento tonto. Estúpido. Niega con la cabeza y comienza a explicarme el juego de Nakata. Habla no sé qué de cazar serpientes. Que solo se consigue removiendo la hierba. Ahora de menear el árbol para que caigan solo las manzanas maduras…
Ya estamos con su jerga de comercial. Esto me aburre. “Paso de ti”, me dice y continúa su perorata:
- No hace falta subir a por ellas al árbol con el peligro de caerte y romperte la crisma, me explica como a un niño tonto. Me recuerda cómo consiguió Nakata su nuevo yate. Solo dejó caer sin venir a cuento en el Club que quizás estaría interesado en adquirir uno más grande, pilló al vendedor en un renuncio y lo sacó por la mitad. El vendedor, delante de todo el mundo no pudo comprometer su palabra de caballero.
Pues es verdad, admito mesándome la barbilla. “Así funciona esto”, concluye Antonio con su sonrisilla típica de tipo que lo sabe todo. Nakata no sabe sumar 2+2, añade. Pero mírale… Ahora aprovecha para pedir otra ronda a un camarero que pasaba cerca con solo un ademán.
De vuelta Nakata trae una sonrisa de oreja a oreja. “Mira y aprende”, dice Antonio entre dientes, ha ido a mear y se trae un buen polvo.
- ¡¡Ídolo!! Grita.
A mí se me escapa una carcajada gigantesca que debo disimular con un extraño ataque de tos. Antonio despista a Nakata de mí haciéndole reparar en su copita de nuevo llena hasta el borde. ¡¡Oh no!! Objeta sonriente. No podría beber ni una gota más. Y educadamente se despide muy a su pesar confiando en volver a encontrarnos por aquí. “Tengo varios compromisos que atender”.
Ahora consulta visiblemente su reloj. Gesto que nosotros repetimos acompañado de una mueca de “Sí, ya es hora de irse. Muy sabio por su parte.” Y nos levantamos para repetir de nuevo toda la ceremonia
del apretón de manos. Nuestro culo peligra: los dos solos en su vagón y chupando de su cuenta. El nuevo maître llegaría y tendríamos que contarle toda la película. Antonio atrapa la copita de Nakata.
- ¡¡Joder!! Dice con la boca llena. ¡Qué rico esta esto! Añade escurriendo la última gota de ese liquidillo azul. ¿Cómo dices que se llama? Me pregunta. Lo mismo me paso a esta mierda… Me encojo de hombros. Esta es toda la respuesta que recibe a tanta pregunta. Yo solo miro por salir del vagón cuanto antes.
Ya en tierra, me siento en el primer sitio libre de la zona normal. Antonio va derecho hacia la barra.
A pesar de la distancia considerable, puedo seguir la conversación con el joven camarero que se afana por mantener el mostrador impoluto.
Antonio pregunta qué suele tomar Nakata. El chico asiente y rápido busca con la mirada en la estantería a su espalda la botella en cuestión. La señala sin titubeos. Antonio, con el consabido gesto monetario, se interesa por el precio. Obteniendo como respuesta una rotunda negativa y una sonrisa amigable.
Me quedo sorprendido. Antonio vuelve rápidamente esquivando mesas como si se hubiese tirado un peo en la barra y quisiera mantener por siempre la incógnita del admirador secreto.
- ¿Qué te ha dicho? Pregunto intrigado. Solo sonríe.
***
Bueno. Trascurrido el almuerzo y viendo que Antonio ya esta medio cocido, decido que ya es hora de volver a casa. Cosa que le importuna mucho. Pero como esta tajao se deja manejar bien. Me da el ticket y acto seguido bajamos en busca del vehículo en cuestión que el amable chico trae ofreciéndome el asiento de piloto. Antonio va cada vez va peor. A los wiskazos había mezclado el licor de Nakata y una botella de vino durante la comida. Baja la ventanilla para tomar un poco el aire. Pero dentro de un túnel esto solo pone las cosas peor. Cada vez dice más tonterías. Llegamos a su casa. Le acuesto y conecto el despertador. Saliendo de su habitación caigo en gastarle una bromita. Adelanto un par de horas el pérfido invento. Y hecho esto, con una sonrisilla de cabrón, pido un taxi.
***
Despierto el lunes con el buen regusto de haber jodido bien a Antonio.
Doy por hecho que ha llamado a la consulta dejando algún recadito. Pero no. Mary me dice que no había llamado nadie. Esperando mi primera paciente, recuerdo nuestra charla en el vagón de Nakata. ¿Cómo sabia que se iba a largar? ¿Que al volver del servicio se despediría? Yo no noté ni media. Como ya he dicho, Antonio es un tipo inteligente.
Estoy en Económicas. Antonio está donde siempre: En su sitio de la Cafetería. Siempre ahí. Jugando a las cartas. Ya fuera con unos o con otros. Nunca o casi nunca iba a clase. Muchas mañanas coincidíamos a primera hora en el bus camino del campus. Yo iba a clase y el directo a desayunar.
Pero cuando había que estudiar, desaparecía como por encanto para volver a aparecer en su sitio quitándole importancia al hecho de haber aprobado todo con nota. Él seguía su “método”. Dicho “método” consistía en identificar los primeros días de curso a los que nunca faltaban.
Para esto no penséis que entraba en clase, no. Se sentaba en la puerta e iba viendo a sus compañeros cómo entraban en el aula mientras los radiografiaba del primer vistazo y una vez calados, se iba a la cafetería. Después de cada clase, el que más y el que menos, pasaba por allí en busca de un café.
Esto originaba unas horas puntas bien conocidas. Para entonces, el cazador ya lo tenía todo previsto.
Sentado señorialmente en su sillón, oteaba con un ojo la puerta de entrada y con el otro controlaba a la camarilla de turno sentada en torno a él. Bien es sabido que aquellos alumnos aplicados son de naturaleza timorata. Lo que les obliga a huir del resto de la gente considerando una multitud cualquier grupito con más de tres personas.
Al verles entrar, Antonio echaba a patadas a sus inservibles contertulios y montando una zaragata descomunal, llamaba a los empollones para que se sentasen con él. Sabiendo el nombre de uno, bastaba.
Los otros vendrían pegados. Así, por el simple hecho de que el gallo del corral no tuviese inconveniente en estar con ellos, pasaban de hormiguitas insignificantes a estrellas rutilantes. Antonio se los camelaba y ya tenía apuntes, exámenes corregidos y consejos del profesor para sacar matricula.
A los cinco minutos volverían a clase y de golpe, volvía a estar rodeado de una nueva cuadrilla.
Esto es verlo para creerlo. Antes solo le conocía de eso: de ser el amo del cotarro. Pero al verle en plena acción, la pinta de chuleta y de bocazas no era nada en comparación con su genio.
Su día a día era siempre así: siempre pendiente de los descansos para cazar apuntes. Y así, por simple admiración, empecé a juntarme con él. Y hasta hoy. Es un tipo increíble. Apasionado de la Filosofía, la Historia y la Psicología. Por esto nació nuestra amistad. Nos pegábamos horas hablando de todo.
Siempre aprendías algo con él. Solíamos terminar los viernes en Letras, donde me juntaba con mi amigo Rui, “poeta de los pies a la luna” como decía él. Rui estudiaba Derecho y hoy es uno de los abogados mejor reputados de la Ciudad. Y nos poníamos a hablar hasta que nos echaba el guarda.
Con Rui solía intercambiar poemitas suyos con historietas mías. Antonio nos leía, pero nunca nos dijo algo más allá de un “me ha gustado”. Él nos dejaba libros y viceversa. Sus extrañas teorías hacían migas con las nuestras. El porfiriaba contra las editoriales. Decía que imprimían libros como tornillos.
Curiosamente, ahora él los vende. Decía que el mercado se había cargado el arte. Ya no se escribían historias, “sino libros”. Un libro es un simple producto a expensas de la moda de turno puesto que de lo contrario no se vendería y no tendría sentido ofrecerlo.
Suenan en mi cabeza las palabras de Julius: “de nuevo, un libro se ha cargado una historia.” Esto me hace sonreír. Decido volver a retomar aquellas charlas, puesto que la época ya la perdimos, con Rui. Y fichar a Antonio para mi investigación. Eso sí, con cuidado. Porque tiene mucho peligro.
Entre lo que sabe, lo que se inventa y lo que se le va ocurriendo sobre la marcha no le podías tener más de cinco minutos disertando. Debería ir dejando caer detalles para que él mordiese el anzuelo. Y Explicarle todo es tontería; porque no escucha.
***
- “¿Y este cabrón que no da señales de vida?” Me pregunto al ver que pasa el día sin noticia.
Temo que en vez de adelantarlo, lo desconectase y aun siguiese dormido. O llegado tarde al trabajo. Miro el teléfono. Dudo. No quiero llamarle al despacho. Total, ya nos veríamos esta noche en el gimnasio.
Donde me lo encuentro. En su cinta. Sudando el find. No me dice nada. Solo me sonríe. Yo espero a ver que dice sobre la putadita. Pero no dice nada. Solo corre y me mira de cuando en cuando sonriente.
Ya en ascuas le pregunto qué tal la mañana. ”Como siempre” Y sigue corriendo. No suelta prenda. Sin mediar palabra baja y vamos hacia la sauna. En este momento hay unas 3 o 4 personas dentro. Lo cual no ocasiona problema alguno pues da para “unas cincuenta”. Pero esto no ha debido gustarle mucho.
Antes de cerrar la puerta, Antonio se quita la toalla con un solo gesto y empieza a ondearla al viento por encima de la cabeza a la vez que grita como una sirena de policía desafinada. Esos giros se reproducen en toda su fisonomía dotando a sus partes intimas de unos movimientos que atraen todas las miradas del público allí presente.
Ni que decir tiene que todos salen en estampida de allí al segundo.
Si no le conociera de nada. Si fuera la primera vez que lo veía, me hubiera roto el pecho de reír. Pero la verdad es que lo tomo por algo normal. Además, quiero saber qué había pasado con el dichoso despertador.
Nos sentamos donde siempre. Solo que hoy algo más pesadamente. Decir que hace calor y que la respiración es algo dificultosa, ayuda bien poco a bosquejar el interior de una sauna, la verdad.
- “Estás aprendiendo solo cosas malas de mí”, salta sonriente mientras se coloca bien la toalla. Mantiene su mirada en mi lo que me provoca la carcajada. Pero que sepas que no me has despertado a mí. Sino a un precioso pichoncito.
- ¿¡Cómo!? Pregunto sobresaltado cortando la risa de golpe
Antonio ríe.
- Sí, sí. Ayer, a eso de medianoche me desperté con ganas de mear. No sabía ni qué hora era. Cuando miro el reloj y vi que no tenía ni pizca de sueño, cogí, me vestí y me fui al bar.
- No me lo creo.
- Pues créetelo, dice encogiéndose de hombros y ya si, mirándome. Para mi sorpresa estaba más lleno que de costumbre para ser domingo. Y entre las personas que lo abarrotaban brilló una ondulada cabellera rubia…
- A las cinco y pico me fui al balcón a beberme una birra en bolas y al rato suena el despertador. Dándome un susto de la ostia. (Antonio exagera su cara de sorpresa) Pero eso no fue todo, pues al segundo tenía una mano plantada en la cara, continúa gustándose. La tipa se pensó que había conectado la alarma para joderla. Cogió y se fue.
- Hijo de puta.
Y sigue imperturbable:
- No tenía ni puta idea de qué había pasado, hasta que caí en que todo vendría de cuando me acostaste borracho.
Y sonríe.
- Pero ya sabes que no me importa ni lo uno ni lo otro.
- ¡¡Hijo de puta!! Grito escandalizado.
- Es más, gracias.
- ¿Por? Pregunto dando un pingo al ver su cara extremadamente sonriente.
- Gracias a ti, ahora tengo un método cojonudo para despejar la cama.
Desde luego, esto sí que es que te salga el tiro por la culata…
Tras esto, empieza a contarme que el día siguiente tenía que coger un avión. Cosa que nunca le había hecho mucha gracia. Pero como no, también había descubierto un método. Se hacía de una botella de agua de plástico vacía, un limón y un botecito de sal. La botella la llenaba de tequila. El limón lo cortaba en rodajas y lo envolvía en papel de aluminio. Así no tenía que subir ni cuchillos ni navajas. Y después de facturar se iba a los servicios. Quizá tenía que dar tres o cuatro paseos desde la sala de espera, pero a cada cual le importaba menos. Cuando llamaban a los pasajeros, tiraba lo que quedase y derecho al avión. Todo lo derecho que pudiera. Según él, despegar medio tajao es una sensación incomparable. Se te va la cabeza por completo. Se te taponan los oídos y la sangre nubla tu vista. Solo el ruidillo que escapa de tu garganta atestigua que sigues vivo. Luego lo mismo se quedaba dormido directo o se le pasaba el peo, volviendo al estado de punto. Vamos, que el avión ya era un autentico gustazo.
***
El martes tengo dos cosas en mente: ir al Restaurante a almorzar para contarle a Rui y llenar el vacío de la hora de Julius. La solución está clara.
Al llegar allí, el chico del guardarropa, tras saludarme cordialmente, me hace entrega de un sobrecito. Que tomo con recelo. “No sé qué es esto.”
¿Una nota de James? Mi expulsión por haber hablado de política “¿y no pagar la multa?”. Invadido por la preocupación, llego a la mesa y me siento. Había guardado el sobre en el bolsillo interior de mi chaqueta y discretamente, se lo muestro a Hans, sentado a mi lado. Ábrelo, me dice sin la mayor importancia.
- ¿Seguro? Pregunto algo sorprendido.
A todos les habían dado uno. Hago que lo muestren. También el contenido antes de tan siquiera sacar el mío. Ya tranquilo, lo aso. Rompo el sello del Restaurante. Lo abro y un folio de textura fuerte y rugosa, pero agradable al tacto, asoma misterioso. Son unas nuevas normas de conducta que la dirección del Restaurante había publicado. Instándonos amablemente a que las leyésemos y seguros de nuestra total adhesión a estas nuevas normas.
Yo ni las miro. En vez de eso hago como que me parecen muy interesantes y me guardo el papelito junto al sobre en el bolsillo de donde los había sacado. Miro a todos. Miro a la hucha. Y tras una pausa en la que reparo en que todos me observan esperando qué tenía que decir, pregunto:
- Bien, ¿qué os parecen?
Todos sin duda coinciden en que si así se devolvía la calma a las sobremesas, que estaban de acuerdo. No quiero seguir preguntando por miedo a la hucha. Tomo el menú y tras ver que todos tenían ya hecha su elección, lo cierro y pido lo de siempre. Simple protocolo. Todos hacían igual.
Durante el placentero almuerzo pregunto a Rui si estaba libre para un café tras la comida. Este me responde sonriente que sí. Pero que a las 17:30 tenía que estar de vuelta en la oficina. Todos sintieron curiosidad puesto que sabían que siempre estábamos a tope. Pero no quieren preguntar.
Ya en el guardarropas, Rui me pregunta que qué quiero.
- Hablar contigo, simplemente. Respondo con toda la naturalidad del mundo.
A lo que me responde con una jovial sonrisa. Rui es un tipo de aspecto singular. De mediana estatura, tiene la cara muy redonda, de manera que cuando sonríe se pronunciaba aun más su redondez. Y al tener la cabeza pequeñita, no había sitio para tanto quedando sus ojos prácticamente cerrados.
Acepta de muy buena gana ir a “Les Rideaux” puesto que hacía años que no iba. Una vez allí reparo en que el camarero raro no está. Nos dirigimos rápidamente a la última mesa que se encuentra vacía.
Hablar con Rui es algo muy placentero. Tiene una voz suave que se rige por una cadencia inmutable.
Podía estar enfadado o contento. El tono era siempre el mismo. De sonrisa enorme y fácil, trasmutaba por completo cuando tenía que recitar o sentía la necesidad de escribir. De cuando en cuando, quedaba como absorto, ausente, para al momento volver al mundo real.
Obviamente, había conseguido robar a la inspiración un poemita en pleno vuelo y cuando lo tenía a buen recaudo, sonreía. Hace tiempo que no hablamos, observa alegre. Si, digo yo, y por eso quería quedar contigo. Hago una pausa obligado por la llegada del camarero. Ya marcha con el pedido.
- Nos vemos regularmente, continuo, pero me he dado cuenta de que eso es lo que hacen las amistades, no los amigos.
Rui contiene el gesto emocionado.
- “¿Cuánto hace que no escribes?, Pregunta de golpe.
- Mucho ¿y tú?
- Hombre, la verdad es que me gustaría tener más tiempo, dice apesadumbrado. No obstante siempre que el trabajo paso descuidadamente el dedo por el folio y me corto, continua sonriente, y al momento me brota un poemita, lo escribo en una libreta aparte y considero que el día ha sido un gran día.
Y pronuncia su sonrisa sabedor de que corre mucho arte por esas venas.
- ¡Pues tira el botiquín y que corra la poesía! Grito aprovechando que estamos solos.
Rui no puede más y una lágrima se le escapa. Es de ese tipo de personas que sienten las cosas más de lo normal. Y a él se le une esta característica con su arte. Dando un resultado brutal. No suele juntarse con gente con la que no tuviera mucha confianza justo por esto.
- Seguro que esa libreta vale millones, digo sin pensar.
“Pues puede ser”, responde serio. (Siento que el comentario no tenía lugar) Pero ya sabes lo que siempre hemos pensado sobre ese tema. Si, digo con resignación. Pues yo si había vendido mis historias.
- No te juzgo Eric, se apresura a decir. “Tú eres muy dueño de tus cosas. Para ser sincero, si no me hubiera ido tan bien desde el principio en el ejercicio de la abogacía, habría echado mano de la poesía”.
Rui, mirándose sus manos sobre la mesa, continua:
- Pero sigo prefiriendo el arte por el arte, dice recuperando su sonrisa para de nuevo ponerse serio y reiterar que no me juzga.
Me hace ver que después de haberme hecho un nombre en Mind Today, hubiera sido estúpido no “seguir ese camino”.
- ¿Recuerdas el concurso de la ciudad? Dice de sopetón. Todo se vuelve oscuro y frío en este momento. ¿Cuando en el último momento decidiste no presentar tu historia? Claro que lo recuerdo. Es algo que jamás olvidaré. No respondo, solo asiento dolido. Es una herida abierta para mí.
“Te dije que ibas a ganar de calle”, continua emocionado.
- Y me dio miedo no hacerlo, confieso. Siento un gran vacío dentro de mí. Escucho a lo lejos un eco y de pronto percibo una claridad enorme. Me ciega…
- ¡Exacto Eric! Grita Rui dando un pingo en la silla haciéndome volver en mí. Ten en cuenta que yo creo que escribo bien solo porque me gusta a mí y a ti. Sabes que nunca he sacado a pasear mis poemas. De hecho, dice en tono jocoso, primero debo enseñarles a gatear…
- Bueno, objeto, a mí y a Antonio.
- ¡Antonio! Grita muy por encima de su registro. ¡No le veo desde hace años! ¿Está bien? Pregunta sin pausa.
- Como siempre, digo sonriendo involuntariamente.
- ¿Igual de cabrón? Inquiere inclinándose hacia adelante en busca de algo más de privacidad al tiempo que vierte toda su sonrisa sobre la mesa. Esto me sorprende. Rui no es tipo de expresiones duras.
- O peor.
Y los dos reímos. Y coincidimos en que nos teníamos que volver a juntar.
***
El miércoles despierto con un nuevo brío. Siento ganas de seguir mi investigación. Utilizo el tiempo en el coche para poner en orden mis pensamientos. Como no podía ir al parque a seguir observando la educación, decido dejarlo a un lado e ir derecho a por esos símbolos “que aun no siendo naturales al hombre”, los aprendemos, se nos enseñan y condicionan nuestra vida.
Usamos los símbolos para expresarnos. La escritura, por ejemplo, son signos y símbolos que aprendemos de pequeños y que son fundamentales a la hora de vivir en sociedad, donde necesitamos
comunicar y entender lo que se nos comunica. Una vez educados en este aspecto, nos convertimos en entes sociales. ¿Qué pasa cuando vas a un lugar donde se habla y escribe distinto?
¿Signos y símbolos que no has aprendido y tan siquiera puedes deducir? ¿Ya no eres un ente social? Sí que lo eres. Pues nos quedan los gestos para expresarnos. Somos sociales, pero menos. Puedes incurrir en comportamientos para los que no has sido educado. “Entrenado”, quedo con la boca abierta. Culturas distintas. Distintos comportamientos. “¿Mismos premios para distintas conductas?”.
Para nosotros el símbolo es un producto de nuestra necesidad natural de comunicarnos. Pero tenemos que aprenderlo. Al igual que un león nace con la necesidad natural de cazar pero, para conseguirlo, primero a de aprender. Y lo aprende imitando a los otros leones. Pero claro, el hombre también nace con la necesidad de cazar y debe aprender. Y el león con la de comunicar. Y también debe aprender.
Y aprendemos. “Y aprenden”. La cultura es un sistema complejo de signos y símbolos. Existen cientos de ellas que han producido miles de símbolos. Es tontería detallarlos. De manera que tenemos que reducirlo todo a “los 2 contarios”. Obviando esa simbología y lo que nos genera, me fijaré en las actitudes y comportamientos que son comunes. Puesto que todos somos humanos, estas conductas serán iguales independientemente del símbolo que las produzca.
La cultura es algo propio de una sociedad. Los individuos que han nacido en ella encuentran nexos de unión en esa maraña de símbolos. ¿Qué es común a toda sociedad? Pues que todas tienen un Gobierno. En toda sociedad existen gobernantes y gobernados. Y ya tenemos aquí a los dos contrarios. Seguiría de muy buena gana si no fuera porque estando por completo absorto, Mary toca la puerta.
Y asusta. Pero no es eso lo que toca. Sino otro objeto de la misma materia y consistencia: mí escritorio. Se interesa por si estoy bien. Observa molesta que hace un rato he entrado y ni he saludado. Atropelladamente sin articular bien y sin ubicar nada, doy a entender que sí. Me siento avergonzado por mi comportamiento. No encuentro palabras para excusarme. Mary me dice que lleva llamando a la puerta cinco minutos. Al abrir la puerta ya preocupada y verme aquí catatónico se debió pensar lo peor. Y ya delante de mí repitió suavemente la llamada en el escritorio. Así, si despertaba hecho una furia, al menos tendría una trinchera donde parapetarse. Automáticamente miro a mi izquierda y en la puerta espera la primera cita de la mañana. Saludo a la vez que me excuso y raudos entramos en materia.
Durante la sesión ocurre algo que me sorprende: Mi paciente me comunica su intención de dejar por completo el alcohol y el tabaco. Y me sorprende porque su dolencia nada tenía que ver con dichas sustancias. Al menos a priori. Me dice que tras nuestras sesiones se sentía muy bien. Que el hecho de hablar sobre él mismo le estaba haciendo ver muchas cosas de un modo distinto.
Es más, hacia ya una semana que no consumía. Asume que muchos errores que había cometido durante su vida habían sido por entero culpa suya y no producto del infortunio o la mala baba de la gente. Me dice que ahora lo veía todo de una manera más pausada y si decidió dejar las drogas era porque el alcohol le sacaba de ese estado de paz y tranquilidad mental que conseguía en la terapia.
Y el tabaco aprisionaba su cuerpo. Al estar más tranquilo, se excitaba menos, se angustiaba menos y ya no necesitaba fumar. Reflexionaba y se decía a sí mismo que era normal, que los primeros días de privación de nicotina serian una tortura, pero que si lo superaba, luego podría tomar toda la libertad que quisiera. En cuanto al alcohol, decía que es todo lo contrario al ser humano.
Que te devuelve a un estado irracional. ¿No deberíamos de ir siempre hacia el lado contrario? Me pregunta. ¿Hacia el lado del raciocinio? Al despedirse, me da la mano y me agradece todo lo que estaba haciendo por él. Me felicita por lo gran terapeuta que soy.
Yo permanezco atónito durante toda la segunda mitad de la sesión observando y, por supuesto, aprendiendo de mi paciente.
***
Al ir a “Les Rideaux” a comer, nada más entrar por la puerta y a pesar de estar lleno, no escucho algarabía alguna. Como digo está lleno. Me sorprendo incluso por la cantidad de gente que hay. Todas las mesas llena e incluso la barra oculta por una espesa masa de personas que apuran el aperitivo. El camarero raro me guiña un ojo y con este simple gesto me indica al camino hacia la última mesa.
De camino por el pasillo paso por delante de una mesa en la que un chico que, con voz segura, impropia de alguien con menos de veinte años, protagoniza toda la conversación que había en el salón. El muchacho, sentado, apoya la espalda en una de las ventanas que da a la avenida. Sus tres compañeros de almuerzo así como el resto de comensales son visiblemente mayores que él. Lo que no impide que le escuchen.
Viendo el panorama, me uno a comensales y camareros que, como estatuas, de pié con los brazos cruzados, escuchan al joven con toda la atención del mundo. Según intuyo por lo primero que oigo, el tema es Política. Algo ha pasado bien en el Ayuntamiento, bien el País, que merecía tal atención. Las palabras del joven encandilan a todos tanto por su claridad como por el estilo fresco y desenfadado.
Decía así en el momento en que entré:
- Desde luego que hay cosas que yo no entiendo ni entenderé. Una de ellas es la Política. Hace un alto para observar la reacción del público. Y no entiendo, continua, no por falta de estudios o porque mi trabajo de aprendiz de electricista no me deje tiempo, sino porque es algo extinto. No existe eso que llaman “Política”. Con una medio sonrisilla el joven de nuevo mira a su público que ya si reacciona con una gesto de sorpresa. Bebe un sorbo de agua.
- Lo que existe hoy en día es el politiqueo, asegura serio. Todos reímos. ¿Y quién extinguió la Política? (pregunta cortando las risas) Los propios políticos. ¿Y por qué? Pues porque no les interesaba. Preguntas y respuestas que se da a sí mismo. Ya no reímos. Atendemos palabra por palabra. La Política se rige por unos principios y reglas, continua, cosa que no pasa con el politiqueo. Falto no ya solo de reglas o procedimientos sino también de sentimientos y memoria.
Un ligero murmullo recorre la sala. Poco dura, pues el discurso no para.
- Los políticos vieron que con el politiqueo hacían y deshacían a su antojo mientras llenaban sus ya de por sí abultados bolsillos. El politiqueo tiene reglas que están publicadas. Todos podemos “leerlas.” El gesto de “entre comillas” sorprende a todo el mundo.
- Y digo “leerlas” porque las leyes están expresadas en unos términos tan rebuscados y pasados de moda como el redactor o la propia Ley.
Carcajada general. Nadie despista un segundo la mirada más que para buscar risotadas amigas y volver a atender al chico.
- Nosotros, retoma elevando la voz por encima del estruendo, somos currantes. Vuelve el silencio.
- Podemos decir con orgullo que lo que tenemos nos lo hemos ganado. Yo vengo del campo, dice denotando una cierta melancolía que lejos de dejar entrever debilidad, llena de vigor todas nuestras almas reflejándose en los rostros de todos. Mis padres son agricultores. Y siempre me decían que lo único que de verdad tenemos son nuestras manos y nuestra inteligencia. Y para qué querer más si ya estábamos provistos de las mejores herramientas. De su correcto uso obtendríamos todo lo que necesitábamos y eso sería nuestro. Nadie nos lo podría reclamar o arrebatar.
Silencio respetuoso para las palabras llenas de emoción del joven.
- Orgulloso repito aquí estas palabras tan sabias y digo también que gente más sensata no he encontrado nunca ni en escuelas, institutos ni ningún otro lado.
Un aplauso unánime le interrumpe.
- Pero no nos desviemos del tema, retoma con fuerza cortando los aplausos. ¿Por qué está escrita así la Ley? Pregunta en general. ¿Por qué nadie la traduce? ¿No es el fin de esa Ley la protección del pueblo? ¡Pero si no nos entendemos con ella! ¡¡Hablamos idiomas distintos compartiendo la misma lengua!! Todos asentimos convencidos. ¿Cómo nos va a proteger algo que está tan lejos de nosotros?
Pregunta a la audiencia en busca de una buena respuesta.
- Para que no la leamos, responde uno de los camareros que esta de pié dentro de la barra quitándome las palabras de la punta de la lengua. Quizá contaría cinco años más que el joven.
- Exacto, continua nuestro amigo, para que no la leamos.
Todos seguimos el toma y daca de un lado al otro de la barra.
- ¿En vez de eso qué leemos? Pregunta al tendido. Periódicos, se responde así mismo mientras señala el cesto de la barra donde varios diarios de diversa temática descansan normalmente. ¿Y quien escribe esos periódicos? Vuelve a preguntar.
- Los periodistas, responde uno de sus compañeros de mesa que tendría unos 40 años.
- No, amigo. Dice poniendo una mano sobre su hombro.
Todos nos quedamos sorprendidos y todavía más mudos esperando la respuesta correcta.
- Los políticos, responde con un vozarrón el camarero raro.
- ¡Los políticos! Asiente el chico. Los periodistas no son más que simples megáfonos y los medios, las montañas donde resuena su eco. Porque eso son, continua cada vez mas encorajinado, ¡montañas! No se puede con ellos. Si te metes con un periodista u otro o con un medio u otro, todos se apiñan, amigos y enemigos, en contra del mal común que no es otro que la crítica. El periodismo es una profesión tan respetable como la de electricista, continua entre las ya crecientes reticencias del público, pero a la hora de ejercerla se encuentran ante sus jefes. Que no son ni el redactor ni el director. Sino que el empresario y el político.
Yo estoy extasiado.
- Pues ¿qué son los medios? Insiste a pesar del barullo reprobador. ¿Qué son los periódicos? La Radio. ¿Qué es la Tele?
- ¡Empresas! Responde alto y claro el mismo camarero que permanece de pié al lado del raro quien asiente convencido.
- Negocios, continúa nuestro joven amigo.
- ¡Pero la política no es un negocio! Objeta un comensal que está en la otra parte del bar. Todos callan y dirigen su mirada hacia él. Yo estoy algo tapado y no le veo claramente. Lo que no me impide escucharle.
- ¡Pero sí el politiqueo! Responde el chico provocando una mueca de agrado en el interlocutor y mis aplausos que rápidamente se propagan por la sala.
El camarero raro me mira mientras aplaude y hace una mueca que claramente dice: “¡Vaya con el chaval!”.
- Amigos, continua cuando solo quedaban varios aplausos vivos, amigos. Estas pasadas han sido las primeras Elecciones en las que he podido votar. Siempre había visto el Derecho al Voto como algo sagrado, puesto que de nuestra Madre Democracia mana. Todos somos hijos de la Diosa Democracia, continua al borde del llanto, quien, en su infinita sabiduría tuvo a bien dejarnos un día cada cuatro años para poder expresarnos.
Todos contemplamos al joven que cada vez se hace más y más grande.
- Puedo decir bien alto, amigos míos, que lo hice. Fui a votar... confiesa agachando la mirada hacia el plato. En su rostro se refleja la amargura. Y voté, dice convencido. Pero en vez de sentirme bien o mal, no sentí nada. ¿Existe peor sentimiento que la ausencia de este? Se pregunta en voz alta.
Todos callamos. El ligero murmullo se extingue. El tono triste nos ha invadido por completo.
- ¿Y sabéis por qué no sentí nada? Esta nueva pregunta es lanzada bañada de ira. ¡Porque el Derecho al Voto no vale para nada!
Un revuelo desaprobatorio corre por la totalidad del salón. Nuestro joven amigo sabe que esas palabras son muy duras y las miradas inquisitivas de todos se lo recuerdan. Al decir esto iba en contra del más básico postulado del sistema, contra el pilar mismo de la Religión. Y peor aún, contra nuestra Diosa Democracia.
El chico, consciente de esto comienza una nueva argumentación no sin antes dejar tiempo para una pequeña pausa recuperando el tono.
- Y no vale para nada porque nada hemos cambiado.
El revuelo se calma y volvemos al modo de escucha.
- Las urnas han dicho una cosa y los políticos han hecho otra. ¿De qué vale entonces? ¿No debería la Diosa Democracia tomar cartas en el asunto? Creo en la Democracia. ¡Por supuesto! Pero también creo que se ha olvidado de sus hijos. De nosotros. ¿Y qué hace un hijo sin madre? La llora.
Esta nueva serie de preguntas y respuestas cargadas de sentimiento entrecorta la respiración a más de dos.
- Estoy haciendo aquí uso, continua con el mismo tono, de dos cosas que mi Diosa Madre me enseñó: hablar y de la libertad de poder hacerlo. Ahora vosotros podéis y debéis hacer lo mismo.
Un silencio enfría por completo la sala, todos nos miramos compungidos. Sus palabras no están exentas de razón. Una voz rompe el hielo:
- Entonces, si el Derecho a Voto no vale para nada… ¿qué pintamos nosotros en todo esto?
Nuestro amigo había retomado la postura para terminar su plato. Pero no duda en interrumpir el gesto para responder directamente al otro lado de la sala, de donde procedía la pregunta:
- Pues no lo sé, amigo, se encoge de hombros. Lo único que sé es que a las 16.00 tengo que volver al curro, donde sí veo que valgo para algo.
Y todos volvemos a nuestro plato con una extraña sensación. Entre alegres y disgustados. Todos no, yo aun ni había pedido.
***
A medio comer. Un barullo quedo domina el comedor. De repente una alarma insonora toca y todos se levantan a la vez para pedir la cuenta y pagar. A pesar de la avalancha, los cinco camareros atienden ordenadamente a todos identificando comensal, servicio y coste de un solo vistazo y finalizando la transacción sin despeinarse ni faltar un segundo a la más correcta educación. En el momento de pedir la cuenta nuestro joven amigo, el camarero raro quiso encargarse de tal asunto. Con el ticket extendido y el chico a punto de tomarlo, alza su mano al cielo y exclama un simple ¡¡NO!!
El silencio torna a la sala.
- Estás invitado chaval, dice sonriendo, mirando en derredor y bien alto a pesar de no hacer falta levantar la voz. Es más, continua con su vozarrón, de hoy en adelante todo aquel que haga lo que nuestro amigo, es decir, el correcto uso de la Sagrada Libertad de Expresión haciéndonos con ello participes de sus inquietudes y de paso, un poco menos zopencos, estará invitado.
Dicho esto, con el ticket en alto, lo mete directamente en el bote de las propinas.
- Hijo mío, dice en tono paternal, esta es la mejor propina que jamás nunca nadie ha recibido. “Confío en que no sea la última”.
***
Confieso que lo que presencié en “Les Rideaux” jamás lo había visto en ningún sitio. Más allá del tema en cuestión, lo que más me gustó fue la manera de hacerlo. Todos atendían. Todos participaban. El chico tendría o no razón. Pero esto es lo de menos. Sintió la necesidad de hablar y halló en aquel sencillo y cómodo salón, auditorio a la altura de las circunstancias.
En “Les Rideaux” no hay ni huchas ni reglas. Tampoco corbatas ni lujos. Pero tiene un tesoro: el respeto entre todos. Y de que no perdiese valor se encargaría el camarero raro quien con una voz dejaba a todos quietos. Ese adiestramiento si me gusta. Si es necesario y bueno. Aquí todos podemos andar sin collar ni correa.
***
Obviamente tendrías que llevar siglos momificado para que la conversación de “Les Rideaux” no hiciera reaccionar ni a la más lela o despistada de tus neuronas. Todas las palabras estaban a buen
recaudo en mi cabeza que iba una por una sacando brillo, ordenando y comprobando que ninguna se había quedado por el camino.
Una frase relumbra con mas brío que el resto: “se apiñan y rivales y aliados luchan contra el enemigo común: la Critica”.
Si algo ondean con más saña los medios es la bandera de la Crítica. De manera que los políticos al divisar cómo el peligroso pabellón se acercaba demasiado, preferían dar media vuelta y volver a puerto antes que verse abordados y desvalijados.
Según la propia Prensa, su labor era fundamental para el correcto funcionamiento de la maquinaria. Calibrando y engrasando los diferentes componentes para que todo fuese como la seda. La Prensa es la voz del Pueblo contra la función política.
De manera que, gracias a ellos, gracias a su encomiable labor de simple apuntador, los distintos actores (Políticos y Ciudadanos) no olvidarían ni una palabra de su papel y la obra sería un éxito rotundo.
Pero claro, ¿qué critica va a publicar el autor de su propia obra?
¡Vaya! Pienso para mí. A lo tonto he dado con una palabra que me puede servir: Representación.
Si el Ciudadano no pintase nada en el Sistema, políticos y medios podrían dedicarse a “representar” su papel. Así el sano diálogo tornaría en aburrido monólogo. No habría respuesta y la Prensa diría que el sainete ha sido el éxito de la temporada.
Mientras el público estaría dormido, mirando a las musarañas o a cualquier otra cosa menos atender el coñazo de sermón.
***
Estoy en mi despacho cuando pienso todo esto. Me relamo por el pedazo de helado que acabo de ver. Solo falta meterlo en el cucurucho. Y aquí no hay patos que me lo quitarán. ¿Cómo meterlo en el cucurucho? ¿Cómo eliminan los Gobernantes a los Gobernados? Por un momento pienso en pasar de políticos, prensa y cucuruchos y comérmelo con las manos. Pero prefiero comportarme como una persona y pensar.
Pensar. Curiosa cualidad propia de los humanos y de innumerables otras especies. Cosa antiguamente negada que hoy día la Ciencia ha conseguido demostrar. Como tantas otras cosas. Aunque no hacía mucha falta, porque se veía claramente. Pero nunca viene de más una corroboración científica.
Homo Sappiens. Eso dicen que somos. Entes racionales. Pensamos. Bueno, lo vamos a dejar en que “tenemos esa capacidad”. De nuevo me pongo en el pellejo de un gobernante con 100 súbditos. ¿Qué sistema idearía yo para que 100 sappiens lo vieran como justo y lo legitimasen? ¿Y cómo me las apañaría para que esos individuos “pensantes” no me quitasen el Poder y todos mis privilegios?
Para que nada cambiase.
Pues la Democracia. Tendrían voz y voto y si lo hago mal, me echarían con la Ley en la mano.
- ¡¡Pero seré gilipollas!!
***
Atiendo correctamente a mis pacientes con la idea de dejar a un lado semejantes barbaridades y que reposasen hasta poder ir a la Hemeroteca. Que dicho sea de paso, no tengo ni idea de donde está.
Voy directo al gimnasio. Subo dos niveles y llego hasta el pabellón. Allí retumban tanto el balón como el aro. Prueba de que Antonio no encesta una. Le noto un poco serio. No quiero preguntar. Supongo que habría ido mal el viaje de negocios. Me siento en el banquillo.
Una vez cambiado volvemos a la dinámica habitual de cachondeo.
Solo por dejar de hablar de gilipolleces saco el tema de Nakata. Antonio queda sorprendido por la pregunta. Para él estaba claro que mearía y se largaría. “¿De verdad que no?” Me pregunta cortando el bote. ”Nada”, digo con un gesto.
- “¡¡Joder Eric, estas en Babia!!”
Lo dejo correr. Al rato le pregunto ya por el viaje. Viendo que no decía nada ni de esto ni de ninguna otra cosa. Y que no hablase no es raro en él. Es imposible.
-“¡¡Bah!! ¡¡Una puta mierda!!” Dice tirando a canasta más por deshacerse del balón que por encestar.
- ¿Y eso? ¿No le has engatusado?
- ¿A quien? ¿Al cliente? Pregunta sorprendido. Pues claro; esta en el bote.
Yo no lo entiendo. Y empieza a contarme la historia. “Mi jefe, dice, que es un cabronazo”. Por lo visto, él también quería pasear. Pero no con Adriaan y Antonio, sino solo con este ultimo. De tal manera que el pobre Adriaan había quedado al margen de un viaje para visitar sus propios clientes.
Antonio, resignado, demuestra con rabia el feo gesto que le habían hecho a su compañero. “Él es también un comercial soberbio, dice, y no se merece este trato”. Ahora me cuenta que su zona es la más rentable de la compañía puesto que se dedica a vender productos bajo pedido.
- Entonces él es mejor que tu, digo.
Yo solo miro por joder.
No me hace ni caso. Continúa explicándome que su zona, a pesar de no ser la más rentable es la más importante pues se centra en productos en masa. Que se venden fácil, generan poco coste y unos grandes flujos de caja que permiten atender los pagos corrientes de la compañía.
- Entonces tú no eres el mejor.
Asegurar esas ventas y cobros es fundamental para la buena salud financiera de la empresa.
- Por eso soy el mejor.
Concluye. Y ya si se centra en el juego. Yo la verdad es que no tengo muchas ganas de jugar.
- ¿Sabes con quien hablé ayer? Pregunto de sopetón. Antonio niega con la cabeza. Con Rui.
- ¿Con Rui? Dice deteniendo de nuevo el juego. ¿Que tal anda? Y sonriente, vuelve a botar.
- Bien.
- ¿Pero no os veis en el Restaurante todos los días? Pregunta extrañado.
- ¿Eh? Sí. Pero ayer quedamos para tomar un café. Pasos.
- ¿Seguirá escribiendo verdad? Pregunta sin hacerme ni caso.
- Claro, digo con alegría. No puede parar.
Antonio sonríe. Pero no es con su cara de cabrón. Sino con cariño.
- Tenemos que quedar los tres un día ¿no? Propone.
Yo sonrío satisfecho. Nunca pensé que Antonio quisiera que nos juntásemos de nuevo. Si se lo pedía seguro que accedía. Pero al salir de él…
Antonio es un tipo raro. Pese a dominar el juego social con una maestría inusitada en realidad es un antisocial en todo el sentido de la palabra. Se crió en un pequeño pueblo de pescadores. Su padre era pescador. Y siempre dice que el día menos pensado se compraría un barco y desaparecía con él sin tan siquiera otorgarnos el privilegio de antes habernos mandado a la mierda a todos y cada uno.
Y que yo sería el primero en no recibirlo.
Jamás había tenido pareja. Jamás amigos a parte de mí o de Rui en su día. La gente iba y venía. Giraban en torno a él y cuando se aburrían se largaban sin que Antonio opusiera resistencia alguna. Pero de alguna manera o por algún extraño motivo, él si hacía por quedar conmigo o, como en este caso, con Rui. Lo cual es de agradecer porque así sus locuras no se las quedaba para él solo.
Lo que sería una verdadera lástima.
***
El jueves descubro que la Hemeroteca está en la Biblioteca Pública. Que se encuentra en la Plaza de la Constitución, continente que da también cabida al edificio del Ayuntamiento.
- Mal sitio, pienso para mí, como salga rebotado no me va a dar tiempo a calmarme.
No voy a “Les Rideaux”. En vez de esto confirmé mi cita con Enzo en el Restaurante donde quería ir para quedar con Rui.
Es arrancar el coche y la radio comienza a funcionar. Empiezan las noticias en este justo momento. No teniendo yo el cuerpo para gilipolleces decido apagar el transistor. Cosa que no consigo. Por más que presiono el dichoso botoncito de ON/OFF, el cacharro seguía vomitando palabras estridentes y ruidos molestos por todos los altavoces de mi vehículo.
Esto me cabrea e intento sacarlo, tirarlo por la ventanilla y que una vez allí, donde nadie le escuchase, hablase años enteros si quería. Pero el “radiocassette” está integrado en el coche. Mira tú qué idea más simpática. Plan B: Bajar el volumen. De nuevo el Universo entero en clara conspiración contra mi persona. Le doy al botoncito “Vol. –“ y no obtengo la respuesta buscada.
Sino la contraria. Pues sube el volumen.
Ya rojo de rabia, aprieto con todas mis fuerzas el jodio botón “Vol. +” como diciendo: “¡¡pa chulo yo!!” Y ahora no solo obtengo la respuesta buscada sino también un calambrazo.
Es insoportable estar en el coche: La radio a tope, yo gritando como un loco imprecaciones contra todo y todos, mientras el jodío cacharro me mira y sonríe satisfecho por haber conseguido tocarme de tal manera los cojones.
Cuando llego al Nivel -4 donde se sitúa el Restaurante, el chico del aparcacoches da un paso adelante para recibirme. Pero en cuanto estuve a diez metros, da tres pasos atrás. Y por él hubiera salido corriendo haciendo como que le habían llamado desde el interior del Restaurante.
Ya a su altura, con cara como si estuviese viendo un fantasma y con síntomas evidentes de que le molestaba la radio aun con las puertas cerradas, todo lo amable que puede, abre el coche.
Yo como si nada. Contengo el gesto y doy los buenos días. Bajo del coche abriendo la puerta de par en par para que todos pudiéramos escuchar bien las noticias de economía, bloque que en estos momentos comienza.
Estaba colocándome bien la chaqueta con toda la tranquilidad del mundo cuando invito al chico a tomar asiento y hacer su trabajo. Este, por supuesto, duda. Pero al final entra. Iba ya raudo a apagar la radio cuando las entrañas de la tierra retumban:
- Noticia de última hora, anuncia el cacharro. “Crisis en el Ayuntamiento de la Ciudad.”
- ¡¡Quieto!! Grito.
El chico no me escucha. Vuelvo a gritarle al oído. Pero el volumen de la radio es una barrera insalvable. Así las cosas, me lanzo en plancha a por su brazo, interceptándolo en el último momento.
Su expresión de asombro da la última vuelta de tuerca. Hubiera salido corriendo si no fuera porque yo estoy tumbado en su regazo con el mentón pegando en la palanca de cambios y la cara en el radiocasete. Como si fuera poco el estar rompiéndonos los tímpanos que ya me lo quería comer.
- El Concejal de Educación anuncia su dimisión y con ella su Partido abandona la Coalición de Gobierno.
- No me jodas, digo con la punta de la nariz en el display.
Pero nadie pudo escuchar tan sagaz y oportuno comentario. Ya si, el chico se harta y de un certero disparo logra apagar la radio.
Si antes el ruido era ensordecedor, ahora el silencio es helador. 3 vehículos hacen fila esperando para ser aparcados. Sus ocupantes habían salido ya para ver qué pasaba con el coche que taponaba y sobre todo por el escándalo. Que no solo atrajo la atención del resto de aparcacoches, sino también de los que estaban en el guardarropas.
Incluso algunos comensales con la servilleta prendida en el cuello de su elegante camisa para no manchar esta o su distinguida corbata habían salido curiosos atraídos por la algarabía. Y la escena con la que se encuentran es para enmarcar: El pobre aparcacoches intentando zafarse de un peso muerto que tenía sobre las piernas. Este peso muerto soy yo. Que al lanzarme me había clavado sus rodillas en el pecho una, en el abdomen la otra. No puedo respirar. Y al no poder respirar, no puedo hablar.
Ni moverme.
Y solo en un penoso pataleo y en el meneo de mi ilustre culo encontraba carta de presentación tan elevado público.
Al ver todos que mi pataleo decaía, raudos acuden a ayudar al pobre chico a deshacerse de mí. Dado lo complicado de la postura, hicieron falta no menos de diez manos que me soban concienzudamente de arriba abajo para sacarme de tal “aprieto”. Para entonces, para cuando logran sacarme, yo ya era un completo zombie.
Pues toda la sangre se me había ido a la cabeza y ni veía, ni oía, ni era en absoluto consciente de nada. Solo de que estoy de pié y mi cabeza cae de un lado al otro arrastrando mi cuerpo. Gracias a que esas manos no me soltaron en ningún momento, no caigo a plomo al suelo.
Cuando ya pude coordinar cuerpo, palabras y espíritu, pido por favor que alguien me acompañase al servicio. Una vez allí, delante del espejo, veo el panorama: Tengo la cara hinchada, los pelos de punta, las orejas me explotan, la camisa por fuera, la corbata medio rota y la chaqueta desencajada.
El mínimo segundo de cordura que tuve me permite reparar en todo y empezar a reírme hasta que me duele la cara.
***
Ya refrescado y recompuesto mi señorial semblante, entro decidido en el amplio salón sabedor de que todos habían “escuchado” mis últimas andanzas. Ni que decir tiene que la mirada general que recibo de todo bicho viviente que ocupa en estos momentos la estancia es demoledora. Todos dejaron lo que estuvieran haciendo para mirarme.
Puedo ver decenas de cucharas dudando si entrar o no en la oscura boca que les espera. Cientos de filetes piden a gritos que el cuchillo y el tenedor acaben de una vez con su vida pero que no les hagan sufrir más de esta manera. Dos copas de vino se rebosan al dejar bien el comensal, bien el camarero de atender sus asuntos. Varias moscas olvidan los cubos de basura de la cocina y se asoman al ojo de buey de la puerta y siento incluso cómo una nube deja de descargar por unos segundos su revitalizante contenido en alguna parte de este ancho y precioso globo terráqueo que tiene a bien darnos cobijo hasta que se harte, explote y nos joda vivos.
Pero todo esto a mí me resbala sobremanera. Yo voy impecable. Hecho un dandy. Conservo mi gracioso caminar, incluso saludo a un par de bocas abiertas, y sigo mi camino. He dicho que todos me miraban ¿cierto? Pues no es cierto. Solo 5 cabezas y 10 ojos no me miran. Sino que miran sus platos. Y con tanto celo que creo que los atraviesan y pueden verse hasta los pies. Cuando solo estoy a escasos seis pasos, Rui me mira de reojo y al chocar nuestras miradas no puede más y empieza a descojonarse.
Hecho que me despista, pierdo la concentración y tropiezo conmigo mismo. Circunstancia que me permite alcanzar la mesa en solo dos aparatosas zancadas. La alcanzo y por poco no la vuelco. Todos retienen como pueden sus copas y platos y sin abrir la boca me siento para no volver a piar.
Vaya rato más malo.
***
El ambiente en el Restaurante está raro. Algo flota en el ambiente.
Al principio lo achaco a mi nueva peripecia y a toda la cola que trajo. Digamos que no había conversación. El silencio reinaba sin oposición. Solo se oye reñir acaloradamente a los cubiertos al chocar entre sí o contra los platos. Alguna copa que otra intenta poner paz. Por cada mesa una pregunta nerviosa que se respondía con algún monosílabo y punto. Y nuestra mesa no escapa a tan insonoro compás.
Al momento reparo en la hucha y un escalofrío recorre mi espalda dejándome una cara de besugo digna de retrato.
- Joder, caigo, ¡la radio!.
No se podía hablar de política.
- Eric, concluyo, la has liado gorda.
¡Pero mucho más aun! Me temo lo peor. Si por tirar un simple petardo tienes que soltar un billete… yo acababa de lanzar todo un arsenal. Todos habían oído lo de la dimisión y la polvareda que levantaba. Y claro, todos están que echan chispas. Devoran educadamente sus almuerzos con la sola idea de terminar cuanto antes y escuchar la radio para ver qué pasaba.
- Madre mía, no hay hucha que aplaque la ira del maître, farfullo muerto de miedo.
Harán una grande, me meterán dentro y enviarán directamente a la Luna que es donde tienen que estar los personajes de mi calibre. Pero mi preocupación rápido torna en alivio, Puesto que de golpe y porrazo lo tengo todo pensado:
Antes de dejarme meter, como caballero que soy, en la hucha gigante, pediría una última voluntad: Lápiz y papel. Ante tal insignificancia, accederían sin problemas. Tomaría el lápiz y el papel y tras unos segundos de reflexión, comenzaría a redactar una carta de recomendación para que admitieran a un nuevo miembro. Abusaría de mi condición de reo y pediría después un sobre. Escribiría su nombre y sus señas y una vez de camino a nuestra pareja de baile cósmica recibirían la respuesta.
Y al abrirla aparecería la cara del mismo demonio: Antonio. Él se encargaría de vengarme y hacer que me llorasen por el terrible error que cometieron. Para entonces, yo ya estaría en la Luna saludándoles con ese meneo de mi ilustre culo tan habitual en mí y que tanto echarán de menos.
No sé qué cara tendría puesta mientras se me ocurrían semejantes disparates, pero para cuando volví a la Tierra todos me miraban no ya extrañados, sino con claro gesto de preocupación.
Todos menos Rui. Él sabe que se me ha ido la olla por completo y sin remedio.
***
Por suerte para mí, todos supieron mantener la boca cerrada y mientras masticaban con un carrillo, en el otro se mordían la lengua.
Al salir, Rui sonriendo se pone a mi lado. Me dice que aligerase el paso y que no rechistase puesto que en cuanto saliéramos del Restaurante se iba a liar una muy gorda.
En este momento muchos comensales lanzan a aire sus tarjetas de crédito sin ni mirar ni donde caían y salían corriendo a grandes zancadas, saltando sillas y mesas que otros, en su huida desesperada en busca de información, habían volcado. Otros se enzarzan ya en disputas en la puerta.
El primer coche que llegó fue rápidamente abierto, sacando una multitud al aparcacoches en volandas, para encender la radio. Yo, siguiendo el consejo de Rui, cierro el pico. Alrededor del vehículo nos apiñamos todos: comensales, camareros, guardarropas… todos menos los aparcacoches que atendían a su compañero, aturdido por la manera de estar por un momento en el coche, ver una estampida corriendo hacia él y al segundo, encontrarse a varios metros de distancia.
No reconozco la emisora, pero están enfrascados en una tertulia que presume cada cinco segundos de representar a todas las partes. Unos claman pidiendo nuevas elecciones. Otros llaman a la calma. El maître cierra la puerta del salón dejándonos en el vestíbulo donde poco daño hay que lamentar con cara de “allá os las veáis vosotros solitos”.
La tertulia rápido se traslada a la entrada del Restaurante donde hay opiniones para todos los gustos. Todas menos la mía y la de Rui, quien con el dedo índice en todo momento en la boca me recuerda que calladito estoy más guapo. De repente, la radio anuncia que iba a dar comienzo la rueda de prensa del Concejal saliente. Todos callan y se atiende palabra por palabra.
Dicho cargo explica las razones que le han llevado a presentar su dimisión irrevocable aun consciente de que saliendo del Ejecutivo arrastraba a su grupo y rompía la Coalición. Reitera varias veces que su decisión es definitiva e irrevocable. Pero no en ningún momento dice que al romper el Equipo de Gobierno, obligaba a la convocatoria de nuevas Elecciones.
Así, todo lo que pasase después de irse no le salpicaría, claro. Dejando la pelota en el tejado del Grupo de Gobierno, que ya cojo, de poco le serviría pues no podría jugar con ella. La rueda de prensa termina y da comienzo una batalla campal claro efecto rebote por no haber podido hablar durante la hora y media larga de sobremesa.
Rui me agarra del brazo y me saca de aquel tumulto hacia el que yo ya iba como hipnotizado con los ojos cerrados y los puños armados. Este consigue atrapar a uno de los aparcacoches que también salía huyendo de allí siguiendo a sus compañeros prometiéndole que huiríamos los tres juntos.
***
Ya en el Túnel, lejos de problemas, Rui me dice que había liado una de escándalo y que si lo hubiese planeado no me hubiera salido tan bien. Está encantado de cómo había roto las reglas. Y de nuevo me aconseja que no volviera al Restaurante hasta dentro de una buena temporada. El chico, que conducía, observa que su casa está cerca. Rui le dice que vayamos hasta allí, luego ya tomaría él el volante.
Una vez los dos solos me pregunta si me apetece un café. Le digo que sí, pero que primero quería ir a la Biblioteca Pública. Me dice que de haberlo sabido antes hubiera cogido un par de libros que lleva años queriendo devolver y aun no lo ha hecho.
Dejamos el coche en el Parking del centro “Constitución”. Y subimos a la Plaza. A pesar de haber podido subir directos a la Biblioteca. Pero Rui quería pasear.
Salimos justo al centro de la plaza.
Lo que antes era una gigantesca rotonda atestada 24 horas de coches ahora es un bonito jardín en el que se esconden los aparcamientos de los autobuses de turistas. A nuestro alrededor se elevan cúpulas, torreones, barrocas fachadas, cincelados frisos, señoriales balcones y feas gárgolas. Todos los edificios reúnen todas o algunas de estas características resaltadas por un Sol que obliga a cerrar los ojos.
Y la Biblioteca Pública no era menos. Subiendo su grandiosa escalera de mármol blanco, caigo en que habría sido mejor tomar un café y luego venir aquí yo solo. Pero ya estábamos dentro para cuando quise hilvanar todo. (Cosas de estar haciendo la digestión) Pregunto a una guapa chica que dónde estaba la Hemeroteca y con su bonita mano me señala automáticamente a la derecha.
Obediente, y tras recorrerla de arriba abajo, dirijo mi mirada hacia dicho punto. Y solo veo una sucia carretilla, una olgazana pala apoyada contra la pared y varios ladrillos desperdigados por el suelo. Sorprendido leo un cartel encima de la puerta que reza: “Hemeroteca”. Y otro que cuelga del picaporte: “Cerrada por reformas”.
Sin decir nada vuelvo la mirada a la chica que sonriente se encoge de hombros. Estaba todo bien claro. Por lo que sin más me despido cortésmente y salimos corriendo como si nos escociese estar en una biblioteca. Pero justo antes de salir, Rui me hace reparar en otro cartel: Cafetería.
***
Antes incluso de sentarnos, me dice:
- Supongo que lo de venir a la Hemeroteca obedece a algún plan de los tuyos. “Dicho plan, continua sin dejarme intervenir, de entrada, deber ser una locura lo mires por donde lo mires”.
Intento defenderme, pero no me deja:
- Aunque el buen juicio que creo que no he perdido aun me aconseja de estarme calladito y no preguntar, “mi curiosidad y mis ganas de reír, me obligan”.
Al principio dudo. Pero al ver su cara redonda, sonriente, esperando que le cuente alguna de mis ideas… me hace claudicar. Doy por sentado que él si me lo contaría. Y como los amigos estamos más para las lágrimas que para las alegrías, se lo cuento. Pero no desde el principio, sino desde el final:
- Creo que la Democracia es un camelo y el Derecho a Voto no vale ni pa limpiarnos el culo.
Así, clarito.
Rui, al oírlo se le atraganta el sorbo de café y lo expulsa por todos los orificios corporales que en este momento son visibles. Tan sorprendido queda que ni repara en limpiarse. Nos miramos en silencio. Él me mira con la cara embadurnada. Yo diciendo: querías saberlo ¿no?
- Pero muchacho, dice ya desnudando nerviosamente el servilletero, lo tuyo es de Juzgado de Guardia. Menos mal que no hay nadie por aquí. Pero ¿cómo se te ocurre decir eso en público?
- Porque lo creo.
¡¡Loco!! ¡¡Estás loco!! Repite susurrando mientras se limpia con las servilletas. ¡¡Pero yo aun más por preguntarte!! “No estoy de acuerdo contigo Rui”, objeto serio. He llegado a esta conclusión después de pensarlo mucho, por eso quería venir a ver periódicos antiguos. Para confirmarlo o descartarlo.
Rui me mira fijo.
“Pues ya te puedes explicar y rápido”. Me ordena mientras apuntilla que es un privilegio que tengo por ser su amigo. “En cualquier otro sitio ya estarías preso.” Y así hago: comienzo a explicar. A grandes rasgos. Rui me mira asustado. Pero poco a poco su semblante cambia.
- … y el simple hecho de que con la que hay liada esté cerrada por reformas y a la hora de trabajar, nadie esté haciendo reformas, es lo último que necesitaba para confirmarlo.
Así concluyo mi explicación.
Rui queda pensativo. Se le abren los ojos de par en par y pregunta si alguien más lo sabe. Respondo que solo él.
- ¡Menos mal! Suspira aliviado. Eric, amigo, reitero que estás para que te encierren. “Todo esto deberás demostrarlo de una manera clara”.
- ¡¡Eso intento!! Exclamo impotente. ¡¡Pero me han cerrado la Hemeroteca!!
- Y, ¿cómo, según tú, el Gobierno anula a los gobernados?
- ¡¡A por eso es a por lo que voy!!
Me defiendo echando mano de mi café.
- Pero muchacho, corrobora antes lo de que el cambio es imposible.
Reitero que necesito entrar en la Hemeroteca. Rui retoma su pose pensativa. Va a decir algo cuando la chica de antes entra corriendo en la cafetería y dice a los camareros que enchufen la radio. Por lo visto una manifestación espontánea ha salido a la calle y se dirige hacia el Ayuntamiento pidiendo nuevas Elecciones.
Rui y yo nos miramos muertos de miedo: ¡¡Estamos en la Plaza del Ayuntamiento!! Pagamos y derechos al Restaurante a recoger mi coche. Cosa que hacemos sin percance alguno. Al ver que podíamos llegar a tiempo a nuestros respectivos compromisos decidimos atenderlos y estar en contacto por cualquier cosa que pasase.
***
Mary me pregunta asustada qué vamos a hacer. Yo le digo que atender mi último paciente. Ella podía irse ya. Recoge sus cosas y marcha ostensiblemente preocupada.
Y tiene razón para estarlo. Por lo general las manifestaciones empiezan siempre bien para terminar muy mal. Y eso las que están controladas. Pero esta es espontánea, de manera que no hay dispositivos de seguridad preparados.
Siempre que se escuchaba la palabra “manifestación” todos recordábamos una en particular. Una que tuvo lugar hacia ya quince años y también por un motivo semejante. Se le llamó la “Revolución de los 90 minutos” puesto que en ese lapso dio tiempo de sobra a convocarse la manifestación, una huelga general y poco menos que la guerra porque la policía no podía con nosotros y tuvo que salir la armada a la calle.
A las dos horas el Gobierno Central dimitió en bloque y cada mochuelo a su olivo. Pero fue una tarda muy mala.
***
Es noche cerrada. Quedo solo en mi despacho tras atender a mi último paciente. Miro una Gran Ciudad que de cuando en cuando deja entrever algún ruido de sirenas. Intento imaginar la plaza y las calles aledañas atestadas de gente. Doy por hecho la convocatoria de nuevas Elecciones.
De vuelta al coche retomo el tema de cómo el Gobierno anula a los gobernados. Desde luego el asunto de la Hemeroteca desprendía un tufillo muy revelador. Pero “quiero esperar y no saltarme pasos”. Me fijo en las últimas Elecciones. A pesar de perder, el mismo partido seguía gobernando. Bien es cierto que con el apoyo de otros 3 que aunque no se podían ni ver, le dieron sus votos. A cambio, claro está, de cargos y favores varios que jamás saldrían a la luz.
“Unos dicen que ha sido un triunfo de la Democracia. Otros, que nuevas Elecciones”. Las palabras de Julius. Las escucho nítidamente en mi cabeza.
La Prensa. La Prensa lo explicó así. Algo tan complejo pudo resumirse de una manera tan sencilla: Dos titulares y todos contentos.
Información. Pero claro, si demostramos que Prensa y políticos, Gobierno y periodistas son lo mismo, no tendría sentido la crítica. No podrían criticarse.
Memoria. ¿Se conseguirá así eliminar al Pueblo? ¿Recordando lo que interesa y olvidando lo que no?
Obviamente en Democracia, la información debería fluir libremente entre ambas partes: Gobierno y Gobernados.
- ¡¡Antonio!! Exclamo. Él me dijo que en los mercados también era fundamental la transparencia, pero que esto en la práctica es una solemne gilipollez.
¿Quién controla la información en Democracia? ¡¡La Presa!! Pero si la Prensa y el Gobierno son lo mismo... el Poder controla la información. ¡¡Así es como el Poder anularía a los gobernados!!
¡Los políticos hacen y deshacen y luego publican lo que les da la gana en los medios que controlan!
No sé por qué pero la imagen de Antonio delante de mí interrumpe mis pensamientos. Bota el balón. Estamos en el Gimnasio. Lanza. Falla. Recojo la pelota. Ahora soy yo quien ataca y Antonio quien defiende...
Es justo en este momento cuando algo empieza a ir mal para el Doctor Bauss. Tan inmerso va en sus cavilaciones que no repara en que lleva más de cinco minutos caminando por el pasillo y para alcanzar el ascensor desde su consulta, sobran diez pasos.
Ahora sí. Ya si se da cuenta. El ascensor está a la misma distancia. Mira a su puerta. Puede leer un cartel que anuncia: “Eric Bauss. Dr. en Psicología”. Extrañado, mira hacia atrás. Pero para su sorpresa no encuentra el largo pasillo de siempre que va a morir a una ventana desde la que se divisa otra parte de la Ciudad.
Sino que hay otro ascensor igual. De espaldas a su puerta, mirase a la derecha o hacia la izquierda, Eric ve lo mismo: Cuatro pares de puertas a cada lado contrastando su oscuro tinte con el tono marfil de la pared y dos regletas de fluorescentes en el techo que alumbran el pasillo con una débil y temblorosa luz blanquecina.
Decidido, vuelve a encaminarse hacia el ascensor de siempre. Quien a cada paso se aleja. Dejando siempre la misma distancia entre el Dr. Bauss, él mismo y su gemelo. Eric vuelve a mirar su puerta. Pero el numero 27 reemplaza su cartel. Ahora repara en que las otras puertas también están identificadas por números que no corresponden a orden alguno.
De golpe, los dos ascensores salen disparados hacia el infinito en busca del foco de la perspectiva, ofreciéndonos un nuevo panorama:
Cientos de puertas se extienden a cada lado del pasillo y por cada tres pares, una regleta de neón. Y la respiración nerviosa del Dr. Bauss.
Eric corre desesperadamente en busca de su puerta para volver a entrar y pedir auxilio como fuera. Pero solo hay números. Es más, ninguna puerta tiene ya cerradura. Solo un redondo pomo de latón.
El helador silencio pronto se ve interrumpido por un rumor que poco a poco va tomando fuerza. Cuando inunda por completo el pasillo, Eric puede reconocer que ese barullo es provocado por personas. Tras cada puerta hay gente. Esto le tranquiliza algo. Llamaría a cualquiera de ellas y alguien podría explicarle qué narices estaba pasando.
De golpe, un ruido sordo y potente, como el de una bocina industrial, retumba por doquier obligando a Eric a taparse los oídos. Automáticamente todas las puertas se abren a la vez, dando paso a un espectáculo que devuelve a Eric todo el miedo anterior multiplicado por varios miles. Decenas de personas salen en estampida de esas puertas llenando el pasillo de carreras alocadas, gritos espantosos e insultos de todo tipo.
La mayoría viste por única prenda una especie de camisón en tono azul cielo. Y eso el que medio lo conserva entero, puesto que casi todos se visten con solo jirones de lo que es su día sería el pijama completo. Otros lo habían pintado o remendado con cualquier trozo de tela que hubieran encontrado.
Algunos hacen como que van montados en motos y compiten entre ellos atropellando irremisiblemente al resto de “peatones”. Una ambulancia acude presta. Otros se arrodillan y comienzan a discutir ya fuera con el techo, ya fuera con la moqueta.
Por completo horrorizado, Eric repara en que un individuo con tez serena, bata blanca, gafas y pelo canoso había aparecido a su vera.
Este tipo porta en su mano una carpeta con una pinza de acero inoxidable en el extremo superior que retiene varios folios en los que se ve un cuadrante lleno de gabatos ininteligibles. Como decía, el individuo recorre tranquilamente el pasillo haciendo al mismo tiempo anotaciones. Entre apunte y apunte mira al Dr. Bauss y le sonríe. De repente se para y con él, Eric.
- Mírela Dr., le dice con toda la tranquilidad del mundo en medio de ese griterío terrible.
Eric mira en dirección donde le indica, hacía a una de las puertas de la izquierda, y consigue ver una sencilla estancia.
Una cama, una ventana y una silla. Dentro se encuentra una mujer de mediana edad. Ella conserva intacto su vestido y se lo prueba como si estuviese en un vestidor. Ahora ve cómo toma la silla y se dirige hacia una especie de tocador en el que Eric no había reparado en el primer golpe de vista al encontrarse en un ángulo muerto. La mujer abre un cajón y saca un cepillo. Automáticamente comienza a cepillarse el pelo, coqueta ella, entonando una alegre cantinela con la mirada fija al frente.
- ¿Sabe por qué esta tan contenta?
Eric responde con un nervioso gesto de su cabeza diciendo: ¡¡NO!!
- Porque hoy viene a visitarle su príncipe azul, explica el Doctor. La cara de Eric no da para expresar más emociones a la vez. El problema no es que todos los días le espere y luego no se presente a su cita, continua, sino... que los internos no tienen espejos en las habitaciones.
En este momento, una moto por poco no les atropella.
- ¡¡Peatones locos!!
Las anotaciones pertinentes referentes a la paciente hechas, ambos continúan su marcha por el pasillo a pesar de lo denso de la circulación. Eric quiere saber qué pone en la hoja. Pero no puede. Y no puede porque de golpe ha menguado su estatura. O quizá aumentado la de todo a su alrededor. Ahora solo le llega a la altura de la cintura. Los dos siguen caminando como padre e hijo hasta la siguiente parada. Idéntica en cuanto a mobiliario y disposición del mismo.
En la cama sentado se encuentra un hombre de unos 50 años. Llora desconsoladamente. Abraza un portarretratos mientras se lamenta de su mala suerte en medio de un balanceo sin interrupción..
- Este pobre hombre piensa que es un desgraciado porque tiene una mujer que le ama, cuatro hijos inteligentes y ha triunfado en la vida…
Nuevo apunte y nuevo gesto de desolación.
Un individuo se planta en medio del pasillo cerrándoles el paso. Este hombre conserva pulcro su pijama y se había fabricado con cartones un elegante sombrero de copa, se apoya en un paraguas destrozado que utiliza a modo de bastón y la mitad de la montura de unas gafas de pasta le sirve de monóculo.
- ¡Buenos días caballeros! Saluda el personaje adoptando una distinguida pose. ¿A quien tengo el gusto de estrechar la mano?
- …
Eric no puede ni articular palabra viendo cómo este esperpento le saluda.
- Al insigne Dr. Eric Bauss, ¡nada menos! Interviene el Doctor con toda la pompa del mundo. Dr. Bauss, continua, el Barón Lord Wigan.
- ¡Para servirle! Se apresura a decir el Barón acompañando de una pronunciada reverencia el gesto. Ahora si no me necesitan para nada más, añade solemne, continuaré mi agradable paseo matutino por este verde parquecillo.
Una vez alejados, el Doctor explica por lo bajini que este pensaba que era el tipo más rico del mundo y que su riqueza provenía precisamente de no poseer ni tierras ni millones.
Desesperado, Eric mira a todos lados buscando una salida mientras el Doctor realiza una nueva anotación. Pero en vez de una escapatoria, Eric ve como el Barón Lord Wigan riñe a unos ciclistas amenazándoles con sus paraguas-bastón, aunque no es ni lo uno ni lo otro.
Venciendo su terror como puede, intenta articular una serie de palabras tuvieran o no sentido:
- Dr.… ¿¡Dónde estoy!?
Eric se gana una mirada de asombro.
- ¿Doctor? ¿Quién?... ¿Yo? Responde para sorpresa de Eric. ¡Pero si yo solo soy un simple músico callejero!
Dicho esto pega un salto atrás y saca de su bata entreabierta un instrumento terrible. Es como una especie de fuelle que al soltar el aire emite un ruido. Este ruido es moldeado por unos botones dispuestos en cada uno de sus extremos, produciendo una agradable melodía que el tipo de blanco acompaña de una serie de cómicos pasos y saltos.
- ¡Yo toco el acordeón, Eric! ¡¡El acordeón!!
Grita mientras todo el mundo se arremolina en torno a él y comienzan a cantar y bailar de la manera más aparatosa que en ese momento se les pasase por la cabeza.
El pobre Eric se ve vencido por la avalancha y cae al suelo. Una vez allí logra arrastrarse hasta la pared, donde sentado sobre la moqueta y recogido todo en un ovillo, rompe a llorar como un bebé.
Esto es el más absoluto despropósito. No hay por donde cogerlo.
Una sacudida del suelo hace levantar la cabeza al pobre Eric. Todo está oscuro y en silencio. El Dr. Bauss ni respira, ansiando ya la muerte. Suena el típico “clin” de un ascensor. Y las puertas se abren dando paso a una generosa cantidad de luz que le ciega por unos momentos.
Una figura oscura se recorta entre tanta claridad. Es la silueta de un hombre con un maletín. Un hombre que asustado, da media vuelta y corre en la dirección por la que había venido. Eric está sentado en una esquina del ascensor. Conserva no solo la postura, sino también el terror en el cuerpo que se observaría nítidamente en su cara si no fuera porque esta empapada en lágrimas.
Sabedor de que en pocos segundos volverían a cerrarse las puertas, devolviéndole a la oscuridad y quizá también a aquella jaula de grillos, de un salto logra poner un pié en un garaje que rápidamente reconoce como el suyo y se dirige a la carrera hacia su plaza de parking.
Las llaves, bromistas ellas, se escurren de un lado el otro del bolsillo impidiendo ser atrapadas. Una vez bien sujetas, saltan en la mano de Eric. Juguetean, esconden la llave del coche. Menos mal que al final entiende que no está el horno para bollos, abre la puerta y también arranca.
Ya en el túnel, Eric intenta tranquilizarse. Es un auténtico manojo de nervios y así no puede conducir. Pero al mismo tiempo, debe alejarse lo máximo posible de la consulta. Lo que resuelve yendo muy despacito.
Aun si deber hacerlo, vuelve mentalmente a aquel pasillo del terror. Quiere averiguar qué había pasado. Quiere saber qué significaba todo aquello que su cabeza había imaginado o creado o lo que fuera. Y como experto en la materia, poder diagnosticar su simple y llana demencia.
¿Qué había pasado? ¿Cómo se le había podido ir la cabeza de semejante manera? Y sobre todo, ¡qué coño era aquello de un acordeón!
Estaba repasando su terrible experiencia cuando repara en unas luces que brillan en el espejo retrovisor.
Al principio lo deja correr y sigue a lo suyo. Pero esas luces pertenecen a un coche de policía, que al ver que Eric no hacía caso a sus advertencias, le adelanta sin problemas dada la escasa velocidad que es ese momento desarrollaba su vehículo, y le invita a que se detuviese en el arcén del Túnel.
Una vez parado el coche, Eric no da crédito a lo que pasaba. Nunca le habían multado y la primera vez seria por ir “¿muy despacito?” Y además, ¿qué hacia ese poli allí con la que tiene que haber liada en la Plaza de la Constitución?
El agente saluda correctamente y se identifica como tal. A lo que Eric responde de igual manera y formas. A una orden del servidor público, presenta tanto la documentación del vehículo como la suya propia. Todo en regla, claro está.
El policía se agacha un poco para hablar con Eric, circunstancia que aprovecha este para ver de cerca su cara. Y dicha cara le es conocida. No sabe por qué o de qué, pero conoce a este joven agente. Tras explicar el policía el porqué del alto, deja que Eric se defienda. El Dr. Bauss alega que estaba muy nervioso y que prefería ir despacito antes que lamentar nada producto de algún despiste motivado por no ir al cien por cien.
Eric, al ver que así rellenaba y firmaba su propia multa, rápido añade que tenía que atender un “compromiso ineludible”. De lo contrario habría parado.
Aun demostrando el agente que su defensa era sólida, mucho siente tener que comunicarle que le iba a multar por ir entorpeciendo el tráfico en aquel vacío túnel.
- “Es mi deber”, concluye.
Podéis imaginar cómo le sienta todo esto a Eric. Más después del día que llevaba.
Cumplimentado todo documento habido y por haber y tras una despedida en la que en ningún momento se pierde la más pulcra educación, Eric sube la ventanilla y por poco no arranca el volante de un bocado. Es volver a arrancar y caer en quien era el poli:
- ¡¡El hijo!! Grita a la vez que se incorpora automáticamente en su cama.

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